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Domingo, 10 de octubre de 2004

NOTA DE TAPA

Sobre la marcha

Para algunos es la música más maravillosa. Para otros, algo insoportable. Pero para todos, es la única marcha civil que ha marcado el ritmo del país. Ahora, cuando se acerca el 17 de octubre, una extraordinaria colección de tres compacts y fascículos dirigida por Julio Nudler devela la compleja historia detrás de Los muchachos peronistas, desde la vereda de un viejo club de barrio hasta Montoneros.

LOS COMPOSITORES Y LETRISTAS DEL HIMNO PERONISTA: MISTERIOS Y VERDADES
¿De quién es esa canción?


Por Néstor Pinsón
La versión más conocida y popular de “Los muchachos peronistas” fue grabada por Hugo del Carril en 1949. El propósito era difundirla para la celebración del 17 de octubre de ese año, fecha ya establecida como Día de la Lealtad. Por mucho tiempo un espeso misterio envolvió el origen y la autoría de esa canción política, quizá porque, según quedaría mucho después claramente establecido, no había razones para esforzarse por dar precisiones sobre las fuentes de ese himno del peronismo.
Varias creencias falsas ocultaron a través del tiempo los verdaderos orígenes. Muchos atribuían la marcha a la inspiración del músico y letrista Rodolfo Sciamarella, popular autor de tangos, de jingles comerciales y de propaganda política. Otros sostenían que los hermanos Francisco y Blas Lomuto eran los creadores, y también circuló el nombre del pianista Norberto Ramos. De ellos se hablará más adelante.
El 17 de octubre de 1992, el periodista Hugo Gambini publicó en el diario La Nación un artículo en el que afirmaba que la música de “Los muchachos...” había sido tomada de la marcha de un club de barrio. En realidad, aunque no lo aclaraba, se refería solamente a la primera parte de la pieza.
Eduardo Giorlandini, en sus notas para la revista Tango y Lunfardo, agrega a su vez un nombre desconocido: Vicente Coppola. Este obtuvo en 1926, con una marchita de carnaval, el primer premio en un concurso de murgas. Giorlandini sostiene, sin más explicación, que de esa pequeña obra festiva provino la melodía de “Los muchachos...” Tampoco él lo aclara, pero alude meramente al estribillo o coro de esta marcha.
Paulatinamente, la verdad va revelándose. La pista conduce, entre pitos y matracas carnavalescas, al humilde y fabril barrio de Barracas. Más exactamente, a la calle Río Cuarto 1455, sede desde 1934 del club Barracas Juniors, que fue fundado el 30 de julio de 1912. Frente mismo a la casona de piezas enfiladas vivía un tal Juan Raimundo Streiff, electromecánico, empleado como técnico en el Correo Central, quien además era bandoneonista autodidacta y llegó a encabezar la orquesta típica Streiff-Garaventa, que hasta supo protagonizar actuaciones radiales.
Hombre expansivo, apreciado entre los vecinos, en días festivos, y más en los carnavales, salía a recorrer las calles con su bandoneón colgado del cuello, improvisando melodías. Una de ellas –que, según afirma Ricardo Valentini en “Del tablón a la Plaza de Mayo”, nota publicada por Todo es Historia, número 443, data de 1931– entusiasmó a los muchachos del club, que la entendieron apta para convertirse en la marcha que exaltaría los módicos logros deportivos de la humilde institución. Para adosarle unos versos recurrieron a un vecino, entendido en murgas, conocido como el Turco Mufarri, de nombre Juan. Este, según Valentini, era también socio del club y solía oficiar de animador, cantor y declamador de poemas. Surgió así, a comienzos de los años ‘30, la marcha de la modesta entidad, cuya letra decía así:

Los muchachos de Barracas
todos juntos cantaremos
y al mismo tiempo daremos
un hurra de corazón.
Por esos bravos muchachos
que lucharon con fervor
por defender los colores
de esta gran institución.

Juan Carlos Streiff, hijo de Juan Raimundo, afirma que el tema nunca lo registraron. Según asegura también, la marcha fue grabada en una ocasión por un grupo de socios, pero alguien hizo desaparecer el disco. Como se ve, las versiones de Gambini y de Giorlandini, lejos de contradecirse, se complementan.
Al poco tiempo, la hinchada del club comenzó a intercalar, como estribillo de la marcha de la entidad, la música y la letra de una comparsa de La Boca, que recorría la calle California hasta el Riachuelo, incorporando al himno del club que habían creado Streiff y Mufarri los compases de lo que luego sería el coro de la marcha peronista. El liviano estribillo rezaba: “¿Pa; qué bebés / si no sabés? / ¿Pa; qué tomás / si te hace mal? / Tomá tomate / te hace bien”.
Este hecho nos es confirmado por el investigador y ocasional cantor y guitarrero Emilio Zamboni, quien desde siempre retuvo en su memoria esos elementales versitos y los entona tal como aprendió de niño a hacerlo, ya que en son de broma se los cantaba su padre, guitarrista él, en los años ‘30. Pero los esquivos orígenes de la “marchita” no podían carecer de otras versiones.
Una es la que recoge Héctor Benedetti en su libro Las mejores anécdotas del tango y otras curiosidades (Planeta, 2000). Allí se afirma que “Los muchachos...” es obra del pianista Norberto Ramos, integrante del cuarteto Los Ases, de la orquesta de Florindo Sassone y del Trío Yumba. Ramos, como se verá de inmediato, alegó haber grabado la marcha “Los gráficos peronistas”, cuya música coincide, nota por nota, con la de “Los muchachos...”.
La fuente de Benedetti es, seguramente, un reportaje realizado a Ramos por Juan Ayala para la revista La Maga, en 1995. Dice el entrevistado: “En 1948 mi padre trabajaba como gráfico en la editorial Atlántida. Yo tenía 15 años, y un día se apareció con unos compañeros suyos: Rafael Lauría, Enrique Odera y Guillermo de Prisco. Querían hacer una marcha para los obreros gráficos peronistas y necesitaban de mí para ponerle música. Me cantaron el ‘Perón, Perón, qué grande sos’, con una melodía que, me dijeron, era usada por una comparsa. A los diez días tenía la primera parte. De la letra se encargó Lauría. Fuimos a los estudios Grafasón y allí grabamos ‘Los gráficos peronistas’”.
Así eran aquellos versos:

Los gráficos peronistas
todos juntos triunfaremos
y al mismo tiempo daremos
un hurra de corazón.
¡Viva Perón! ¡Viva Perón!
Por ese gran argentino
que se supo conquistar
a la gran masa del pueblo
combatiendo el capital.

¡Perón, Perón, qué grande sos!
¡Mi general, cuánto valés!
¡Perón, Perón, gran conductor!
Sos el primer trabajador.

Luego sostiene que “cualquiera que sepa un poco de música se da cuenta de que la melodía fue realizada por un chico, ya que se basa en tres notas de un tono menor y su dominante. Por eso gustó, porque era sencilla. No pensé en registrarla porque a los quince años de edad lo único que quería era tocar con Los Ases. Con la llegada de la ‘revolución libertadora’, ya no pude hacer nada. No podía decir que la marcha era mía. Aparte, no tenía ningún documento que lo probara”.
Pero insiste que él “debería cobrar cada vez que se difunde ‘Los muchachos peronistas’”, porque, reafirma, “la música es mía. Pero como la ley 11.723 marca que una obra es indivisible, no cobro nada porque la letra no la hice yo y no hay nadie que acredite que Lauría la hizo, ni siquiera su hijo”. Es obvio que el razonamiento de Ramos es incorrecto: no es no haber escrito la letra lo que le impide cobrar derechos como compositor. No los cobra por no poder demostrar su paternidad musical.
El primero de noviembre de 1983, Ramos se presentó en Sadaic (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) para registrar lo que él consideraba su obra, pero se halló con que ya figuraba como de autor anónimo. Sin embargo, al año siguiente consiguió registrar “Los gráficos peronistas”. Pero su versión de los hechos es desmentida por la previa existencia de la marcha de Barracas Juniors. La inclusión en sus versos de la exclamación “hurra” delata su origen deportivo. Ramos, por lo demás, nunca se atribuyó el estribillo.
Juan Carlos Streiff agrega ciertas vicisitudes vividas por su padre y su familia: “La marchita nunca pudo ser compuesta en 1948, porque recuerdo muy bien que la habían grabado, y yo escuché el disco mucho tiempo antes de que lo robaran. Cuando comenzó a ser cantada por la gente en la calle, a papá por un lado le gustaba, pero por el otro no porque él no era peronista. Cuando derrocaron a Perón, casi de inmediato se aparecieron por nuestra casa unos militares de la Marina preguntando cuánto le había pagado Perón a mi padre por haberla compuesto. Se encontraron con un hombre viejo y enfermo, viviendo con su familia en condiciones muy humildes”. Murió en 1956, con 60 años de edad.
El nombre de Rodolfo Sciamarella aparece asociado a la marchita posiblemente por confusión. El famoso pianista, compositor de tangos de éxito como “Besos brujos”, “Hacelo por la vieja”, “No te engañes, corazón”, “Dos en uno” y “Quién hubiera dicho”, entre otros, fue el creador de varios temas relativos al peronismo, varios de ellos cantados por Estrella, su esposa. En general, explotó el filón de las brevísimas canciones proselitistas que tenían fuerte demanda en vísperas electorales.
También los hermanos Lomuto, tan próximos a los militares de los ‘40 y al justicialismo, fueron tenidos erróneamente por autores de “Los muchachos...”, quizá por haber sido los creadores de la marcha “4 de Junio”, en celebración del golpe que rompió el orden constitucional en 1943.
En cuanto a la letra de la marchita, su historia es un rompecabezas, pero no difícil de armar si se dispone de paciencia. Casi dos décadas después de aquella letrilla del Turco Mufarri para la marcha del club Barracas Juniors, garrapateada a fines de los ‘20 o inicios de los ‘30, Rafael Lauría, a la sazón secretario del gremio gráfico, vio llegado su turno en esta trama. El sindicato editaba una revista para sus afiliados (no por nada eran gráficos), y en uno de sus números Lauría publicó unos versos bajo el título de “Los gráficos peronistas”. Por su métrica encajaban de maravilla en los sones de la marcha del club de Barracas.
Por su parte, el médico Oscar Ivanissevich incluye en su libro Rindo cuenta la siguiente relación: “En una de nuestras visitas al diario Democracia, subíamos la escalera con la señora de Perón mientras cantaba en voz baja con mi amigo Guillermo de Prisco una tonada que él me dijo era la marcha de ‘Los gráficos peronistas’. Más tarde, al salir, la continuamos en la vereda, y la señora nos dijo: ‘El canto es muy lindo. Vamos a la Presidencia para que lo escuche el General”.
En la mencionada nota de Ayala, De Prisco cuenta que en septiembre de 1948 viajó con Ivanissevich a Tucumán, “que estaba convulsionada socialmente por un fallido atentado. El médico (por Ivanissevich) recordó la marcha y se puso a escribir nuevos versos y a mejorar algunos de los que ya estaban. Mandamos a imprimir 30.000 volantes. El título ya era ‘Los muchachos peronistas’. Se repartieron al pueblo reunido frente a la casa de gobierno de la provincia, y ayudados por el cuarteto folklórico de la Fábrica Argentina de Alpargatas comenzamos a cantar. La gente le tomó la mano de inmediato y nos dimos cuenta del tremendo poder que emanaba de esa marcha”.
De Prisco narra que “el compañero José Spath traía un rudimentario grabador. Lo registrado permitió recorrer las calles en un camión y propalar la marcha por un altavoz que cargamos. De regreso a Buenos Aires el médico le solicitó a la directora de coros, María Teresa Volpe de Pierángeli, que le hiciera algunos retoques, y luego de varios ensayos un grupo de personas la grabamos a viva voz en los estudios Victor, como registro particular, a nombre del Partido Peronista”. La placa llevó el número P.911.
De todo lo referido se concluye que la primera parte de la música de “Los muchachos peronistas” pertenece a Juan Raimundo Streiff, y que el estribillo es un motivo popular anónimo usado por las murgas de carnaval. En todo caso, la contribución de Norberto Ramos pudo haber consistido en escribir las notas de la melodía en un pentagrama, más allá de algún arreglo para la grabación. En cuanto a la letra, sus autores fueron Rafael Lauría y Oscar Ivanissevich, copiando en gran medida los primitivos versos del Turco Mufarri para la marcha del club Barracas Juniors, y agregando otros.

 

Todos unidos reventemos

Por Julio Nudler
De pronto, una mujer salió de entre las sombras, vino a mi encuentro y, tomándome del brazo, me dijo: “Gracias por hacer esto por el peronismo”. ¿Yo hacer algo por el peronismo? Confuso, farfullé un “gracias a usted, compañera”. Como diría Le Pera, busqué un espejo y me quise mirar. Pero otras voces me envolvieron esa noche de miércoles en el Torquato Tasso, donde presentábamos La Marcha y todo el mundo parecía tan democrático, feliz y desprejuiciado. Desde ese día me pregunto, obsesionado, si me estaré volviendo peronista, yo que siempre fui contrera, contrera de todos, y también de los contreras. Así como en 1954 me volví hincha de Quilmes porque Boca, del que hasta ese momento era hincha, mandó al cervecero al descenso, y esto me valió soportar toda la vida una fatal repregunta: pero en serio de qué cuadro sos (¡de Quilmes, carajo!, respondía en silencio, cuando ya me repreguntaban si es que vivía en Quilmes), un año después sentí que me calaba el hastío de la llovizna que caía sin cesar desde el 16 de septiembre, el día en que empezaron a libertarnos, quizá para que desde el cielo bajase el agua que lavaría la sangre que tres meses antes habían sembrado bombas también bajadas del cielo. Aquel día del genocidio de junio, que ningún calendario oficial ha conmemorado jamás, mi hermano Oscar era un soldado entre cientos dentro del Ministerio de Guerra, y desde una ventana miraba desesperado la masacre. Días después, andando con su uniforme marrón terroso de colimba, gente se le acercaba a agradecerle por haberlos libertado de la tiranía, y él sentía lo mismo que yo este jueves: ¿Yo? ¿Por qué me agradecen a mí? ¿Yo qué tengo que ver con esto?
Néstor Pinsón asegura en la primera nota del primer fascículo que la marchita –si él lo dice...– deriva de la de un club de barrio y de una murga de Barracas. Un origen lo que se dice popular. Pero es esa marchita la que ahora, tanto más tarde, uno atraviesa con el alma en un hilo, sospechando que irá descubriendo cosas que se ocultó a sí mismo toda la vida, tapadas bajo certezas inciertas. Recuerdo que en aquellos años –tal vez 1947 o ‘48– había un billete de 5 pesos moneda nacional (un peso actual son 10.000 millones de pesos moneda nacional, aunque compra lo mismo que entonces con 10 centavos), y que si uno lo plegaba de una cierta forma dejaba leer: Argentina, una nación nazi. Yo tendría 6 años, y orgulloso de mi habilidad se lo mostré a una señora que estaba charlando con mi mamá en la vereda. Lo que de inmediato ligué fue un terrible sopapo. Era como si yo hubiese denunciado a mi familia a la Gestapo.
Sí, había miedo entre los no peronistas, y entre los judíos el doble, porque se decía que Perón era otro Hitler. Hasta que en el agosto de 1948 mamá me puso las mejores zapatillas que tenía, el mejor pantaloncito corto y me abrigó como para Siberia porque yo sufría bronquitis asmática. Subimos al tranvía 86, que venía por Díaz Vélez y bajaba hacia el centro por Sarmiento, después de haber doblado por Pringles. El tranvía era como el tango: algo que me hacía vibrar hasta lo más hondo. La vida pasaba lentamente por él, girando frentes grises, copas desnudas, gente al alcance de la mano, todo ante mi mirada extasiada en la ventanilla.
Mamá, que era fanática de Menajem Beguin, y más terrorista que el propio Beguin, quien reunía a los judíos en el Luna Park para financiar la expulsión de ingleses y árabes de Palestina (¡cómo me gustaba que los judíos llevaran armas y pusieran bombas, y no que los exterminaran como a hormigas!), esa vez mamá me llevó consigo a la calle Larrea. Decía que Perón nos iba a hablar. Recuerdo vagamente muchísima gente, los adoquines, las vías de algún tranvía que debieron desviar, y Perón, con su tremenda sonrisa, sus brazos en alto, y gente que lo vivaba en castinayo y en ídish. Ese discurso, según afirma Cacho Lotersztain, fue difundido por cadena radial. Leer hoy su texto conduce a la perplejidad más absoluta, sobre todo a quien sabe que, al mismo tiempo, Perón traía cargamentos de criminales de guerra nazis, como Uki Goñi documenta con todo y despiadado detalle. Es lo que se llama doble discurso. Pavada de doble discurso.
Perón, que conseguiría meter en un mismo movimiento a criminales lopezreguistas y jóvenes fervorosos de la Tendencia, ya había juntado, bajo el mismo pabellón albiceleste, a quienes poco antes se habían repartido la tarea de estar unos dentro y otros fuera, accionando los mecanismos, de las cámaras de gas. Buenos Aires y alrededores era la nueva ubicación geográfica de un Auschwitz receloso pero aséptico, en el que todos prosperaban en una economía de bienestar. Teresienstadt, pero sin farsa ni muerte como destino. Había diarios en ídish para contar la historia de cada día y del reciente pasado atroz en ídish, y en los mismos quioscos, junto a ellos, otros diarios que la contaban en alemán, incluso gótico, lamentando entre líneas no haber podido completar la solución final. La secretaria de Evita era judía, y había nazis empapados en sangre entre las personas a los que debía atender solícita.
Cuando uno, ya viejo y enfermo, vuelve a ese barrio de la infancia, le pasa lo mismo que a tanto personaje de tango (San José de Flores, Tan sólo por verte, Estás en mi corazón...). Uno se pregunta si era como lo recuerda, o si durante la vida estuvo mirando el pasado a través de un espejo que fue desfigurándolo, grotesco y engañoso. Y también se acuerda cuánto lloró el día en que murió Evita. Pero ahora uno quiere entender. Entender por qué resulta horrendo que Perón amenazara con ahorcar a oligarcas e imperialistas, si fue luego tan grato que Fidel fusilara gusanos (¿llamar gusanos a los anticastristas no era ya ominoso, la deshumanización del enemigo y la víctima, como hicieron los esclavistas con los negros o nuestros civilizadores con los indios?). ¿Por qué también los izquierdistas miden las cosas con varas tan diferentes? No a la pena de muerte, sí al paredón. ¿Y, por cierto, cómo entenderse con un empecinado de izquierda, que se cree siempre dueño de una verdad política absoluta y se opone a cualquier solución razonable y práctica para todo problema concreto, casi siempre sin tener idea de lo que está diciendo?
¿Quién era realmente ese Perón de 1946, 1947, 1948, 1949? El que “combatía al capital”, el que redistribuía el ingreso, el que querían aplastar Washington y Londres. El que explicaba minuciosamente su concepción del mundo y la sociedad ante cualquier auditorio, obrero, estudiantil, patronal. El que usaba la palabra algo más profundamente que estas fábricas mediáticas de slogans huecos que ahora tenemos. ¿Kirchner es otro Perón? Hágame el favor. Claro, tampoco Aníbal Ibarra es Alfredo Palacios. Y no comparemos a López Murphy con aquellos conservadores. ¿De la Rúa vs. Moisés Lebensohn? ¡Cuánta degradación! Qué mamarracho de dirigentes éstos. ¿No habrá que decidirse a volver al barrio de la infancia, o del pasado, de los padres o los abuelos, y tratar de mirar la película otra vez, o por vez primera, simplemente para entender, para saber de dónde partir, para recrearse la ilusión de saber adónde ir y cómo llegar? Aunque todos unidos reventemos

 

POR QUE LA MARCHA ES LO MEJOR DEL PERONISMO
Bandera, alegría, desafío y canción


Por Mario Wainfeld
Dicen que el todo es igual a la suma de sus partes, pero eso es una falacia, un embeleco fraguado en la boca de los liberales. Fíjese, sin ir más lejos, en la marchita. Su música es entusiasta, pegadiza, pero muy fungible, uno de los tantos jingles de la posguerra en la línea de aquél de “Casa Muñoz, donde un peso vale dos”, o el de los pilotos Aguamar, que durante lustros entró por una oreja de los hinchas de fútbol y salió por la otra.
En cuanto a la letra, cabe reconocerle a la distancia la relativa audacia de contener el voseo (“qué grande sos”, “cuánto valés”) y el desafío del explícito plebeyismo de “muchachos”. Pero cabe reprocharle el culto de la personalidad, llevado a extremos atronadores. Juan Perón, el gran conductor, se quejaba de estar rodeado de adulones y alcahuetes, pero tal parece le agradaba que le cantaran sus loas.
La música será tachín tachín y la letra tendrá sus rémoras. Pero en materia política, usualmente, el todo es muy otra cosa que la suma de las partes. La marchita es un tramo de la historia del peronismo y aun de la Argentina. Los autodenominados revolucionarios libertadores sabían lo que hacían cuando la prohibieron merced al decreto 4144. Su imposible utopía reaccionaria, que era borrar al peronismo, exigía ese silencio.
Es que el hecho de cantar a coro, en buena medida a gritos, vociferando el (funcionalísimo a la rima) apellido del líder, fue un dato constitutivo de ese arcano que obsesiona a tantos observadores foráneos y aun locales, incluido el suscripto: la identidad peronista. Arturo Jauretche, peronista y peronólogo él (uno de los pocos de su tiempo que se puede seguir leyendo con algún provecho), atribuía gran entidad a un hecho fundante. Subrayaba que los peronistas nacieron a la vida pública cantando en masa, algo ajeno a la tradición tímida, individualista, retenida de los criollos. Valga recordar que ese bautismo ocurrió coreando aquel estribillo que emocionabaa Leopoldo Marechal: “Yo te daré, te daré, Patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P: ¡Perón!”.
Los cuatro primeros versos se entonaban, el quinto (como cuadra) se gritaba. Quizás en su sencillez, en su ternura básica, genuinamente popular, ese cántico es más entrañable que la declamatoria marchita. Pero, ya se viene diciendo, la realidad efectiva es que la marchita es la marchita.
Como todo texto canónico, la marchita pudo ser resignificada sin mengua de su vigencia. En los ‘60 se gritaban las abundantes alusiones a “Perón” y “los peronistas” como un modo de diferenciarse de los surtidos “neoperonismos” en boga y de su sempiterna, culposa costumbre de apodarse “justicialistas”.
En los ‘70 los integrantes de “la gloriosa JP” añadieron dos estrofas a la letra de la marcha, repolitizando su sentido. La más conspicua y feliz era la cuarteta que expresaba: “Ayer fue la Resistencia, / hoy Montoneros y FAR, / y mañana el pueblo entero / en la guerra popular”.
Un intento interesante de aliviar en el promedio las referencias al omnipresente líder trabajador y de resituar al pueblo en un rol protagónico, sacudiendo su pasividad en la versión original que lo confinaba al “estar unido” y a “gritar de corazón”. Al unísono, un modo de engarzar a las organizaciones setentistas con la saga del peronismo.
Quien les escribe anduvo por ahí, y desde entonces se ha alejado del peronismo, se desafilió del PJ, “su herramienta electoral”, en forma pública no menos de dos veces, llegó a odiar al peronismo realmente existente en los ‘90 como sólo un peronista puede hacer. Y hace alrededor de dos décadas que cree (entre otros razonamientos más largos) que el peronismo representa más el statu quo que los intereses de los sectores populares. Todo eso dicho, quien les escribe recae, tras redactar algunas líneas sobre la marchita, en el género confesional. Y pasa a asumir que, cada vez que oye la marchita entonada por algo parecido a una muchedumbre, se le pone la piel de gallina y lo acomete un ansia enorme de sumarse al coro. No porque crea en su letra, sino porque sigue percibiendo algo convocante en el coro, en las ganas que exista el coro, que exista pueblo, que por añadidura el pueblo esté unido. Y que, para colmo de colmos, estando unido grite de corazón. Portentos fastuosos en tiempo de fragmentación social y de luchas de todos contra todos, empezando por la de pobres vs. pobres.
Juan Perón, que cuando se lo proponía hablaba muy bien, sentenció que se llevaba en sus oídos la más maravillosa música, que era para él la palabra del pueblo argentino. Cuando la existencia misma del pueblo, como sujeto consciente de la historia, como altivo defensor de sus derechos, está puesta en tela de juicio, la marchita sigue evocando algo. Aquellos tiempos –quizá mejores, sin duda memorables– en que el apellido Perón, tan adecuado a la rima, fue, en boca de los plebeyos del ‘45 o de los jóvenes de los ‘70, identidad, bandera, alegría, desafío y canción.

 

¡Cómo cuesta hacerse peronista!

Por Tito Cossa
Cuando Perón asumió el poder yo tenía 10 años, y 20 cuando fue derrocado. Me crié en un hogar de antiperonistas furiosos, de admiradores de Alfredo Palacios, padre artesano y tíos y tías maestros de escuela. Y yo pensaba como ellos. Cuando la familia se ampliaba en las comilonas domingueras, en algún cumpleaños o casamiento y hasta en los velorios, aparecía la rama peronista y las reuniones terminaban en verdaderas trifulcas donde para unos Perón era Dios y para otros el Diablo.
Fui un antiperonista en estado de pureza hasta septiembre de 1955. Yo estaba haciendo la colimba y, como soldado de la Patria, permanecí acuartelado durante los días inciertos en los que se definía el destino del país. Participé de algunos simulacros de guerra que no se concretaron y celebré la caída del tirano. Lo que nunca supe es si con mi módica participación militar estuve del lado de los vencedores o de los vencidos, si ayudé a la caída del régimen o formé parte de los resistentes.
Lo cierto es que al poco tiempo del golpe militar, meses apenas, empecé a revisar mi antiperonismo. En mucho me ayudó la catadura fascista de quienes asumieron el poder y de quienes aparecieron como los ideólogos del nuevo régimen. Rápidamente hice el tránsito del antiperonismo al no-peronismo. Por aquel entonces yo tenía ya pensamiento propio y en la familia otras fueron las discusiones.
Y me hice no-peronista. Hasta hoy. Nunca pude ser peronista como lo fueron compañeros míos, gente por quien yo sentía profundo respeto y que en la década del 70 se jugó –inclusive ofrendando su propia vida– por el regreso de Perón al poder. Muchas veces me pregunté qué me diferenciaba de esos compañeros. ¿Por qué no podía convertirme al peronismo si personas queridas y admiradas como Rodolfo Walsh y Paco Urondo lo habían hecho? Transitar por la iconografía peronista que ha recuperado Julio Nudler y que con lucidez recopila en un solo trazo me ayuda a la reflexión. Escuchar las marchas y los discursos, recuperar a personajes como José Espejo, Alejandro Apold y Oscar Ivanissevich me llevó súbitamente a aquellos años de mi adolescencia. Pero con la mirada de hoy. ¿Hubiera sido posible en aquellos años distanciarse de la dicotomía peronista-antiperonista? Para quien no amaba a Perón, ¿era posible separar su acción social de gobierno de tanta obsecuencia y tanto mal gusto? ¿Hubo en aquellos tiempos alguien que dijo “es cierto, la iconografía peronista es insoportable, pero el gobierno hace muchas cosas bien”? ¿Hubo alguien que le dijo a Perón: “general, ese culto a la personalidad no lo ayuda”? Este juego con el tiempo no es más que eso. Un juego. A mí me sirve, gracias al trabajo de todos los que realizan este proyecto, para confirmar una convicción: qué difícil es, para un no-peronista, comprender al peronismo.

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