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Domingo, 10 de octubre de 2004

PáGINA 3

La dama de La Cruz

 Por Marta Dillon

Para quienes nos sorprendimos en los primeros capítulos de Padre Coraje por la sangre derramada de un aborto hecho en casa y con aguja de tejer, y más tarde apenas pudimos cerrar la boca frente a los sombreros de Amanda Jáuregui, quien con la misma soltura entrenó en las artes del sexo a cuanto joven se le pusiera en el camino y dejó morir a un impostor con tal de salvar la vida de su hijo (el propio Coraje, Padre Juan, o Facundo Arana para no iniciados), no podíamos esperar menos del sentido responso de la dama fuerte de La Cruz. Y sin embargo, hubo espacio para la sorpresa. ¿Cuándo, en el culebrón argentino, se organizó un velorio con champagne y música para un personaje central? ¿Cuántas veces hemos visto –con poco alarde, se diría, casi naturalmente– expuestos los pequeños absurdos a que somete a los vivos la ceremonia de los muertos? Ahí estuvieron el martes pasado Mesina, la puta brava del pueblo lacónico de La Cruz, y su discípula, devenida nuera de la finada, preguntándose cómo hacer para maquillar el cadáver y que no parezca una bataclana; incluso aprovechando la ocasión para criticar el propio arreglo, tan subido en colores como para atraer a las abejas. ¿Y esos dos hombres bebiendo de la botella y poniéndole unas gotas de champagne en los labios a la muerta? Es cierto, ya que se acordaron del líquido espumante bien podrían haber conseguido unas copas, pero bueno, un ínfimo detalle en tan saludable despedida que no se privó de la música ni de la fiesta posterior. ¿O acaso los vivos no deberíamos festejar siempre que el turno fue de alguien más?
Que Amanda Jáuregui/Leonor Benedetto fue una mujer distinta para el género folletín no es nada nuevo. Pero en esta ceremonia del final (por suerte antes de que se expanda el rumor de que la actriz mantiene un romance con el gobernador de San Luis que podría haber contaminado el personaje) recupera una tradición que aquí en Argentina inauguraron algunos artistas que, enfermos de sida en su mayoría, dispusieron los detalles de su muerte (porque, claro, sabían que se venía): globos en el velorio de Batato Barea, caireles en el de Omar Schirillo, jazmines y aplausos en el de Liliana Maresca, y la lista sigue y les temo a los olvidos. Al fin y al cabo la muerte es sólo el último paso de la vida y cuando se ha andado a los trancos es esperable un buen salto final que se imprima con fuerza en la memoria, o mejor, un vuelo de pájaro que les quite a los vivos la impostura de la solemnidad que los famosos chistes de velorio desmienten desde el principio de los tiempos.

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