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Domingo, 22 de junio de 2014

FAN › UN ESCRITOR ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: FRANCO VACCARINI Y SEXTO SENTIDO, DE M. NIGHT SHYAMALAN

VOLVER AL MIEDO

 Por Franco Vaccarini

Algún día a fines del siglo XX vi Sexto sentido, en una de las salas del Abasto, después de un suceso que hoy es anécdota, y entonces lo viví como una hecatombe. Mis hijas y su madre se habían marchado a casa de los abuelos, en Lincoln, porque estábamos remodelando parte de la casa y el caos comandado por un arquitecto chiflado era aterrador. Además de tomar mi hogar por un par de semanas, me tomaron una botella de buen whisky, mientras yo trabajaba en la oficina. Un día llegué más temprano y encontré al personal demasiado alegre, entre montañas de escombros. El panorama no podía ser más desolador, así que después de mi descargo me regalé una entrada al cine, solo. Mala idea.

Varios amigos me habían hablado de esta película, protagonizada por Bruce Willis, un pelado que siempre me cayó simpático, porque hacía de duro, pero con matices. Ya en el cine, me dejé llevar, disfruté, me asusté y me asombré con el final, como casi todos, salvo los listillos de siempre, que presumen de haberse dado cuenta a priori.

Yo no. Entré como un camión con acoplado. Casi me caigo del asiento cuando el personaje de Olivia Williams (la esposa de Bruce en la ficción) se queda dormida en el sillón, mirando el video de la boda una y otra vez. Le dice a su esposo, entre sueños: “¿Por qué me dejaste?” y él, más bien desconcertado, le responde que no la dejó. Entonces cae un anillo de matrimonio al suelo, que la esposa sostenía entre sus dedos. La cámara lo enfoca hasta que se detiene, después de girar como una moneda, y enseguida muestra el índice sin anillo de Bruce. Un surtido de flashbacks confirman lo que el personaje y el espectador descubren a la vez... ¡el tipo estaba muerto, casi toda la peli estuvo muerto! Me habían engañado, y qué bien lo habían hecho. Y qué lindo es que te mientan así. Hasta ahí, todo bien. Pero había que volver y en casa los sillones estaban cubiertos con mantas, por el polvo de la obra, dándole al living un aspecto sospechoso. Me había desacostumbrado a dormir solo y apenas si me acompañaba el gato, que nunca fue demasiado afectuoso y menos de noche, cuando hacía sus incursiones por los techos y las terrazas vecinas.

Me desvelé imaginando gente muerta caminando por la casa y poco me faltó para susurrar en medio de la oscuridad “Ya no quiero tener miedo”, como el adorable Cole, el niño compuesto por Haley Joel Osment. No me dormí hasta pasadas las cuatro de la mañana, y no tuve sueños tranquilos.

La película inició una costumbre para mí: ver cada estreno de Shyamalan, el director. Todavía es un tipo joven, nacido en 1970, pero ya parece haber pasado por un par de vidas. Con El protegido, también protagonizada por Bruce Willis, hubo algunas tímidas voces de alerta. De ahí en adelante la crítica, por aplastante mayoría, se empeña en llenarle la cara de dedos cada vez que estrena una película. A mí, sin embargo, me gustan sus atmósferas de suspenso, sus planos, sus diálogos. Todos lo acusan de haber desperdiciado el enorme crédito abierto luego de Sexto sentido, pero yo creo que La Aldea es un peliculón, que El protegido y Señales no están nada mal, y que El fin de los tiempos es una buena película menor, bien llevada. A esta última le debo el prodigio de que me inquietara tan poca cosa como un soplo de viento agitando el pasto o las copas de los árboles. Estoy seguro de que algún día el público y la crítica se reconciliarán con él y de que no solo hará películas buenas con alguno que otro fiasco (La dama del agua me resultó poco verosímil; aún así, si la pasan en el cable me planto a mirarla), para regalarnos otra historia inolvidable. Admirador de Hichtcock y de Steven Spielberg, Shyamalan, de origen indio, pero criado en Estados Unidos, se reserva un pequeño papel en cada una de sus películas. Pero a mí eso me importa poco y nada, no espero de él una obra maestra, solamente enigmas, suspenso y algún sobresalto que me ayuden a olvidar un mal día a riesgo de pasar una mala noche. Con eso daré por bien pagada mi fidelidad.

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