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Domingo, 1 de febrero de 2015

COPADOS

 Por Juan Carlos Kreimer

Están en cualquier conversación y parecen ausentes, pero no. Al hablar arrancan por cualquier rulo que viene desplegando el tema. Te hablan como si supieras o pensaras igual. Sin buscarlo, contagian el ímpetu. Entrás en el ritmo veloz con que detectan y procesan cientos de miniinformaciones. Una parte tuya vibra en esa frecuencia elevada. Diez milésimas de segundo entre sinapsis, estiman los neurobiólogos. Después no necesitás contárselo a nadie, ni siquiera verlos muy seguido: los evocás y te recolocan. Conozco a varios. Uno al que la vida le pasa por el oído: toda sucesión de ruidos, la traduce a acordes y los va cantando. De ahí surgieron sus mejores músicas. Una novelista que hasta sus desilusiones las vive literariamente y procesa en términos binarios: puede-no puede funcionar como relato. Un pintor dominado por los contrastes entre lo simple y lo más simple: ve una ventana a medio abrir y ese pantallazo lo persigue a sol y sombra. Necesito ver qué sale de ahí, dice, qué queda de eso cuando le hago frente en el taller. Mi vida por una historia, se jacta un escritor a quien cada nueva novela le costó una pareja. Se toma, dice una de sus ex. Entre ellos hay quienes prefieren hablar de mente incubadora, preñez constante, partos. Un timbre suena a cada rato entre los pensamientos de otros y les hace el ring-raje; de tanto en tanto atrapan uno. Todos saben que hay algo en algún lugar, en ellos o afuera. Alimento, descubrimiento, reinvención personal, necesitan de eso. Están dispuestos a sacrificarlo todo con tal de documentar esos vislumbres. La pregunta no es qué poseen estos seres apasionados sino qué los posee. ¿Qué tiene eso que lo desmotiva para cualquier otro vínculo? Ninguno puede asegurar si eligió ser así o fue elegido. Algún día impreciso, cuando otros decidieron obedecer lo esperable, ellos optaron por seguir de largo. La pasión es la versión hard de lo que en otros queda como hobby. El mundo va tras su rumbo y ellos tras el suyo. Ven los acontecimientos desde una ventana, sólo cuando es necesario salen de su burbuja cósmica. Resuelven y vuelven. Tienen buena dosis de inconsciencia: es lo que les permite mantener la llamita en piloto. Hacerlo, escribir o pintar o componer o interpretar se les vuelve una necesidad fisiológica, tipo evacuación. Si dejan pasar un tiempo sin ponerlo en práctica, los impulsos les atascan otros aspectos de su persona. Aparece el fantasma y los acusa con el dedo: ¡Pusilánime! La calma chicha no es para su biología. Juego y frustración, concentración y dolor, mucha prueba y error, más fracasos que logros, incapacidades que se ponen en evidencia habilitan una pregunta: para qué tanto sufrimiento. La felicidad que produce este tipo de autotortura se asemeja al goce genital: carga, descarga, recarga. Un testigo ciego de pronto ve, el placer estaría en perderse siguiendo ese resplandor. Ante eso que nunca se sacia, muchos enloquecieron. Otros rabian de felicidad. Te acostumbrás a golpearte, es parte del crear, repite un actor a sus alumnos. Por nutritivos que sean, convivir con ellos puede resultar agotador, cuando no tóxico. La misma libertad, inocencia y entusiasmo que manifiestan por lo que hacen los vuelve también megalómanos, tercos, intratables, impredecibles. Es así, te decís. Lo que es para un lado también lo es para el otro. Conviene saberlo: una vez que aceptás que lo querés, perdiste. Amalo o déjalo. Ninguno hace lo que hace para ser artista, ninguno se considera artista, ninguno quiere que se refieran a él con esa palabra. Artística quizá sea la forma en que son vistos desde otros ojos. Ellos sólo practican. Como mejor pueden. Con el monto de entrega que les permitan sus circunstancias, y a menudo más. El ilustrador Rocambole, inseparable de su gráfica para Patricio Rey y los Redonditos, dice: “Producís imágenes y esas imágenes te van condicionando el pensamiento de la misma manera que vos las condicionás a través de tu crecimiento intelectual”. De nunca acabar. No hacen eso: son eso. Eso (la obra) pasó y se ensambló a través de ellos. A partir de que el posmodernismo introduce el concepto de intervención, el artista es un interventor. El que mete mano sobre lo ya hecho. Poco a poco el término va sacudiéndose la connotación de controlador y, peor, de censurador. El arte sería el valor que agregan sus propias ramificaciones. Su pasión por hacerlo invade su ser, su estar y cuanto verbo existencial se les anteponga. Los vampiriza. Sólo ven a través del prisma de su monomanía obsesional. Apasionados, empasionados, hiperapasionados. ¿Empoissonés? (envenenados). Los franceses prefieren llamarlos branchés: enganchados, conectados. Entre nosotros otra palabra se adueña de esa pasión y sus portadores. A partir de “el cope”, empezamos a llamarlos copados. Si a cada uno el respectivo cope le ofrece un lugar de pertenencia, una verdadera patria al decir de Borges, ser un copado expande su rol de resonador al de estimulador. En el sentido de que tal cosa los tiene tomados, el término remite también al hecho de que son personas que copan. Participio presente: copante, copantes. Antónimo: insufribles. En inglés, to cope: ingeniárselas, salir adelante, sobrellevar... Como se llamen, su vida está puesta ahí, en ese demasiado.

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