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Domingo, 25 de abril de 2004

NOTA DE TAPA

Calaveras y brujitas

Dos adaptaciones de Shakespeare tan poderosas como opuestas llegan por estos días a los teatros porteños: por un lado, el Hamlet de Luis Cano, con dirección de Emilio García Whebi y una puesta saturada de muertos, vivos, ratones, zombis, obreros, jaulas, camas y ruedas. Por el otro, La señora de Macbeth, de Griselda Gambaro con dirección de Pompeyo Audivert, una puesta absolutamente despojada y una descomunal actuación de Cristina Banegas como la reina que desbarranca por el abismo de su culpa. Pero, por encima de sus diferencias, ambas consiguen el objetivo siempre esquivo de encontrar en Shakespeare los ecos que más resuenan en nuestro presente. Como yapa, otras dos adaptaciones: Romeo y Julieta con arneses y sogas, y la vida de Ofelia después de la muerte.

POR CECILIA SOSA

¿Cuántas y en cuántas lenguas se habrá pronunciado el “To be or not to be”? ¿En cuántos escenarios del mundo se habrán levantado dedos acusadores para señalar a Lady Macbeth como oscura instigadora del magnicidio? Y sí: a la hora de traer un nuevo Hamlet o Macbeth al mundo, más de alguna pluma y también más de una pantalla habrá temblado, poseída ante tamaña cantidad de espectros reclamando descanso. Pero, se sabe, temerarios no faltan y en casa, menos. Coincidencias aparte, las poderosas duplas de autores-directores de Luis Cano-Emilio García Whebi y Griselda Gambaro-Pompeyo Audivert respiraron hondo y se zambulleron de cabeza en los angustiosos mares de las influencias. De allí emergieron un Hamlet y una Señora de Macbeth sorprendentes, tanto por su osadía como por lo flagrante de sus contrastes. Y, claro, por la certera flecha con la que se clavan sobre el presente. El llamado está hecho: ¡el fantasma de Shakespeare anda suelto y reclama ser conjurado en los teatros de Buenos Aires!
Lejos del color local, este Hamlet y esta Señora de Macbeth parecen hablar de dramas bastante más cercanos y actuales que los que a principios del siglo XVII dejaba asentado Shakespeare para abonar los mitos de Occidente. O, en todo caso, para hablar a través de ellos. Porque... ¿cómo no reconocer en esa reina las resonancias de una desquiciada ecuanimidad a la Evita, la obtusa megalomanía de Nina de Juárez y hasta la chabacana ostentación de la judicializada María Julia Alsogaray? ¿Cómo no encontrar en el destierro del “loco” Hamlet a “las islas”, el territorio en guerra de un país fuera de quicio, y en el espectral reclamo de venganza, la borrachera eufórica de Galtieri, por citar algunas traiciones contemporáneas? En esas manos de reina manchadas de sangre, ¿acaso no viven las huellas de otros crímenes más cercanos que el de Duncan, Banquo y la prole Macduff? Y, ¿cómo no ver en el anuncio de “épocas en las que habrá crímenes más felices” la aventura de otros megalómanos locales que con las manos todavía más sucias sí pueden conciliar el sueño? Será, como dice García Whebi, que “no se puede más que interpelar a los textos clásicos desde una mirada contemporánea”. O, como dice Audivert, que “en el cruce con el material clásico sedimenta toda nuestra herencia formal, personal e ideológica”. Será.

TRAICIONANDO A SHAKESPEARE
Las adaptaciones de Cano y Gambaro nada tienen de pasivo o reverencial en la visita que hacen a los clásicos. Pero parecen partir de principios opuestos: mientras la dupla Cano-García Whebi carga contra Hamlet hasta someterlo y dejarlo sin aliento, Gambaro y Audivert hacen un Macbeth (hay que aprenderlo: se pronuncia con acento en la e) sin Macbeth, o mejor, valiéndose de los silencios de Shakespeare al dejar abandonada a la esposa al final de la tercera escena (sin contar su breve irrupción posterior en estado de locura). Los responsables lo admiten con todas las letras.
Dice el director García Whebi: “Trabajamos con una idea de diálogo directo con el material original. Pero desde una contradicción: quisimos hacer el Hamlet de Shakespeare y no quisimos hacer el Hamlet de Shakespeare. Toda traducción no es más que una forma de la traición. Nosotros asumimos la responsabilidad de traicionar a Shakespeare y, en algún sentido, lo respetamos a rajatabla”. Ahá. ¿Y por el otro lado...?
Dijo la dramaturga Gambaro, en una entrevista publicada por Las/12: “Nunca una adaptación, no. Una obra como Macbeth no se puede tocar. La señora de Macbeth es una obra compacta que escribí sin el libro abierto delante. Recurrí a la obra de Shakespeare –que recordaba de memoria– incorporando ciertos pasajes muy precisos. De otro modo, semejante pieza te ata, te bloquea, tan enorme es. Mejor entonces trabajar con el recuerdo de lo que viste o leíste sobre Macbeth, tratando de que el relato fluya por otros canales”. Aunque cada dupla autor-director parece haber elegido a su antojo, los cartas parecen haber estado echadas de entrada. Mientras los críticos siempre vieron en Hamlet un manifiesto a la teatralidad trágica de la vida (ideal para dar pie a la maquinaria de citas y saltos históricos capaces de desplegar la dupla de Cano y Whebi), en Macbeth encontraron una linealidad siempre precipitada hacia adelante (perfecta para la pluma política de Gambaro y la intensidad dramática que Audivert es capaz de desplegar en sus actores).
SATURACION VS. DESPOJO
Reyes y reinas sobre la mesa (y todavía con vida), demos ahora un paseo por los escenarios. Si en el montado por Whebi –no por nada uno de los fundadores de El Periférico de los Objetos– caminan tanto los muertos como los vivos, si también corren ratones, se balancean los zombis enmascarados (¿o son obreros metalúrgicos?), si hay jaulas donde cuerpos desnudos atribuyen impotencias a divinidades enfurecidas, camas donde se insinúa el incesto y ruedas que desvían el tiempo; en el escenario de Audivert no hay nada. Nada de nada. Salvo la inmensa presencia de Cristina Banegas interpretando a una Lady Macbeth que se resguarda en el vacío para dejar fluir las voces ambiguas de su propia conciencia culposa, apenas rodeada por una tríada de brujas y el estremecedor impulso de un chelo (tocado por Claudio Peña). Un haz de luz basta para recortar un pasillo angosto por donde la Señora pasea sus labios de rouge corrido, su abrigo manchado y su cabeza coronada de horquillas cual mártir siempre nueva o siempre vieja.
Mientras Cano juega a perseguir a Hamlet devenido en una especie de Jason de Martes 13 al que hay que doblegar, acallar y travestir; Gambaro opta por los silencios y las ausencias, por lo que en el texto original no dice o apenas insinúa: la sujeción de una mujer a los designios de un hombre, al revés, o, como suele suceder en los mejores vínculos amorosos, las dos cosas al mismo tiempo.
Así como este nuevo Hamlet parece cargar con el peso de todos los Hamlet alguna vez representados, La señora de Macbeth se refugia en esa atemporalidad congelada que vive cada mujer como-si-no-hubiera-existido-nunca-ninguna-otra en su solitaria lucha por mantener despierto el deseo de su ¿media-naranja?, aun a instancias del crimen.
El Hamlet deslumbra, atosiga y hasta satura a lo largo de 180 minutos de obra. La señora de Macbeth conmueve y espanta por lo que en poco más de 60 minutos no deja ver. O en la intensidad del recorte de una lengua que chupetea la pócima buscando el valor para instigar el crimen primero, y luego para acallarlo.
Así, las dos obras delinean un nuevo duelo (eso sí, de corte netamente shakespeareano): la saturada pretensión de lo barroco contra el despojo intimista de lo clásico. To be or not to be.
HAMLET LLEGA A MALVINAS
De las tres docenas de obras escritas por Shakespeare ninguna es tan famosa como Hamlet. De ella se ha dicho de todo: “fracaso artístico”, “poema ilimitado”, “Mona Lisa de la literatura” y “elefante blanco del autor”, por citar algunas de las más rimbombantes. También se sospecha que en la última versión de 1600-1, Shakespeare llora la muerte de su hijo Hammet, de 11 años. En su Shakespeare. La invención de lo humano, y luego de una revisión crítica de todas las críticas de Hamlet, Harold Bloom para un poco la moto: “No hay un verdadero Hamlet”. Con esa libertad ad-hoc se enfrentaron las versiones de Ricardo Bartis (Hamlet. La guerra de los teatros), de Audivert (Hamlet. Lo mismo y lo otro) y ahora la del propio Cano.
En el escenario del Teatro Sarmiento, el fastuoso castillo de Elsinor se convierte en una maloliente herrería donde, entre metales oxidados, obreros zombis y carretillas destartaladas que arrastran pesos demasiadopesados, vive Hamlet, “el hombre cuya madre se casó con su tío que asesinó a su padre”. Allí acampan mito, leyenda y chisme. “La enfermedad de Elsinor es de todas partes y de todos los tiempos. Algo está podrido en todos los Estados y si la sensibilidad de uno es como la de Hamlet, entonces finalmente no la tolerará”, advierte Bloom.
Es cierto: Cano respeta a rajatabla la cantidad de personajes y actos. Pero los fantasmas convocados exceden largamente al del rey asesinado: más que un espectro padre (que alguna vez fue interpretado por el mismo Shakespeare) parecería haber decenas de generaciones bailando una danza macabra de máscaras. Este Hamlet lleva a un extremo (por momentos casi asfixiante) la teatralidad que subyace en el texto original: los personajes oscilan entre la interpretación de las líneas de Shakespeare (algunas pronunciadas burlonas en su idioma original), las escritas por Cano e, incluso, desconocen todo mandato y desembuchan en escena sus reclamos gremiales. “Trabajamos –admite Whebi– con al menos cuatro niveles de actuación. Es una lógica de cajas chinas que se van imbricando unas con otras.” Los actores se toman la consigna en serio y no dan respiro ni siquiera en el breve intervalo. Mientras el público sale a buscar un poco de aire fresco al hall, ellos arengan desde el borde del escenario: “Ustedes son el mejor público que tuvimos esta noche” o “¿Están seguros de que entendieron el chiste?”.
Y no, difícilmente sea posible seguir todas las citas y saltos que propone esta inquietante versión vernácula. Porque cada traición parece impulsar a un nuevo desdoblamiento y siempre parece quedar espacio para un nuevo revés en el duelo ficción-realidad. Queda, entonces, dejarse llevar y esperar que lleguen las sonrisas. “No, no estamos a la altura de la versión de Alfredo Alcón”, se burla un personaje.
En este tiempo intempestivo –que activa una rueda que gira sobre el escenario– donde los actores son y no son actores y Shakespeare es y no es Shakespeare, casi no sorprende que suban a escena otros muertos que pondrían aún más nervioso al agitado Hamlet medieval. El encastre tiene forma de ardid: si en el texto original la familia real destierra al “loco” a “las islas”, en escena estas islas quedan mucho más lejos de Dinamarca que Inglaterra. Súbitamente trasladado al Hemisferio Sur, Guillermo Angelelli (que hace de Hamlet) besa el cráneo de Yorik, “el bufón del rey” y, con las voces del Papa y de Galtieri como telón de fondo, la obra parece estar reescribiendo la historia argentina reciente. “Con Luis (Cano) formamos parte de esa generación gozne que no militó en los setenta y que tampoco fue hija de la democracia. Una generación que se reconoce en la patraña de Malvinas”, explica Whebi.
Todo parecería empezar a llegar a destino cuando el cuerpo de Hamlet, ya exánime, aparece hundido en su cajón y en pleno ataque narcisista la obra habla de sí misma. “Este producto ya sin padre vale lo que un hijo”, se oye sobre la escena. ¡Al fin! Pero... ¿hacían falta tres horas para superar la angustia de las influencias?

LADY MACBETH Y EL SER NACIONAL
Se dijo: a diferencia del Hamlet de Cano, la adaptación de Griselda Gambaro de la tragedia sangrienta de Macbeth no carga contra el texto escrito en 1606 sino que lo elude internándose en sus silencios. Allí, la posibilidad de la actuación no parece cuestionada sino que recae –y con todo su peso– sobre el cuerpo de Cristina Banegas, cuya inmensa presencia alcanza para llenar un escenario desierto. A modo de séquito, Audivert –con ayuda de la bailarina y coreógrafa Rhea Volij, especialista en danza butoh japonesa– recrea a tres pérfidas y exquisitas brujas que encierran a la Señora hasta hacerla desbarrancar por el abismo de su culpa. Ella son Fernanda Pérez Bodria, Corina Romero y Silvia Hilario, una escuálida y lánguida, otra seductora y coqueta, y una terceraregordeta; y juntas, el coro más sarcástico y estremecedor que pueda imaginar ninguna reina.
Así como el escenario de Hamlet se satura de todo, la obra escrita por Gambaro trabaja por ausencias, en el diálogo de una mujer con un marido que habla a través de ella, sin dignarse siquiera a mostrar un poquito la cara. Banegas construye un poder casi andrógino, coronado por espinas de horquillas que no dejan nada sin sujetar. Y es en ese único y convulsionado cuerpo, en la extraña autonomía de unas manos (que en un pasaje genial, a cabeza encapuchada, Banegas deja literalmente hablando a solas) donde se agitan las voces de otras luchas y de otros espantos. “Shakespeare tiene una vigencia universal y la seguirá teniendo –dice Audivert–. Ni lo psicológico ni lo histórico alcanzan a explicar sus personajes, que son multiplicaciones poéticas de las pasiones y dramas humanos. Pero nuestra Señora Macbeth, además de ser universal, es muy nacional. Nina Juárez o María Julia son nuestras Macbeth. ¿Por qué no dejarse atravesar por ella? La musicalidad de la voz y el cuerpo de Banegas, una actriz extraordinaria como ninguna, puede a veces contener al ser nacional desmembrado.” Y hay que verla a Gambaro exigiendo que los niños pobres y los ladrones se sienten a la mesa del rey, sulfurándose ante la falta de cristalería de luxe, o enloqueciendo ante la muerte del hijo. Aunque no sea suyo ni se llame Junior.
Freud dijo que la maldición de no tener hijos era lo que motivaba en Macbeth el asesinato y la usurpación del trono. Bloom fue más allá y vio en su impotencia sexual (ironizada por Shakespeare en el original) la fantasmagoría que inspira la máquina asesina. Pero hay que decirlo: la relectura de Macbeth de Gambaro y Audivert se hace en clave casi feminista. Retomando el personaje que Shakespeare dejó trunco, se atreven a imaginar cómo y bajo qué formas la ambición y el deseo pueden acampar en cuerpos femeninos, aun cuando la pregunta maléfica emerja con sorna en boca de una de las brujas: “¿No será un travesti?”. La frondosa literatura misógina repiquetea burlona en la cabeza de la futura reina: “Yo no pienso, él piensa por los dos”. Pero, pérfida, también se relame: “Es fácil decir que no a un postre, pero, ¿a un crimen...?”.
A diferencia de los tiempos en simultáneo que propone desde el escenario la adaptación de Hamlet, La señora de Macbeth parece apostar a la fortaleza de una historia lineal que sucede en un tiempo siempre presente, sin cambios de vestuarios ni renovación de actores. Basta con el fantasma de Banquo (el ex amigo asesinado) para cuantificar el historial de serial killer en que deriva la paranoia de Macbeth.
Dice Gambaro: “El gran dilema de La señora de Macbeth es dejar de oír su propia voz. El motor no es tanto la ambición de poder sino el amor que ella siente por Macbeth, tanto que no puede tener pensamientos propios. Es el juego constante de ‘pienso esto pero no lo pienso’, porque no es lo que piensa Macbeth”. Esa ambigüedad permanente se condensa en una pregunta: “¿Quién soy: soy un hombre o deseo el poder de Macbeth?”. Y en la respuesta, la obra también habla de sí misma: “Seré reina con poder de rey. No engendré a nadie, pero me engendraré a mí misma”.
¿Por qué volver a los clásicos? “No sé si Dios creó a Shakespeare –dice Bloom–, pero sí que Shakespeare nos creó a nosotros, hasta un grado completamente asombroso.” Cualquier parecido con la realidad, entonces, no puede ser pura coincidencia.

La señora de Macbeth: viernes y sábados a las 22 en el Centro Cultural de la Cooperación, Av. Corrientes 1543.
Hamlet de Shakespeare: de jueves a domingos a las 20.30 hs. en el Teatro Sarmiento, Av. Sarmiento 2715.

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