Domingo, 3 de marzo de 2002 | Hoy
Aquel crisol de razas que permitió poblar la Argentina y la convirtió en una meca para inmigrantes de todas partes del mundo hoy se ha desdibujado hasta desvanecerse: el documental Estás acá, estás allá, de Juliana Fischbein y Eduardo Safigueroa, muestra las diferencias abismales entre aquellos que llegaron huyendo del nazismo y los que hoy tratan de dejar atrás la pesadilla de la guerra y el hambre en Sierra Leona, Senegal, Burundi, Liberia, Sri Lanka, Kosovo, Albania... y descubren al pisar la Argentina que la pesadilla no ha terminado para ellos. Radar pone el dedo en una de las llagas menos visibles de la realidad argentina actual.
Por Horacio Cecchi
Por Horacio Cecchi
El Diccionario de María
Moliner dice que refugiado es una persona que, a consecuencia de guerras o persecuciones
políticas, vive en un país que no es el suyo y le dio refugio.
Un sinónimo: asilo. El de Joan Corominas dice que el origen de la palabra
refugiado es la latina fugere, que significa huir. George, por ponerle un nombre,
no dice ni una cosa ni otra cuando asegura, desde su piel negra y su inglés
endurecido, que él, después de huir de los horrores de la guerra
en Sierra Leona, después de sufrir la muerte de sus padres y la desaparición
de sus hermanos, después de haber salvado su pellejo con la intervención
de la suerte, y después de haber trepado a un barco como polizón
para cruzar el océano sin importar hacia dónde iba, sin siquiera
saberlo, tuvo “la mala suerte” de caer en Argentina.
Así dicho, George parece un desagradecido, mirando los dientes al caballo
regalado. Pero George no parece un desagradecido precisamente. Apenas si se
anima a decir lo que ha dicho, casi pidiendo perdón por soltar la queja
o el fallido sobre el desdentado equino que le regalarán cuando el Estado
disponga que merece el carácter de refugiado. George, su rostro, aparece
en una película llamada Estás acá, estás allá,
de Juliana Fischbein y Eduardo Safigueroa. Como el suyo, los rostros de otros
dieciocho refugiados, o que intentan serlo, son protagonistas de este film sin
ser actores. El film, un corto documental, se mete en el terreno de los refugiados,
en el horror del pasado y el amparo del presente, a través de lo que
ellos mismos dicen de sí mismos, pero especialmente de aquello que los
rodea. Ahora, que podría intuirse que están a salvo. Sólo
intuirse. Si no, piense en el sinónimo de refugio que da Moliner. Piense
en la palabra asilo, en términos estrictamente argentinos y actuales,
y pregúntese si permite pensar en “dar albergue a fugitivos de persecuciones
religiosas, étnicas o políticas”. O, más bien, en
depósitos de viejos que se vuelven locos, y de locos que se vuelven viejos,
por estar ahí dentro.
Ahora piense, o diga: Cacerolazo, Corralito, Desocupación, Default, Licuación,
Hambre, Saqueos, Vecinos Asesinados, Bandas Policiales, Peso Devaluado, Corte
Suprema Cuestionada, Clase Política Desacreditada, Banqueros Procesados,
Negocios Privados Con Servicios Públicos... Difícil pronóstico
el de los refugiados que llegan a estas tierras en momentos en que los propios
argentinos no pueden consigo mismos.
Yo
tener hambre
Con
Estás allá, estás acá, la dupla Fischbein-Safigueroa
intenta reconstruir la situación de los distintos refugiados que llegan
al país desde distintos rincones del mundo. El relato de la fuga del
horror, la llegada a la tierra del refugio, pero muy especialmente, como dice
Fischbein, “qué es lo que pasa cuando se trata de una inserción
forzada en una cultura tan completamente diferente”. No sólo las
dificultades del idioma, la discriminación, sino detalles tan básicos
como la comida y cómo conseguir trabajo para conseguirla. Pero también
hacen una diferencia, parten en dos la historia, mostrando dos generaciones
de refugiados: los que llegaron entre los años 30 y los 50, huyendo de
la Depresión, del nazismo y de la Guerra; y la más reciente, la
de los refugiados durante la última década: asiáticos,
europeos del Este y, en especial, africanos. ¿Por qué ese corte?
¿Por qué no? Más adelante se dará una respuesta
menos arbitraria a la pregunta. Ahora, volvamos a los protagonistas.
“Me fui del país por la situación política. Yo era
estudiante”, dice George, con perfecta noción del uso verbal del
tiempo pasado. “Las luchas civiles causaron muchos muertos. Fue muy duro,
yo perdí a mi padre y mi madre y no sé nada de mis hermanos. No
sabía adónde iba el barco. Tuve la mala suerte de que viniera
a Argentina.” El testimonio del refugiado llamado Jeff, senegalés,
es similar. “No elegí venir acá. Tuve que abandonar el país.
Perdí a mi papá en la guerra. No sé dónde están
mis hermanas.” Relatos casi calcados. El horror es único y diferente
sólo para quien lo ha vivido. Igual que George, Jeff no habla castellano.
Intenta expresarse en un inglés poco pulido y menos comprensible a oídos
indiferentes. En esas condiciones, hasta las más ínfimas cuestiones
pasan a ser pruebas definitivas a la hora de la comprensión del idioma.
“Entré de contrabando”, reconoce Jeff. “Aparecí
en Buenos Aires.” En julio pasado, dice en inglés. “Todos blancos.
Todos extraños para mí. Trataba de comunicarme en inglés...
Nadie parecía entender. Encontré alguien que sabía inglés.
Pude explicar mi situación. Me consiguió algo de comer”,
agrega, gesticulando con la mano que lleva a su boca, en el inconfundible gesto
internacional. Ni George ni Jeff toman coliectibou, ni medio de transporte alguno:
caminan. La razón es simple. Desconocer el idioma es desconocerlo hasta
en los detalles más simples. ¿Dónde es la parada? ¿Cuánto
hay hasta la estación? ¿Dónde bajar? ¿Cómo
se llega a tal plaza?
Uno llegó de Nigeria hace dos meses. El otro de Senegal hace seis. Hay
uno de Sierra Leona, que llegó en noviembre pasado; otro, en julio. No
son los únicos, sólo las caras visibles. En enero pasado, este
mismo cronista entrevistó a John y Benardo, dos hermanos burundíes,
fugados de la guerra étnica, de las matanzas desatadas sobre los hutus
por la minoría tutsi en el poder. Después de diez años
de vagar por Africa, de haber perdido padre y madre, de no saber nada de sus
hermanos, después de haber trepado como polizones a un carguero de bandera
panameña y tripulación filipina en Ciudad del Cabo, de haber viajado
siete días ocultos debajo de la sala de máquinas, alimentándose
sólo con agua, y con el mar helado hasta las rodillas, tan helado que
les quemó tres centímetros de las plantas de los pies, después
de ese horror que sólo el silencio de los dos hermanos puede describir
profundamente, los desembarcaron en Alvear, un pueblo de 2500 habitantes al
sur de Rosario, y después de vagar tres días, gateando porque
no podían caminar, sin animarse a pedir por temor a ser detenidos, fueron
albergados por una familia de Testigos de Jehová, que no les puede encontrar
empleo porque ellos sólo hablan swahili, un idioma nada extendido en
estas tierras, y aunque lo fuera, o aunque John y Benardo hablaran castellano,
no serviría demasiado porque ni los propios nativos de estas tierras
saben dónde buscar trabajo en la Argentina de hoy.
Llega un punto, que se nota en los ojos, o detrás de los ojos de John
y Benardo, de George, de Jeff, de Mark, de Williams, de Charles, cuando dicen
basta. Bajan el telón y toda expresión es silenciada por una cortina
impenetrable. La misma cortina impenetrable que se descubre en lo profundo de
los ojos de todos ellos.
De los recién llegados, de la nueva generación de refugiados que
aparecen en el documental, Dana es la única mujer. También es
la única que da abiertamente su nombre y apellido. Dana es yugoslava,
de Serbia, y menor de edad. Llegó hace tres años, cuando se desataron
la guerra y la persecución. Llegó con sus padres, que un año
después se volvieron. “No pudieron adaptarse”, dice ella. “Las
comidas, el idioma, caían en constantes depresiones, no aguantaron más
y volvieron.” Dana habla muy buen castellano, y puede decir: “Llegamos
al aeropuerto. Teníamos todos mucho miedo. Es raro, estar caminando por
la calle y no entender a nadie y tener la necesidad de decir algo. Y mirar televisión
y no entender nada. Llega un momento en que te desesperás, un poco”,
agrega condescendiente con aquellos días. “Mi primera hora en el
colegio fue de historia. La profesora hablaba y hablaba y hablaba, y yo estaba
en otro mundo.”
Yoga es de Sri Lanka pero también habla buen castellano. “En Sri
Lanka hay dos razas, la tamil estuvo actuando políticamente hasta 1983
para lograr la igualdad de derechos. En 1983 empezó la guerra, que en
las dosprimeras semanas costó más de cincuenta mil muertos. Los
militares veían cualquier joven tamil y lo mataban. Desaparecieron muchos
de mis amigos, mis compañeros, mataron a mi hermano. Yo aguanté
hasta el ‘91, después no daba más, decidí escaparme.
Una noche, con mi primo, nos fuimos de nuestro pueblo, primero en una bicicleta,
cuando llegamos a un río lo cruzamos con la bici sobre nuestras cabezas.
De noche, porque si te ven, te matan. Seguimos con la misma bicicleta por una
selva muy densa, muy peligrosa, se oían los elefantes, otros animales.
Un día y una noche, hasta un pueblito donde teníamos gente conocida.
Le pagamos a uno que tenía un tractor para que nos acercara hasta la
frontera. Allí nos pararon los militares y nos acusaron de ser Tigres,
el grupo guerrillero tamil. Estuvimos cuatro días en una escuela que
era un campo militar hasta que nos dejaron salir.”
Yoga está en Argentina desde hace ocho años, y es una de los pocos
de la nueva generación de refugiados capaces de sonreír. Salvo
cuando escucha el sonido de un helicóptero. “La primera noche aquí,
oí uno que volaba bajito y salí corriendo, recién cuando
llegué a la calle me di cuenta de que estaba en otro país. En
Sri Lanka, estamos acostumbrados a que cuando oímos un helicóptero
tenemos que correr a los refugios que hay en casi todas las casas, porque si
no te pueden matar”.
Aquel
crisol de razas
Que el país fue otro país y estuvo en condiciones de recibir inmigrantes
ofreciéndoles algo más que una cacerola vacía para golpear
por las noches, está a la vista. Quizás hasta el mismo país
se haya olvidado de su propia historia, de aquel mítico crisol de razas
que supo ser. El documental se instala precisamente en esa comparación
entre la inserción traumática a todas luces de las nuevas generaciones
de refugiados, y los traumas olvidados, o suavizados con alguna broma por los
viejos refugiados, aquella generación de judíos alemanes que ingresaron
a partir de la década del 30: algunos en 1934, otros en 1937, algunos
de niños, otros de adolescentes. Lothar, que llegó en 1947, cuando
tenía nueve años, huía de la devastación del ejército
ruso y de un campo de concentración inglés.
“En Alemania yo trabajaba en una fábrica, era muy jovencito, y ahí
empecé a conocer lo que era la militancia política, la actividad
sindical”, cuenta uno de ellos. “Una vez vino la Gestapo y me tuvieron
tres meses preso, interrogándome. Pero supongo que porque era muy joven,
y no sabía casi nada, me soltaron. Ahí, mis compañeros
me dijeron que era mejor que me fuera del país. Y me vine para Uruguay.
Acá empecé a conectarme con grupos antinazis y después
con compañeros uruguayos. Durante la dictadura, nos reexiliamos: volvimos
a Alemania. En algún sentido fue más fácil para nosotros
que para los uruguayos, los chilenos, los argentinos, porque pasábamos
más desapercibidos, aunque a veces era extraño porque hablábamos
el idioma de cincuenta años antes. Era un exilio en la propia patria.
Mi hijo estuvo preso entre el ‘75 y fines del ‘81, y también
se exilió, pero en Venezuela. Poco antes de las elecciones, todos volvimos,
y aquí estamos.”
Si están en condiciones de olvidar, cosa que ellos mismos reconocen,
es porque además de horror, también hubo amparo. Llámese
familiares, amigos, una comunidad del mismo origen, alguien que pueda explicarles
cómo y dónde tomar un coliectibou. Pero, muy especialmente, una
sociedad en condiciones de aceptar y ofrecer amparo. Hoy, el orgullo por ese
crisol de razas ya no existe. Y todo aquel que se anime a pisar dentro de estas
fronteras, correrá el riesgo de no saber después cómo salir.
“Tenía muy mucho miedo, y qué voy a hacer”, reconoce
un refugiado de Bangla Desh. “A veces yo pienso que voy a mi país
otra vez. Acá no puedo más. Cómo voy a vivir esto. No idioma,
cómo voy a hablar. No entiende la gente lo que quiero.” Jeff, el
senegalés, dice: “No saben nada de nada de nuestra cultura”.
Le resulta difícil confesar que acá todos le parecen “blancos
y extraños”.Piénsese un poco: ¿Qué idoma se
habla en Senegal? ¿Con qué países limita Burundi? ¿Qué
pasó en los últimos años en Sierra Leona, en Ghana?
“Por la situación en mi país, que es muy terrible, tuve que
irme. Había un barco en el puerto, que traía comida para refugiados.
La bandera era de Estados Unidos, así que pensé que el barco volvería
a ese país”, cuenta Mark, de Sierra Leona. “Me escondí
en la bodega y me quedé esperando varios días. Al final zarpó,
pero yo no sabía que el destino era Guinea, donde estuvo detenido otros
tres días y subieron dos más, escapando como yo. Quince o diecisiete
días después llegamos a un puerto, y el capitán llamó
a la policía y nos hicieron bajar, y ahí supimos que estábamos
en la Argentina. Fue duro. Explicamos nuestra situación a Migraciones.
Yo tenía pasaporte, y después de cuatro días me dejaron
bajar. A mis amigos de Guinea no los dejaron entrar porque no tenían
documentos.”
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados
(Acnur), en la Argentina hay unas 2400 personas reconocidas con ese status por
el gobierno local. Provienen de más de cuarenta países, fundamentalmente
latinoamericanos (unos 530, llegados en su gran mayoría de Perú
y Cuba) y africanos (unos 200, en especial de Argelia y Senegal). El status
de refugiado exige ciertas condiciones: ser perseguido en el país de
origen por raza, religión, nacionalidad, grupo social u opinión
política; por situaciones de conflicto interno y violaciones masivas
de los derechos humanos. No entran dentro del reconocimiento internacional los
perseguidos por dictaduras económicas, los sin techo y sin trabajo.
En lo formal, el procedimiento es sencillo: llega el perseguido, solicita refugio
ante las autoridades de Migraciones, llena planillas y formularios y su caso
pasa al Cepare (Comité de Elegibilidad Para Refugiados), dependiente
del Ministerio de Interior aunque funciona dentro del ámbito de la Dirección
Nacional de Migraciones. El Acnur integra el comité, como asesor pero
sin voto. Es el Cepare el que otorga el status de refugiado. En otras épocas
demoraba un año, incluso menos. “En 1996 había 150 pedidos
al año”, aseguran en el Comité de Elegibilidad. “Ahora
el trámite demora más de dos años. Hay muchos más
pedidos, los casos se tratan en forma individual, y entonces los plazos se estiran.”
La secuencia es la siguiente: en 1997, de 150 pedidos pasaron a 322, más
del doble. Un año después estaban en 600. Y en el ‘99 se
llegó al pico, 1456. En el 2000, la cantidad bajó a 1324. Y durante
el 2001 se redujo a 861. Aunque la cantidad de pedidos viene bajando, el Cepare
sigue rebalsado. En los últimos cuatro años, la inmensa mayoría
de las solicitudes fueron de peruanos (1955), seguidos por los rumanos (971),
armenios (253) y cubanos (235). El resto se cuentan con los dedos de la mano.
Qué implica esto: que liberianos, congoleños, ghaneses, de Sierra
Leona, nigerianos, burundíes, son pocos y carecen de todo tipo de contención.
Cuando llega un nigeriano, no lo hace como los viejos refugiados de la década
del 30, con sus familias y bártulos. No puede darse el lujo de saludar
desde la baranda del barco a algún pariente en la dársena. Ahora
llegan como polizones, descalzos, muertos de frío y de hambre, sin dinero
ni documentos, sin valijas ni, mucho menos, alguien a quien recurrir.
“Voy
a pedir a Laprida”
“Muchos
no tienen un solo papel que sirva para acreditar su identidad. No un pasaporte
sino un registro de conductor, el carnet de un club, algo que diga que son quienes
dicen ser”, aseguran en el Cepare. Mientras se desarrolla el trámite,
y se determina si se les puede dar el status de refugiado, reciben una documentación
provisoria, la residencia precaria, que deben renovar cada 30 o 60 días.
Eso los habilita a trabajar, lo que no quiere decir nada, porque ¿quién
les va a dar trabajo si en uno o dos meses puede que no se les renueve la documentación?
Para no mencionar que lo que más falta hoy en el país es trabajo.
“Algunos me ayudan con un poco de dinero. Los que llegaron hace más
de un año. Hay otros que nunca lograron conseguir empleo. Si viniera
alguien de mi país, yo no podría darle nada. Porque no tengo nada”,
dice Williams. Quienes lo ayudan no son sus familiares ni amigos. Ni siquiera
compatriotas. Apenas si son africanos de habla francesa. Porque a falta de comunidades
de la misma nacionalidad, los recién llegados buscan cercanía
idomática. Están tan desprovistos de todo que, en lugar de agruparse
por sus raíces, lo hacen por el país que los colonizó:
los de Mali, Senegal, Guinea, se juntan porque entienden el francés.
Ghaneses, sierraleonenses, nigerianos, liberianos, se reúnen para hablar
de sus problemas en inglés.
Safigueroa y Fischbein contactaron a estos refugiados en “Laprida”.
Todos le dicen así a la sede de la Fundación Comisión Católica
Argentina de Migraciones (Fccam), ubicada en Laprida 930. En la puerta, de lunes
a viernes se pueden ver grupos de refugiados que van a pedir, mientras esperan
ser reconocidos como tales por el Cepare. Argentina firmó la Convención
de Ginebra, que establece el status de refugiado a nivel internacional. La firmó,
pero no tuvo previsto, ni parece tenerlo hasta la fecha, un armazón para
que aquellos que son reconocidos como refugiados puedan, al menos, refugiarse.
El Acnur se vale, entonces, de instituciones como la Fccam, que colabora orientando
a los recién llegados y entregándoles ropa, comida, un dinerillo
básico, lo que se designa como una ayuda humanitaria, clases de castellano.
En una época también les conseguía trabajo. Siempre había
quien llamaba para ofrecer un empleo, “¿tienen alguien para peón
en una obra, o para ayudar en una portería?”. De dos años
a esta parte, los llamados de oferta laboral se esfumaron.
En cuanto a la ayuda monetaria, es mínima: diez pesos un día,
cinco. Se les da hasta que se acaba. Y cada vez se acaba más rápido,
porque hay la misma plata y más bocas para repartir. Hasta el año
pasado había quien se animara a donar dinero a la Fccam. Hoy, como el
trabajo, la donación monetaria pasó al olvido, salvo un pequeño
aporte del Círculo de Damas Brasileras. La Fccam recibe fondos del Acnur
para los refugiados en trámite. El primer día que llegan a Laprida
les advierten: “La ayuda es por seis meses”. Hasta hace unos tres
años, la ayuda era por cuatro, pero tuvieron que extenderla dos meses
más por las demoras del trámite. El procedimiento para otorgar
el dinero era sencillo: el refugiado pasaba por Laprida y le extendían
un cheque a su nombre. Cheque en mano, iba al mostrador del banco y cobraba
esos cinco o diez pesos. El Corralito anuló esa posibilidad: durante
todo diciembre, la Fccam no pudo dar ayuda monetaria a nadie porque no había
forma de que cobraran el cheque por mostrador. Hubo que abrir cuentas a cada
uno de los refugiados y, con la intervención del Acnur, se logró
que el banco no les hiciera la quita del impuesto al cheque ni otras quitas
acostumbradas.
El problema que tienen ahora en la Fccam es que aquellos refugiados ya reconocidos
en su status, que ya habían dejado atrás el paso por Laprida,
empezaron a reaparecer en la puerta porque no hay trabajo o porque lo perdieron.
De cada doscientos que golpean la puerta de Laprida, más de cincuenta
son refugiados reconocidos como tales y desocupados. Viven de lo que pueden.
Cuidan autos, buscan changas. Una de las últimas que queda es emplearse
como botones en la puerta de los hoteles, porque está bien visto que
ese papel lo cumplan los negros. La mayor parte vende baratijas por la calle.
“Hoy no vas a ver negros por Laprida. Están todos en las playas
vendiendo sus chucherías”, dice un colaborador de las Damas Brasileras.
La mayoría vende para otros, y cobran el día lo que estén
en condiciones de arreglar, según lo poco que puedan vender y descontando
los decomisos de inspectores municipales y de “la brigada” (que cobra
a razón de diez pesos semanales por esquina). Al menos en eso pueden
sentirse iguales a un argentino: inspectores y brigada no hacen diferencias
con extranjeros. Viven donde pueden. En hoteles, lo que se dice hoteles, ninguno.
Se concentran en San Telmo y Once, en pensiones baratas y conventillos y casas
tomadas. Si hace cuatro años las perspectivas para un solicitante de
refugio ante el Acnur en Argentina eran relativamente seguras, hoy son casi
nulas. Razón por la cual muchos están optando por irse tan silenciosamente
como llegaron. “Los africanos encaran para Brasil, y algunos a Uruguay.
A Chile se animan sólo los latinoamericanos”, dicen en el Cepare.
Un detalle: las convenciones internacionales habilitan al que ya goza de status
de refugiado a trasladarse a otro país, y ese país está
obligado a aceptarlos. Deben demostrar, eso sí, por qué motivos
“no están conformes” con el amparo que les da Argentina: si
es por su nacionalidad, por el color de su piel, por sus creencias políticas
o religiosas, son –o deberían ser, en los papeles– bien recibidos.
Pero nada de andar pidiendo refugio por falta de trabajo, de hogar, hambre o
enfermedad. De no ser por esa limitación, el crisol de razas del Cono
Sur se transformaría en un exportador al por mayor de refugiados y asilados.
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