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Domingo, 4 de marzo de 2007

ALGUNOS HITOS EN LA VIDA DE HAROLD BRODKEY

Historia de una reputación

 Por Jonathan Baskin

En 1986, Harold Brodkey se autoproclamó “la voz de los tiempos venideros”. Veinte años más tarde, y una década después de que en 1996 muriera de sida a los sesenta y cinco años, Brodkey casi ha desaparecido de la memoria de la gente. Sus novelas están agotadas y prácticamente no se lo menciona en los círculos literarios importantes. Existen diversas explicaciones para este descuido de la figura de Brodkey, entre otras su cáustica relación con la industria editorial y el hecho de que sus últimas novelas no cumplieran con las expectativas despertadas por su anterior producción. Incluso su propensión a exaltar su propia reputación y su legado quizás haya interferido en una evaluación objetiva de su escritura. Pero tanto lectores como escritores eligen no prestar atención a su proyecto. La prosa de Brodkey, casi sofocante en su densidad y enfoque, fue producida en una época en que las novelas norteamericanas se ampliaban en longitud y tema pero perdían estatura frente al gran desafío de generar una mayor conciencia individual. Brodkey produjo obras de ficción que resultan épicas, principalmente en su elaboración de la intimidad humana. Leer su prosa es quedar enredado en las situaciones de sus personajes; de hecho, se termina casi abrumado por ellas. Mientras John Barth emitía su famoso elogio al “programa final” del alto modernismo, Brodkey avanzó con nuevas formas de presentación de la conciencia humana. Su protagonista era casi siempre “una mente con la forma de una persona”.

Mientras Pynchon, Gaddis, y DeLillo se concentraban en elaborar la crónica de la ancha comedia de la cultura, Brodkey ponía en escena, en fragmentos inexorables, repetitivos, el drama trágico del yo. Enarboló la antorcha del lenguaje en las elaboraciones internas de la conciencia humana como quizás ningún escritor lo había hecho desde Joyce.

Lo que relata Brodkey en sus tres notables compilaciones, así como en una importante novela, gira en torno de la crianza en el mediooeste norteamericano de un chico inteligente y traumatizado al que llama alternativamente “Wiley Silenowicz”, “Alan Cohn”, “Buddy”, o “Harold Brodkey”. El chico nace en 1930 en Staunton, Illinois, hijo de inmigrantes judíos de escasísimos recursos. La madre, “Ceil”, muere cuando él tiene dos años. Meses más tarde, el padre, un chatarrero, lo vende a los Brodkey (o, con mayor frecuencia, a los “Silenowicz”), quienes lo llevan a University City, un suburbio de Saint Louis. El muchacho es mudo hasta los cuatro años, pero cuando llega a los seis, de acuerdo con su cociente intelectual, es un “genio”. Cuando llega a los nueve, su padre adoptivo, Joseph Brodkey (o “S.L.Silenowicz”), sufre un infarto y queda inválido. Tres años más tarde, a su madre adoptiva, Doris (o “Lila” o “Leil”) le diagnostican un cáncer. Ambos mueren antes de que el muchacho cumpla los dieciocho, aunque para el momento en que su madre muere él ya está en Harvard, donde conoce a la que será su primera esposa, una morocha llamada Joanna Brown (alternativamente “Orra”, u “Ora”), compañera de estudios de Radcliffe.

Durante toda su carrera, Brodkey regresó obsesivamente a estos personajes y escenas de la infancia. Parecía considerar su narrativa como un cuchillo que se afilaba más y más cada vez que lo hundía en el pasado. Cada incisión que hacía como escritor llegaba más cerca del significado de una experiencia o una confrontación determinada, oculto bajo múltiples capas. “Descubrí que Proust había mentido”, decía Brodkey. “Por más que te sientes a saborear una madalena como las de aquellos tiempos, el pasado no vuelve intacto, en una sola oleada”.

“Estado de Gracia”, el primer cuento corto de Brodkey, fue inicialmente publicado en la revista New Yorker en 1953. Junto con otros relatos breves integró luego Primer amor y otros pesares (1957). La mayoría de las historias son viñetas convencionales, en tercera persona, acerca de la vida conyugal en los suburbios al modo de John Cheever. Los primeros cuentos cortos definieron a Brodkey como un talento prometedor y gracias a ellos, en 1964 Random House le pagó un adelanto por una novela. Para ese entonces se había divorciado de su primera esposa. Durante la década del 60 dormía por ahí. Alega haberse acostado con Marylin Monroe, y durante esa época tuvo varias experiencias homosexuales.

La novelista Millicent Dillon recuerda su primera confrontación con Relatos a la manera casi clásica: “Recuerdo haber leído el cuento una y otra vez. No busqué leerlo críticamente, analíticamente. De algún modo resistía el análisis. Sólo quería identificar la experiencia encarnada en el cuento —evocada por él—, una experiencia que era sorprendente y desconcertante”. La reacción de Dillon —incluyendo el abundante uso de superlativos— era característica del modo en que Brodkey era asimilado por las figuras prominentes. Cynthia Ozick dijo que Brodkey era “un verdadero artista”. Harold Bloom más adelante lo ungió como el “Proust norteamericano”. Este tipo de comentarios delirados, más aún que las obras en sí mismas, generaron un nivel inusual de expectativa para la novela de Brodkey, de aparición supuestamente inminente. La novela, sin embargo, no apareció. Los comentarios que acompañaban sus cuentos en la American Review prometieron que saldría en el otoño de 1973, luego fue “el año próximo”. Tres años más tarde, en 1976, el New York Times anunciaba que Brodkey había entregado a su editor un manuscrito de dos mil páginas.

Mientras tanto, fragmentos manuscritos de la novela circulaban como monedas de oro en el mundillo literario neoyorquino. El consenso era que el libro cimentaría la reputación de escritor importante que ya ostentaba Brodkey, quizá lo consagrara incluso como un “gran” escritor.

Sin embargo, pasaron años desde el anuncio del Times, y ninguna novela apareció. La reputación del escritor pasó a mezclarse inevitablemente con sus “problemas” de publicación. “Brodkey se ha convertido en una pequeña estafa —escribió James Wolcott en Vanity Fair—. El halo de santidad que circunda la cúpula de su gran cabeza ha comenzado a volverse un poco perfumada”. El crítico del Washington Post, Jonathan Yardley, se preguntaba: “¿Cómo debemos entender que un escritor se vuelva famoso... principalmente por no publicar su obra?”

En esta época, lo que Brodkey lograba o dejaba de lograr se convirtió “en una especie de juego de adivinanzas en los círculos literarios de Manhattan, un flujo de preguntas, rumores y chismorreo, ocasionalmente alimentados por extraordinarios tiros de altura que llegan a la prensa”, observaba David Remnick desde el Washington Post. De todos modos, aunque Brodkey frustrara expectativas, sus nuevos trabajos le proporcionaron galardones y aplausos.

La controversia en torno de la obra de Brodkey se abrió paso incluso hasta medios de circulación masiva como People. En la década del 80 su vida y su obra fueron descriptas en Vanity Fair, The Economist, y New York. Cada nuevo artículo renovaba los detalles de la batalla planteada en torno de la “reputación” de Brodkey, una batalla alimentada por los comentarios desconcertantes, a menudo contradictorios, del propio escritor: “No estoy seguro de no ser un cobarde”, le dijo Brodkey a Remnick. “Si algunas de las personas que hablan conmigo están en lo cierto, es decir, si realmente soy no sólo el mejor escritor vivo de habla inglesa, sino también algo como un equivalente de Wordsworth o Milton, debo decir que ese no es lugar para un judío de Saint Louis que no completó sus estudios y que tuvo dos juegos de padres, uno de ellos juntador de chatarra.”

Finalmente, en 1985, Brodkey publicó su primer libro después de Primer amor y otros pesares, aparecido más de veinticinco años antes, un volumen delgado con tres relatos breves, puesto en el mercado por la Jewish Publication Society of America, y titulado Women and Angels. Los cuentos seleccionados para el libro eran “Ceil”, acerca de la madre biológica de Brodkey; “Lila”, sobre su madre adoptiva; y “Angel”, cuyo tema es una aparición sobrenatural ocurrida en Harvard. El libro no recibió muchos comentarios de la prensa pero Leon Wieseltier del New Republic se tomó el tiempo para explicar que los primeros dos relatos definían a Brodkey como “un hombre desagradable, inmensamente vivo”. En la New York Review of Books, D.J. Enright ponderó “Angel” pero dijo que los otros cuentos eran “más aburridos que malos” y que “proporcionaban escasa evidencia... de un talento específicamente novelístico”.

Incentivado por lo que consideró inusuales agresiones personales, Brodkey garrapateó una respuesta de diez mil palabras y la envió al NYRB (de las cuales menos de la mitad fueron publicadas). En dicha respuesta alegaba que una cita tergiversaba su texto y que se lo había difamado. “Que yo sepa, nunca en décadas —escribió Brodkey en referencia al uso peyorativo que Enright hacía del concepto de “hombre desagradable” de Wieseltier— un comentario de este tipo fue usado para referirse a un escritor vivo”.

Esas pulseadas públicas se volverían cosa de todos los días mientras Brodkey seguía intentando abrirse paso en el reino de los escritores consagrados. Rara vez cabía dudar de a quién iban dirigidos los ataques a sus obras, y sus comentarios tendían a estimular la controversia: “He sido tan maltratado, se me negaron premios, se me empujó a un rincón”, afirmó en curiosa protesta, considerando que vivía de una reputación obtenida a través de algunas docenas de cuentos breves. En otra ocasión su protesta fue: “A mí me odian. Cualquiera que yo no aprecie especialmente tenderá a apartarse de mí en defensa propia a causa de quien soy.” Y luego: “En un cierto sentido yo soy el establishment literario”.

Brodkey publicó su primera novela cuando estaba en el umbral de los sesenta años. Considerando las expectativas del mundo literario, no podría haber sido una desilusión. Sin embargo, El alma fugitiva —la historia de Wiley Silenowicz cuando está por alcanzar la mayoría de edad, una vez más en el mediooeste norteamericano —sólo confirma, a lo largo de unas novecientas páginas, que la prosa de Brodkey no se adecua a la ficción extensa. Esencialmente carente de argumento, el libro es un palimpsesto de viñetas con insuficiente tejido conectivo. Mientras estos bocetos están temáticamente relacionados (por ejemplo, pasamos de cómo la hermana de Wiley busca novio en 1934 a Brodkey en una relación sexual con Ora en 1956), no hay progresión temática, sólo el refraseo persistente de ciertas ideas y conceptos. Robert Adams, del New York Review of Books, definió la novela como “un revoltijo de escritos balcanizados” sin ninguna “coherencia sinfónica”.

Al igual que en cuentos cortos que Brodkey escribió posteriormente, el único conflicto en El alma fugitiva es el de los procesos de pensamiento de Wiley y el lenguaje que Brodkey utiliza para describirlos. Comienza la novela retrocediendo más de lo que nunca lo había hecho, hasta “los fantásticos altibajos de cobrar vida”: “Me dieron palmadas y me apremiaron en el aplauso privado del nacimiento”, dice Wiley. “Creo recordar esto. Bueno, de cualquier modo lo imagino —el acuario de contorno rosado-lechoso-grisáceo (y salado), del bebé ciego, el acuario tumbado, el escándalo de la mujer-establo... creo que recuerdo la verdadera respiración recostada en mi interior, y de pronto su salto al exterior como un aullido: esa especie de comienzo que nada puede cancelar.”

Yuxtapuesto con el nacimiento físico del niño está el de su intelecto: “El otro nacimiento —el de una mente con la forma de una persona—todo esos rumores y balbuceos en el cráneo—una mente a punto de comenzar, una mente que con tal vehemencia desea conocer la verdad que hace un esfuerzo y toma la forma de un chico— y se encarna”. Los dos nacimientos anuncian al narrador de la historia, en realidad el narrador de todas las historias de Brodkey: un cuerpo y una mente capaces de actuar y de equivocarse.

Los críticos de Brodkey consideraron que la novela era autocomplaciente, narcisística y manipuladora —conceptos que en varios casos hicieron extensivos a la totalidad de su producción—. Hilton Kramer, en una reacción excesiva pero característica, afirmó que era “deplorable” contemplar a un “adulto empantanado durante casi tres décadas en la estéril tarea de escribir y reescribir, de corregir y ampliar y extender y volver a corregir”, y durante todo ese tiempo “apenas percibir que el mundo atravesaba situaciones peligrosas y trastornos mucho más apremiantes e interesantes que los suyos”.

Como parte de la controversia en torno del diagnóstico de sida del que le informaron a mediados de la década del 90, Brodkey de inmediato comenzó a escribir sobre la experiencia para el New Yorker. La mayoría de esos artículos se publicaron cuando Brodkey se estaba muriendo. Pocos escritores han muerto tan pública e impávidamente.

Por primera vez reflexionó acerca del abuso sexual que había ensombrecido tanto sus escritos sobre “S.L.”, y dijo que había “experimentado con la homosexualidad” para abrirles paso a los recuerdos de lo ocurrido (el tipo de afirmación que enfurecía a sus conocidos gays, que acusaban a Brodkey de restarles importancia a sus tendencias homosexuales).

Pero Brodkey reflexionaba especialmente sobre el hecho de su muerte, y lo hacía con la misma intensidad microscópica con que se había ocupado de su vida. Morir de sida era un hecho al que se acercaba no políticamente sino como una experiencia sensorial e intelectual. Como en sus mejores relatos breves, la memoria gira en círculos en torno del tema principal a través de anécdotas y recuerdos del pasado, filosofando con ironía y algo de comedia morbosa, hasta que repentinamente se desploma y cae en la ciénaga humillante que representa tener que morirse realmente: “Algunas veces todavía puedo dormir y olvidarlo, el miedo. Los sueños son delicados ahora, aun cuando me asaltan para robarme y me tiran al suelo, aun cuando estoy hundiendo la llave del auto en tierra que retrocede. Pero a veces por la tarde me despierto de una siesta con la horrible sensación de que todo se termina y que nunca tuvo mucha importancia; nunca estuve vivo. La valiosa dulzura y los esfuerzos del trabajo están infectados con el hecho de la muerte: ya no parecen tan maravillosos, pero son lo único que tuve. Y entonces quiero que me consuelen. Necesito mis viejas, inocentes formas de silencio, y comedia-y-cobardía. Quiero aire en los pulmones y cuentos y el mundo.”

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