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Domingo, 22 de junio de 2014

MÚSICA INCÓMODA

ENTREVISTA Fue integrante de Pescado Rabioso y La Máquina de Hacer Pájaros –ese riff inconfundible de “Post Crucifixion” es suyo–, pero es mejor describir a Carlos Cutaia como un músico formado estética y filosóficamente en los ’60, cuando era normal circular entre el tango, el Di Tella, Stockhausen, el rock que se tocaba en Excursionistas y los Beatles. Famoso por su Hammond y su extraordinariamente variada carrera, ahora acaba de editar un disco junto a Daniel Melero con canciones que escribió en un Ipad: moderno como siempre, tan cómodo en la vanguardia como en lo popular.

 Por Mariano del Mazo

“La última vez que me tumbé para hablar con un desconocido fue durante la Bed-In con Yoko. Una semana en cama por la paz. La gente pensaba que nos verían hacer el amor, pero sólo queríamos hablar. Eso fue en... bueno, no soy muy de fiar para las fechas. Digamos en 1968.” Así comienza Lennon, la biografía novelada del francés David Foenkinos que por estos días tiene atrapado de las solapas a Carlos Cutaia. Durante meses transportó el libro por todos lados para leerlo donde fuera, de manera intermitente, como quien bebe tragos de una petaca. Y entonces habla de Lennon, dice que él viene de ahí y parafrasea a Foenkinos cuando se le pregunta cuándo se sintió músico en serio: “Digamos en 1968”.

Sería injusto congelar a Cutaia en el mármol del rock argentino como engranaje fundamental de las experiencias más radicales de Luis Alberto Spinetta y Charly García. Es cierto que como tecladista de Pescado Rabioso y de La Máquina de Hacer Pájaros mejoró con estilo y técnica las respectivas cancionísticas que, como pocas –en su combinación de vuelo poético y opresión, de mística y virtuosismo–, marcaron los años ’70. Pero en Cutaia son fragmentos de un currículum artístico extraordinario en su promiscuidad. Su matriz habrá que rastrearla antes en el Instituto Di Tella (“digamos en 1968”) o en los primeros ’50, en el corazón de las cuerdas de la sofisticada orquesta de Osvaldo Fresedo; y el núcleo de su obra habrá que relacionarlo con una palabra demasiado bastardeada como es la palabra vanguardia.

Ahora acaba de editar un disco con Daniel Melero –que presentó el 12 de junio en la Biblioteca Nacional–, a treinta años de la grabación de su primer palote moderno, el legendario Orquesta, también en colaboración con ese músico que mal que pese sigue siendo un emblema de la modernidad. El de Orquesta, de 1985, fue un gesto experimental en tiempos de poptimismo radical. Este nuevo disco no desentona con aquel espíritu. Pero según pasan los años, Cutaia prefiere ir más atrás. “Mi cabeza musical viene de mi viejo, que también se llamaba Carlos. Fue violinista de Fresedo; antes había tocado en la orquesta de Juan Sánchez Gorio. El me abrió la cabeza. Me marcó con su acción. Estaba todo el día en casa tocando el violín y cuando cumplí cinco años me compró un piano. Me dijo: ‘Aprendé, es una herramienta más. Con el piano nunca te vas a morir de hambre’. Claro, él vivió el apogeo del tango, cuando el trabajo sobraba. Estudié en el Conservatorio Vicente Scaramuzza y después armonía y composición con Teodoro Fuchs.”

De muy chico, Cutaia iba a la boîte que tenía Fresedo, Rendez Vous, en la calle Maipú, donde una madrugada llegó a tanguear el trompetista Dizzy Gillespie. También se acercaba al Club Excursionistas, donde los sábados había práctica de rock and roll. “Eramos del Bajo Belgrano, mi casa quedaba a una cuadra del colegio del Flaco Spinetta, el San Román. Yo andaba por Juramento y Migueletes, esa zona. Más hacia el Bajo, pasando Miñones, era medio peligroso: pululaba gente de avería. En Excursionistas escuchaba rock and roll; en otro salón del club se bailaba tango. Cuando soplaba viento del río, el tango se mezclaba con el rock. Me acuerdo una vez que se metió “Bahía Blanca”, por la orquesta de Carlos Di Sarli. Fue algo metafísico. Era sentir la pampa... Era Martínez Estrada. Por ese tiempo yo descubrí a Stockhausen: me volví loco con ‘El canto de los adolescentes’. Enseguida después choqué con Schoenberg y empecé a escucharlo y a leerlo. Me convertí en discípulo autodidacta. Todo ese puchero musical estalló en mi cabecita de barrio.”

Cuesta entender cómo llegaste al rock...

–Eran los años ’60, y en los años ’60 había una idea de que había que salir del laboratorio, de que había que ganar la calle e intentar lo popular. Y yo lo hice. Los Beatles me dieron ese permiso. Como tantos, seguí la dirección que fue de “Love me do” a “Sueño No 9” o a “Un día en la vida”. Sentí que los mundos que yo conocía –el Little Richard de Excursionistas y el Schoenberg de los discos y los libros– armonizaban.

¿Cómo te llevaste con la época en lo político?

–Mirá, en aquel tiempo si no eras contestatario muy probablemente eras un gil. Yo no adscribía a la política ni a la violencia. Tengo demasiados amigos muertos. Me pegaba más el hippismo, que quería cortar con el consumo, que te decía que tenías que hacer tu propia ropa, que proponía salir del sistema capitalista pero de otra manera. Yo creía en John Lennon. Y en mis amigos. Lo escuchaba a Luis (Spinetta) y le creía. No queríamos tomar el poder como los que estaban con las armas, queríamos cambiarnos a nosotros.

Cutaia fue una esponja voraz de su tiempo y percibió que pese al consejo de su padre necesitaba otras herramientas además del piano. Se inscribió en la Facultad de Arquitectura y duró poco. Pasó por Filosofía y Letras y duró un poco más. Empezó a parar en el Bar Moderno, en Maipú y Paraguay. “Ahí estaban todos los del Di Tella. Los de vanguardia se sentaban en las mesas de adelante, los existencialistas en las de atrás. Venía Javier Martínez, estaba Alfredo Arias, Marta Minujin.” Se relacionó con cada uno y con todos, y se puso a producir. No paró de tocar. Fue un proto-Manal cuando tocó el clave en un fugaz trío experimental con Alejandro Medina y Claudio Gabis. Se trenzaba en febriles zapadas de free jazz con Javier Martínez de órgano y batería. Formó el trío Huevo con Miguel Abuelo y Pomo. “Años muy intensos. Estábamos todos en llamas. Lo primero que hice en el Di Tella fue Ostinato, una ópera satánica sin texto, con Rubén De León. Con él también hice El señor Frankenstein. Con Mario Trejo hice Libertad y otras intoxicaciones y con Alfredo Arias, Futura. En fin, viajé, giré. Con Arias, con Marilú Marini y con Roberto Plate estuvimos en Venezuela y después en Nueva York. Me copé mucho con The Living Theatre, que era una compañía yanqui que proponía un tipo de teatro que incluía vivir en comunidad.” Al regreso, joven, proteico y con el mundo para devorarse de un bocado, alquiló una pieza (Carlos Cutaia dice “un bulín”) en Colegiales cerca de una casona que tenían Julio Llinás y Marta Peluffo. “La llamaban La Casa de las Brujas, quedaba en Federico Lacroze y Villanueva. Ahí un día me encontré a Oscar Masotta hablando de Lacan. Era como una conferencia. Me partió el marote. Un flash.”

Otro flash fue el día que lo llamó por teléfono Luis Alberto Spinetta para que se sumara a Pescado Rabioso. Cutaia venía de dirigir la música de la ópera rock Hair –la visión lavada del hippismo que rastrilló para su elenco a los freaks de Buenos Aires que necesitaban plata para comer: Miguel Abuelo, Horacio Fontova, Rubén Rada y hasta una hipona escultural llamada Valeria Lynch...– y quería un cambio. El rock and roll de Excursionistas vibraba en su teclado. “Es que el rock a mí me mata. Hay un error en pensar en que hay músicas altas y bajas. Bill Evans es mi dios, pero Little Richard, Gene Vincent, Elvis, eran tipos impresionantes. Yo no hacía, ni hago ahora, diferencias entre Miles Davis y los que tocan con un tono. La música tiene que tener sexo y corazón: eso lo tuvo el rock de los ’50, y después el punk. Sexo y corazón. Igual lo de Pescado fue otra cosa. Era música buenísima. Estábamos todos muy copados con Led Zeppelin. Yo compuse ‘Post Crucifixion’, que es una escala pentatónica sencilla, que tiene algo de Zeppelin, y te puedo decir que me salió del cuore, no del conservatorio.”

En el documental de Lidia Milani Pescado Rabioso, una utopía incurable –que se dio en el último Bafici y en el Encuentro de la Palabra de Tecnópolis– Black Amaya detalla el proceso de composición de “Post Crucifixion” y cuenta cómo Spinetta quedó rendido ante la potencia de ese riff. La película de Milani –a la sazón, mujer de Cutaia– narra el regreso del grupo para el memorable concierto de Las Bandas Eternas en el estadio de Vélez. “Fue un momento inolvidable para mí –dice ahora–. Luis me llamó después de siglos para rearmar el grupo, y me pareció tan natural... Le dije que sí, que claro, que cómo no... ¡Pescado Rabioso! Con generosidad me tiró: ‘Pedí lo que quieras, Carlos’.”

¿Y qué le pediste?

–Un Hammond en casa. No quería tocar en un teclado moderno. Quería un Hammond. Así fue: escuché los discos de Pescado, me encerré en casa una semana y las canciones empezaron a salir solas. Es rarísima la memoria emocional... Mis manos se deslizaban independientes por las teclas, como si nunca hubiera dejado de tocar esos temas.

¿Qué te parece hoy Pescado?

–Una música incómoda, tremenda, visceral. Estábamos a mil, pero Luis más: asombraba su capacidad de laburo. El estaba encendido, había vuelto de Europa y sentía que lo único que habían rescatado de su obra era “Muchacha”. En esos años Luis detestaba “Muchacha”.

Para los cánones de aquellos ’70 –otra de las grandes estupideces de la época– Spinetta y Charly eran “rivales”, representaban universos diferentes. Un equívoco que el tiempo borró. Bajo ese criterio, Cutaia pasó de River a Boca. La Máquina de Hacer Pájaros fue el intento de García de sepultar Sui Generis y disolver su propio ego en un proyecto totalmente grupal. “Para mí Charly es nuestro Satie. Yo tenía mucha conexión con él. Básicamente nos unía el piano. Si en Pescado escuchábamos Zeppelin y Sabbath, en La Máquina moríamos por Weather Report, Chick Corea. Escucho la Máquina hoy y no se puede creer lo que tocábamos. Suena increíble. Y complejísimo. El tema ‘¿Qué se puede hacer salvo ver películas?’ tiene música mía y la parte instrumental está en un, no sé, 19 x 8. Y la agarramos todos... Lo que tocaba Moro, mi Dios.”

Después pasó la vida: mujeres, discos, una pyme de jingles, tango y búsquedas materiales y espirituales, que pide mantener en reserva. Cutaia es locuaz pero discreto, un gentilhombre con ademanes antiguos. Ahora está ensayando en Thelonious, el club de jazz de Salguero y Güemes, bunker familiar: allí tocan y hacen tocar sus hijos músicos Lucas y Ezequiel. En este mismo instante completan la escena Nina Polverino (cantante e hija de la mujer de Carlos), Yul Acri en teclados y programaciones y Daniel Melero, que fuma, bebe, ecualiza y canta. Cutaia padre está al piano y suena “Bruma”, el track 2 del disco Cutaia-Melero, “un milagro de Ultrapop” como definen a coro. Los temas se suceden y son climas sonoros interrumpidos por canciones lánguidas, flotantes, que la voz sugerente y entonada de Polverino tamiza de misterio. La estética es de un pop indie-onírico. El disco iba a ser firmado por Cutaia “con producción artística de Melero”, pero finalmente por voluntad del tecladista quedó repartido en partes iguales. “Me halagó la decisión de Carlos –cuenta Melero–. Lo aprecio desde siempre. Yo era fanático de Pescado. Lo iba a ver y para mí, en ese momento, no era la mejor banda de la Argentina: era la mejor banda del mundo.”

¿Por qué recurriste a Melero?

–La cuestión es que me puse a componer con mi Ipad, y necesitaba su visión. Daniel tiene un mundo musical muy rico. Me resulta muy nutritivo trabajar con él. Desde aquel disco del ’85 que no hicimos nada juntos. Somos el agua y el aceite y tenemos caracteres difíciles, pero intelectualmente estamos conectados.

¿Por qué componés en Ipad?

–Me entusiasmé. Ahora ya está, quiero dedicarme al piano. Pero tuve un período en que sentí que las limitaciones del Ipad me venían bien. No te dan los dedos ni para meter un acorde. El hecho de estar encorsetado a veces, paradójicamente, te libera. ¡Peor Yul Acri, que toca el piano en el celular!

Del Ipad a la Típica. Sobre el final de la charla, vuelve a su padre. Murió en un accidente en la General Paz cuando él tenía 24 años. “Fue un golpe tremendo. Llegamos a tocar algunas cositas juntos. Yo después saqué varios discos de tango, seguramente un homenaje inconsciente a él. El tango es un lenguaje impresionante, que siento cercano y presente en gran parte de mi música. Yo ahora veo a mis hijos haciendo sus cosas, y siento orgullo. Como una cuerda que se extiende, que sigue. Los Cutaia, ¿no?.” Dice, como en La invención de la soledad de Paul Auster. Y remata con otra cita, de Plataforma, de Michel Houellebecq: “Houellebecq es un turro, un ególatra total que escribió que para que el hombre supere su ego tiene que pasar por varias reencarnaciones, y así asumir que no es el centro del universo. Yo creo que la única manera de conectar con el otro es aniquilar el ego. No sé por qué reencarnación voy, pero trato de que lo que hago tenga un sentido colectivo. Me resulta muy grato generar proyectos, estar en la palestra con gente que quiero, torear al futuro todos los días”.

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Imagen: Magalí Polverino
 
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