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Domingo, 10 de octubre de 2004

PLáSTICA - LO MEJOR DE LA COLECCIóN JUMEX EN BUENOS AIRES

La exprimidora Jumex

Todo empezó con un empresario que anexó a su fábrica de jugos un galpón donde guardar las obras que compraba. Hoy, en ese lugar ubicado en las afueras de México DF, la colección privada de arte contemporáneo más importante de Latinoamérica es una guía azul de quién es quién en el circuito internacional. Los que la visitaron dicen que en días de cocktails el lugar parece un set de filmación donde, por entre decorados, se pasean James Bonds de decadencia fellinesca aferrados a sus tequilas. Obreros, millones y arte pocas veces estuvieron tan obscenamente cerca. Al punto tal que el artista Douglas Gordon colocó en la entrada una inscripción que dice “¿Qué he hecho?”. Y así y todo, su dueño Eugenio López ha logrado que las obras, como viejas amigas que se pelean, se rechazan y se vuelven a abrazar, convivan bajo el mismo techo. Y el resultado, que por estos días puede verse en el Malba y el Espacio Fundación Telefónica, es de lo más jugoso.

 Por María Gainza

Thomas Hirschhorn
El cuartito del fondo

“No me interesa la calidad sino la energía”, decía Hirschhorn hace unos años mientras despreciaba el preciosismo, la factura perfecta y “toda esa mierda que se supone que es el arte contemporáneo”. En los 50 metros cuadrados donde presenta su obra, Hirschhorn empaqueta al mundo. Tomando el concepto de escultura expandida de los ‘60 –él se refiere a sus obras como desplegables más que como instalaciones–, crea literalmente un receptáculo de porquerías: algo entre un altar y un garage, entre lo sagrado y lo profano sobrevive en ese espacio envuelto en celofán y sellado con cinta de embalar, mucha, que cuelga como lianas, televisores maltrechos, cartones, tablones, novelas de Stephen King, más plástico, helechos y espejos que multiplican, todo bajo la luz roja de lo que podría ser un laboratorio fotográfico. Entonces toda imagen se nos aparece como un producto cultural envasado. Después, lentamente, al recorrer el lugar, un orden comienza a emerger del caos y empezamos a reconocer nuestro propio espacio como un diagrama hecho de conexiones atadas con alambres retorcidos.

Doug Aitken
A brillar mi amor

Las imágenes no piden permiso, más bien nos embisten como atolondrados autitos chocadores. ¿Pero qué le pasa al cuerpo al cabo de un tiempo?, ¿cómo recibe y cómo procesa tantos golpes? La forma en que Aitken presenta sus instalaciones está ligada a esta idea del hombre como un punching ball contra el que las imágenes, como puños cerrados, arremeten una y otra vez hasta atravesarlo. Seis secuencias simultáneas se proyectan en televisores y pantallas instaladas sobre trípodes metálicos que semejan bulldozers. En el centro, el cuerpo histérico del espectador va y viene menos en busca de sentido que atraído por lo mismo que lo lastima. La instalación de Aitken explora las minas de diamantes en el desierto de Namibia. Lugares que han permanecido aislados del mundo desde 1908 bajo sistemas de seguridad siniestros: máquinas como insectos prehistóricos son operadas por siluetas que se esfuman bajo el calor, extensiones de arena hirviendo, caballos salvajes de ojos húmedos que caminan por playas, cámaras de vigilancia que registran todo con la misma apatía con la que registran el movimiento dentro de un supermercado. Y ante tremenda obra uno sale pensando qué término poco feliz es éste del “video-arte”.

Gabriel Orozco
Un golpe de suerte

Un tal K. Conrad describió, en 1958, la capacidad de encontrar relaciones y sentido entre cosas dispersas bajo el nombre de Apofenia. Cuando una experiencia artística sucede, algo apofénico (curiosamente cerca de epifánico) ocurre. Es el estallido de dos espadas de materiales distintos que producen una chispa incandescente. Gabriel Orozco tiene esta sensibilidad infinita para poner sandías y latas, unas encima de las otras, y que algo ocurra. Suena a pensamiento mágico, pero es poesía. En parte proviene de su fe ciega en el material y en su capacidad por encontrar en sus vagabundeos por la calle y en los lugares más insospechados cientos de readymades. Son siempre gestos simples, pero contundentes: una pelota de fútbol que contiene un océano. Orozco ha acumulado con los años un trabajo fenoménico –”Me interesa captar cierta percepción física que se vincula con el sentimiento de ver algo real como el mar”–, económico, que siempre insinúa su potencia, pero nunca termina por estallar.

Tacita Dean
Atrápalo, si puedes

Dicen que las mojarritas pueden sobrevivir en un bol porque su memoria es demasiado corta como para concebir lo miserable de su existencia. Dean explora la memoria como un archivo obsoleto y neurótico que intenta torcerle el brazo al tiempo, la forma en que guardamos y procesamos los recuerdos y cómo éstos se nos acumulan como en un álbum caótico de fotos despegadas. El plano fijo de una cámara sigue los minutos finales de un atardecer, buscando atrapar aquel rayo verde que –mezcla de leyenda y fenómeno óptico– dicen que aparece sobre el horizonte cuando el sol termina de deslizarse bajo el agua. Lumière pronosticó que el cine era una “invención sin futuro”: esa fragilidad de la imagen es la misma que hace que lo que Dean registra con su 16 mm parezca siempre a punto de desaparecer, aun cuando el loop nos garantice una circularidad mítica, un reconfortante tiempo que evade el tiempo. Interesada en las tecnologías pasadas de moda, elige el film en lugar del video porque dice estar “obsesionada por las cosas que han perdido su función, cosas que se construyeron de manera visionaria y nunca funcionaron realmente con éxito en la sociedad”. Michael Snow alguna vez dijo que el sonido terminaría por transformar al proyector en una “personalidad”. Algo de eso hay: el ruido metálico de la cinta crea un espacio acústico que, sin darnos cuenta, nos adormece como el ruido de un tren lejano a la hora de la siesta. Entonces, Dean crea narrativas de la pérdida, de lo que pasa y lo que queda. Y sus obras iluminan y estremecen como un faro que peina el agua mientras las olas negras bailan un último vals.

Rineke Dijkstra
El combate interior

Hace un tiempo, la revista Wallpaper presentó una producción de moda para la que hizo posar dentro de flamantes uniformes a un puñado de soldados noruegos. La guerra se convirtió así en un decorado más del afectado estilo escandinavo. Pero entre eso y lo que hace Dijkstra hay un salto mortal. El momento de vulnerabilidad: eso busca y encuentra la artista, y en ese sentido se define a sí misma como una fotógrafa indiscreta (en la vereda de enfrente a los retratos de alemana –casi brechtiana– distancia de Thomas Struth). Dijkstra captura gente al borde del crack-up: “Lo que me interesa es la zona ambigua donde uno casi pierde el control, pero no”. Olivier, un joven que se alistó en la Legión Extranjera apenas tuvo la edad suficiente para hacerlo, fue registrado una vez por año desde el 2000. Dijkstra le tomó fotos, esperando al soldado emerger por detrás del niño. ¿Cuánto tardaría en asomar esa marca en el rostro? Interesada por lo que se filtra entre los uniformes, por lo que empuja por salir por detrás de lo reglamentario, y por cómo al homogeneizar, curiosamente lo particular se vuelve aún más conspicuo: las ojeras como botes, las cejas pesadas y rectas como renglón, la nariz enchufe, las orejas un poco salidas. Las de Dijkstra son fotografías de chicos que acaban de atravesar un puente: aquel tránsito (traumático) cuando la inocencia cede paso a la experiencia. Por eso, aun en las miradas más desafiantes, se cuela algo de esa reticencia a la que el adolescente se aferra con uñas y dientes antes de ingresar al mundo de los adultos.

Jeff Wall
El tamaño importa

La fotografía es tan grande que mejor ir por partes: en un mundo donde la Capilla Sixtina y las miniaturas medievales han llegado a nosotros reducidas al tamaño de una postal, el tamaño no es algo a desatender. No hay nada como pararse delante de una fotografía de Wall –como se puede hacer frente a La Balsa de la Medusa de Géricault– y sentir que compartimos el mismo espacio. Entonces lo enorme se vuelve íntimo. Si existe una tendencia a mirar las obras de gran formato desde lejos, acá habría que descartarla para acercarse lo más posible a la imagen y dejarse llevar –como frente a un Rothko– por la sensación total. El uso de backlights, esos tubos de presentación publicitaria que iluminan la foto por detrás, le dan un frío glacial y desenmascaran literalmente lo que supone hacer fotos: crear una imagen artificial, un fantasma que de la realidad retiene poco y nada. Imágenes pre-orquestadas que indagan en la alienación urbana: de espaldas a nosotros tres personas caminan cargando bolsos (¿huyen?) mientras un cielo metálico aplasta sus cabezas. Son fotos creadas más que tomadas y lo que Wall llama su “cinematografía”, haciendo referencia a las técnicas de armar una situación y, finalmente, a la necesidad de reconocer que las películas son esencialmente actos fotográficos. Y hay algo gracioso: el mismo medio que aniquiló el poder aurático de la obra de arte, ahora, al ampliarla al tamaño de pinturas históricas, parece devolverle algo de eso que le había quitado.

 

Malba
Av. Figueroa Alcorta 3415.
De jueves a lunes y feriados, de 12 a 20. Los miércoles, hasta las 21 y con entrada libre y gratuita. Martes, cerrado. Entrada: $ 5.

Espacio Fundación Telefónica
Arenales 1540.
De martes a domingo, de 14 a 20.30.
Lunes, cerrado.
Entrada libre y gratuita.

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