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Domingo, 19 de enero de 2014

FAN › UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: SEBASTIáN CARRERAS Y “I CAN SEE IT (BUT I CAN’T FEEL IT)”, DE MY BLOODY VALENTINE

15 AÑOS, BUENOS AIRES, 1988

 Por Sebastián Carreras

Voy a contar acerca de esta canción, cómo llegué a ella, o al revés. Primero que nada es una canción hermosa, pero como sucede con las cosas que realmente me gustan, es incómoda, no le queda bien al baile de casamiento de nadie, no va a sonar nunca en un taxi. En 1988 no había Internet ni teléfonos celulares. Argentina, como siempre, era un país imposible; si querías escuchar música o leer libros de verdad tenías que revolver mucho o tener los amigos indicados. Y a los 15 años tenés pocas cosas, pero mucho menos amigos indicados. Así que iba llegando al arte como forma de cambiarme la vida que no quería tener, por referencias. Por ejemplo, leí que Nico, la cantante de Velvet Underground, había actuado en La Dolce Vita, entonces sabía que tenía que ver Fellini, pero claro, para eso había que esperar algún ciclo en la sala Lugones del teatro San Martín. Bueno, todo era un poco así, pero con paciencia en un año conseguías unas cinco cosas importantes por las que vivir: un libro, una película, una canción o un disco.

Ya en esa época escuchaba el grupo que me hizo ser quién soy: The Jesus & Mary Chain. Otra cosa que pasaba entonces era que si querías saber qué aspecto tenían los músicos tenías que limitarte a las tapas de discos o ir al Parque Rivadavia a comprar páginas de revistas importadas (yo hacía eso para forrar las carpetas de la escuela, por ejemplo), así que sólo tenía una foto y media de Jesus, pero era suficiente para mostrarle a mi mamá y decirle: “Mamá, ¿me cortás el pelo así?”. Así que andaba con el pelo “así” ¡y una camisa con todos los botones prendidos como en la foto!

Ese año estaba en segundo o tercero de la secundaria, estudiaba en turno vespertino y trabajaba de cadete en el centro a la mañana. Eso me daba grandes posibilidades, como meterme en librerías o babearme en las vidrieras de la calle Talcahuano mirando guitarras imposibles de comprar (¡hiperinflación!). Obvio, también disquerías. Había muy pocas que tuviesen discos importados, justamente por el dólar (¿como ahora, no?). Bueno, uno de esos días entré en Zivals y tenían una batea con discos importados de Brasil. Revolviendo ahí veo la tapa, el nombre del grupo, los títulos de la canciones, ¡todo era perfecto! Así que sin escucharlo lo compré. El tema era que yo no tenía tocadiscos, entonces se lo di a un compañero de trabajo para que me lo grabara en casete. Tardó como una semana en hacerlo. Al final me lo trajo. “¿Y, qué tal?”, le pregunté. “No sé, ni idea, empezó bien, con un rulo de batería, pero después estaba todo desafinado con un ruido horrible, así que cerré la puerta del cuarto, lo dejé grabando y me fui a ver la tele”, dijo. ¡Esa descripción sí que me interesó! En fin, llegué a casa, puse el casete, agarré la tapa del disco y me hundí en la foto y el sonido. Y no pude creer ser testigo de la variable tiempo y espacio, sentirme en el centro del universo, estar donde había que estar, ¡escuchando My Bloody Valentine en 1988! Tener 15 años y que nadie me lo haya contado, nadie.

My Bloody Valentine es un grupo que tomó como influencia principal el ruido blanco de guitarras desarrollado esencialmente por Jesus & Mary Chain y el sonido oceánico de Cocteau Twins. Abrió la década de los ’90 plagada de esa intención de inconformismo escapista, cuyo resultado es una música tensa que elige sonar a través de melodías emotivas y simples con las voces susurrando palabras entre mares de distorsión de guitarras. El disco hallado se llama Isn’t Anything, y de todas las canciones elijo ésta, ya que oírla me trae toda aquella memoria. Es una canción de esas que no es leitmotiv de banda, sino quizá un “hit secreto” en la vida de las personas, ese que, creo, casi todos tenemos. Es la canción que cierra el disco y nunca, nunca va a sonar en un taxi ni en un casamiento, salvo quizá si me caso.

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