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Domingo, 15 de febrero de 2004

Triste Le Ville, por Abelardo Castillo

Yo amaba apasionadamente las grandes estaciones de ferrocarril. Sé que suena extraño, pero las amaba pese a lo que tienen de brutal, de sucio, ruidoso y detestable. Los trenes, partiendo y llegando con su ruido a catástrofe y su fiesta violenta, comunicaban a mi cuerpo una alegría casi erótica, de aventura. Recordaba al verlos (o imaginaba) lejanos y mesteriosos pueblos, apenas presentidos desde la ventanilla empañada, en la noche de un viaje o durante los pocos minutos en que un expreso se detiene en sus estaciones melancólicas. Hay todavía en mi memoria algún montecito sombrío, visto al pasar, al que pensé volver algún día. O un arroyo bajo un puente, o un cerro azul. Jamás habría podido vivir en esos lugares, lo sé, porque la soledad (soledad de la mesa en que escribo estas palabras en un desierto bar de pesadilla, error quizá de un demonio subalterno, o castigo de una culpa que desconozco), la soledad y la naturaleza me aterran. Verlos desde un tren o imaginarse en ellos de paso, ése era el juego. Y era inocente.
(...)
Estaba ahí, sobre el piso del andén. Algo, la misma fuerza que me mandó reparar en él entre tantos otros de su misma especie, me impulsó a recogerlo. O quizá fue pura casualidad. El caso es que lo levanté y comprobé que estaba intacto. En el anverso, estampado en letras negras sobre fondo amarillo, leí: A TRISTE LE VILLE, y más abajo: IDA SOLAMENTE. Nunca había oído nombrar aquel pueblo, que ahora es éste. El precio, que pudo haberme servido para calcular su ubicación aproximada, estaba borrado por una pequeña mancha. O bien, debajo de la mancha no había nada y, simplemente, no tenía precio. La fecha impresa era la de ese día. A lápiz, en el reverso, alguien había anotado: Andén 14, 15.32 horas. El reloj eléctrico del andén marcaba las 15.30. Miré el número de la plataforma: era, claro está, el 14. El tren estaba a punto de partir. Tres o cuatro personas caminaban hacia la salida. El dueño del pasaje no se veía por ninguna parte. Y entonces se me ocurrió ocupar su lugar.
Desde mi niñez he sido amante de lo imprevisto. Me sedujo la aventura de un viaje a cualquier parte y no lo pensé más.

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