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Domingo, 6 de julio de 2014

Fragmentos de La hermana menor, Un retrato de Silvina Ocampo

 Por Mariana Enriquez

ELLA ERA MUY ORIGINAL

Lo primero que hace alguien que haya conocido a Silvina Ocampo, en forma profunda o superficial, no importa, es imitar su voz. De cabra, quebrada, la describen algunos; temblorosa o con ecos, dicen otros; gangosa, más apta para el francés que para el castellano. Hay una verdadera competencia por quién hace la mejor Silvina. “Edgardo Cozarinsky cree que a él le sale muy bien –dice Francis Korn–, pero Silvina hablaba como yo.” Entonces abre la boca y sale un sonido indefinible, entre tartamudeo y balido, de volumen bajo y tono irónico y quejumbroso, una voz rarísima, casi escalofriante en su mediumnidad.

Lo segundo que hace alguien que haya conocido a Silvina Ocampo es contar su Anécdota Silvina. Todos tienen una. Todos se ríen como locos después de contarla. “Ella era muy original”, solía decir Bioy Casares, tratando de ser caballeroso, elegante, tratando de no decir que su esposa era excéntrica. Desopilante, impredecible, graciosa, perversa: todos los adjetivos de la sorpresa perpetua. Decía Juanjo Hernández en una entrevista con Leila Guerriero: “Era... insólita. Se levantaba muy temprano, y una mañana, seis y media, me llama por teléfono y me dice: ‘¿Te desperté?’. Claro que me había despertado. ‘No, le dije, no me despertaste.’ ‘¿Estás solo?’ ‘Sí, estoy solo.’ ‘¿Seguro?’ ‘Sí.’ Silencio. Me dice: ‘Ay, oigo como una respiración de león al lado tuyo’. ‘Ah, claro, le digo, lo que pasa es que hay dos camitas y una persona se quedó a dormir y ronca un poco.’ Silencio. ‘¿Yo conozco a esa persona?’ ‘No, no la conocés.’ ‘¿Qué sexo tiene?’, me pregunta. Y le contesto: ‘Silvina, ¿cómo suponés que a una persona que se queda a dormir en mi casa le voy a preguntar el sexo? Es una descortesía’. Y escucho un aullido de placer ante esa respuesta”.


ES QUE ES ÑATITA

De vuelta de un viaje a Europa, en 1954, los Bioy se mudaron al departamento en el que vivieron hasta la muerte, durante 45 años, en la calle Posadas 1650, también en Recoleta, pero en un rincón mucho más tranquilo, mucho más elegante. Todas las descripciones del enorme departamento de Posadas son hiperbólicas: todos los que lo visitaron, y fueron muchos, recuerdan lo extraordinario que era, aun hacia el final, cuando estaba descuidado, lleno de manchas de humedad y cucarachas, con habitaciones clausuradas. Una vez más, el edificio entero le pertenecía a la familia Ocampo. Fue construido en 1932 por el famoso arquitecto Alejandro Bustillo, a pedido de Manuel Ocampo, que quería un piso para cada hija. El primer piso, con un patio que, en desnivel, llega hasta la planta baja, era de Victoria; el segundo de Angélica, el tercero de Rosa, el cuarto de Francisca y el quinto y sexto de Silvina, que de alguna manera había heredado el que le habría correspondido a Clara, su hermana muerta. Entre baños, cuartos y salas, el departamento de Silvina y Bioy tenía 22 habitaciones, un gran jardín, 50 metros de terraza y, en el sexto piso, el atelier. Silvina y Bioy tenían cada uno su propio cuarto –nunca durmieron juntos– y su propio estudio. Ella pasaba horas en el sillón del living, hablando por teléfono: le encantaba hablar por teléfono, sobre todo después de comer. Y, cuando se mudaron, ya no estaban solos.

En 1954, durante ese viaje, habían adoptado a Marta, la única hija de los Bioy. No fue una adopción común. Silvina no podía tener hijos. No está claro si los deseaba, pero aparentemente Bioy quería ser padre. Por entonces, una de sus amantes, llamada María Teresa, aceptó ser la mamá de su hija y entregarla en adopción. La niña nació en Estados Unidos, pero los trámites de adopción se hicieron en Francia. Allá fueron a buscarla los Bioy: la bebé de tres meses y su madre estaban en Pau, sur de Francia, capital de los Pirineos Atlánticos, Aquitania. Escribe la novelista Alicia Dujovne Ortiz, recreando los recuerdos de un amigo en común con los Bioy, Pepe Fernández, en un artículo para La Nación: “Se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: ‘Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?’. ‘No –le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada–; es que es ñatita’”. En septiembre de 1954, Silvina le escribe a su hermana Angélica, desde Francia: “No encontramos niñera... Hace un siglo que no lavo mi ropa y muchos días que no me baño porque no hay tiempo –y hay un solo baño–. Estoy horrible y temo que mi organismo se haya acostumbrado. Tengo el pelo color ratón y áspero, la cara medio colorada, las manos paspadas, todo perfeccionado por mi fealdad habitual. El apuro en que vivo me enloquece. No tengo ni un minuto para dedicarme a la contemplación de nada ni de nadie. Es horrible”.


SABER QUE UNO HA CONMOVIDO A ALGUIEN

Todo eso significa que se la tenía en cuenta: se la leía, y era reseñada por las firmas más prestigiosas del país. Entre 1974 y 1991 publicaron selecciones de cuentos y poesía de Silvina Ocampo autores y críticos como Borges, Italo Calvino, Enrique Pezzoni, Edgardo Cozarinsky, Pepe Bianco, Matilde Sánchez, Noemí Ulla. Escribieron extraordinarios textos sobre su obra Alejandra Pizarnik, Enrique Pezzoni, Edgardo Cozarinsky, Sylvia Molloy. ¿Por qué el mito de la indiferencia, entonces? Quizá porque la obra de Silvina Ocampo coincidió en el tiempo con la publicación del trabajo de las más exitosas novelistas argentinas, muy populares y best-sellers todas ellas: Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch. Estas escritoras, que no terminan de ser rescatadas por la crítica, a diferencia del lugar de enorme privilegio académico con el que cuenta hoy Silvina Ocampo, vendían decenas de miles de ejemplares. Silvina Ocampo, no: su literatura llegaba a un campo más pequeño de lectores. Con los años, quizás injustamente, aquellas escritoras languidecen en mesas de saldo, mientras Ocampo cuenta con lujosas reediciones. Los motivos de estos vaivenes son muchos y complejos. Se sabe, sí, que a Silvina Ocampo le hubiera gustado que su obra fuese más popular. En cartas a su amigo Manuel Mujica Lainez, el autor de clásicos argentinos como Misteriosa Buenos Aires y Bomarzo, le escribe el 12 de diciembre de 1973: “No sé si te conté del éxito de mi libro en Italia, éxito de crítica y de lectores: hasta el mismo EinaUdi me escribió una carta para anunciármelo. Pero ese éxito es como una pompa de jabón cuyo brillo no llega hasta aquí. ¿Por qué tengo tan poco éxito en mi país? ¿No es injusto? Vos darás una explicación”. Y el mismo mes, sin vergüenza alguna, le dice que quiere ser exitosa: “Te confieso que no me desagradaría ser vendida en los quioscos como lo fui en Italia. Por ejemplo me encantaría que un perro me lea de vez en cuando y moviera la cola como cuando devora algo que le gusta. ¿Qué es el éxito? Saber que uno ha conmovido a alguien. Es claro que cuando te conmuevo a vos, siento que es ya la gloria, algo muy importante que influirá sobre la historia de la literatura, ¡aunque todo lo póstumo me harte!”.

En estas cartas, Silvina Ocampo no se lamenta de su falta de reconocimiento crítico: se lamenta de no tener éxito. En una época en que existían verdaderos bestsellers argentinos, es una queja comprensible. Aunque también es cierto que Silvina no estaba dispuesta a hacer lo necesario para ser realmente “famosa”. No iba a presentaciones ni a la radio (aunque alguna vez grabó, para que fuera emitido en un programa, alguno de sus poemas, pero se trata de una excepción), ni a la televisión, ni daba conferencias. No le gustaba salir. Si tenía que ir a un evento público por obligación, se quedaba aparte, callada. “No soy sociable, soy íntima”, decía. A lo mejor esperaba que su vida como reclusa causara curiosidad y, como suele suceder con las personalidades misteriosas, aumentara su fama. Pero no es posible saberlo. Y aunque era complicado entrevistarla –a veces se hacía negar, no le gustaba el grabador, quería corregir las entrevistas o hacerlas sólo por escrito–, recibió a muchos más periodistas que los que su fama de reclusa admite, y posó para fotógrafos también mucho más de lo que su fobia a la imagen supone. Pero era decididamente la menos mediática de los escritores de su generación.

Diez años después de aquella carta a Mujica Lainez, Bioy Casares anota en su Borges, cierta molestia de Silvina por no estar traducida. El 15 de enero de 1982 escribe: “A Silvina, a quien estuvo ayudando últimamente a corregir las traducciones de Jason Weiss, al inglés, de sus cuentos, Borges le dice severamente: ‘No sé por qué te interesa tanto que tus libros se traduzcan’. Tal vez tenga razón, pero es un poco cruel decir eso a Silvina. Ningún libro de Silvina fue traducido al inglés. Sobre todo, no parece bien recomendarle este tipo de discretismo cuando los libros de uno fueron traducidos a todas las lenguas y cuando uno viaja de una universidad a otra para que lo doctoren honoris causa”.


UN IMPERMEABLE SUCIO Y GASTADO

Silvina se escondía, a veces bien, a veces torpemente, de las visitas. Dice la leyenda que durante años grabó secretamente las conversaciones de sus visitantes con algún grabador oculto en el departamento de Posadas. Se hacía negar con frecuencia y no era nada discreta. Recuerda Sylvia Molloy en su artículo “Para estar en el mundo” (2009): “Poco antes de publicar mi primera novela, tuve una conversación con Silvina. La llamé en cuanto llegué a Buenos Aires, como de costumbre, y me invitó a tomar el té a su casa al día siguiente. Cuando toqué el timbre la mucama que me atendió me miró extrañada. Era claro que no se me esperaba y que Silvina se había olvidado. La mucama me hizo esperar en el vestíbulo y desapareció en la cocina. Desde allí me llegaron fragmentos de una conversación agitada, en la que reconocí la voz de Silvina: ‘Vos entrá dentro de diez minutos y decí que me busca una persona’. Planeaban la estrategia para deshacerse de mí. Luego cesó la conversación y entró Silvina, distraída. Al verme le cambió la cara. ‘Ah, pero eras vos’, me dijo, casi con un tono de reproche, como si yo tuviera la culpa de la mistificación que acababa de tramar. Y luego, en dirección a la cocina: ‘Está bien, no hay que hacer nada’”.

También citaba a sus amigos y cuando llegaba el momento del encuentro desistía, se asustaba, se arrepentía. O bien organizaba encuentros fuera de su casa, en sus paseos fetiche. Cuenta Edgardo Cozarinsky: “Superadas las primeras invitaciones a comer en la calle Posadas, empezamos a encontrarnos en otros lugares, generalmente inesperados para mí, y que suscitaban en ella no sé qué asociaciones: por ejemplo, el Rosedal de Palermo. Allí llegué una tarde de primavera a eso de las 6 y la vi charlando animadamente con un hombre enfundado en un impermeable sucio y gastado. Vacilé en acercarme, pero al verme ella me saludó con una sonrisa y me llamó con un gesto. Me presentó como un joven escritor; el hombre, que no tardó en retirarse, fue presentado como ‘el exhibicionista del Rosedal’. Una vez solos, Silvina me explicó que él le tenía miedo: ‘La primera vez que se abrió el impermeable le pedí que esperara un momento y me puse los anteojos’”.

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