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Domingo, 25 de abril de 2004

MUESTRAS

¿De qué se ríen los olmecas?

Vestigio de una de las primeras culturas de Mesoamérica, las gigantescas cabezas olmecas siguen desconcertando a antropólogos e historiadores. ¿Reyes? ¿Astronautas? ¿Testimonio de una raza de gigantes negros? ¿O unos Maradonas que ya gambeteaban 3 mil años antes de Cristo? Nadie lo sabe. Pero la impresionante muestra en la Fundación Proa permite contemplar este misterio. Y el mayor de todos: el de sus sonrisas.

 Por Luis Bruschtein

Es una carita al lado de la otra, todas que te miran y te sonríen desde el enigma o el sueño. Son entierros milenarios con la delicadeza de una joya en los rasgos diminutos, en el pliegue epicántico que sugiere orígenes exóticos y hasta la improbable existencia de un pensamiento en el corazón de la cerámica. Y una gran sonrisa de toneladas de basalto, encasquetada y gigantesca: la gran cabeza olmeca. Es la exposición La magia de la risa y el juego en el arte prehispánico de Veracruz, México, que se exhibe hasta el 20 de junio en la Fundación Proa, en la Boca.
Los olmecas, cuyos orígenes llegan a los tres mil años antes de Cristo, fueron anteriores a los mexicas de Tenochtitlán y fueron una de las primeras culturas potentes y elaboradas de Mesoamérica. Hay dieciocho cabezas olmecas de distinto tamaño, que van de las veinte a las cincuenta toneladas de roca basáltica. Una de ellas, la última que se encontró (1982), es la que se exhibe en la Boca junto a la colección de figuras sonrientes de cerámica.
La cuestión es que los refinados ceramistas de El Zapotal se convirtieron en un verdadero intríngulis para los antropólogos del siglo XXI, descolocados por tanta sonrisa antiquísima. Las figuritas se matan de la risa y los antropólogos se rompen la cabeza tratando de averiguar por qué. Es evidente que los olmecas de El Zapotal decidieron conspirar contra sus descubridores del futuro, porque en casi ninguna otra región de la antigüedad, cualquiera sea el continente, los artistas hicieron sonreír a sus creaciones. Casi todas han pasado a la posteridad dormilonas o solemnes. Y acá hay sonrisas para todos los gustos. Está el personaje burlón, el de la sonrisa pícara, el del gesto sobrador, la mujer divertida y juguetona, el gordo satisfecho con hoyuelos en las mejillas y el maléfico de sonrisa ratonesca. No es la sonrisa de sello multiplicable del smile de Internet, sino el lenguaje complejo de la sonrisa llena de sugerencias y de intenciones, de complicidad o astucia de plenitud y felicidad. Las estatuillas tienen personalidad y un extraño soplo de vida.
Los antropólogos sospechan que para los olmecas la sonrisa tenía un significado distinto al que le endilgan los tiempos modernos. Es otra clase de sonrisa: un contenido que se desvió cuando ellos desaparecieron en los pantanos y las selvas de Veracruz y se llevaron el sentido. ¿De qué se ríen los olmecas? Nadie puede responder a esa pregunta.
La cabezota es un caso aparte: durmió cientos de años enterrada en los pantanos empetrolados de San Lorenzo Tenochtitlán, y en 1982 un campesino desprevenido tropezó con la parte superior de su cráneo colosal de roca basáltica. Ya habían desenterrado diecisiete cabezotas en la misma zona de los chistosos olmecas. Este último es un cabezón sonriente, igual que sus hermanitas pequeñas. Pero el cabezón apenas estira las comisuras de su boca, condescendiente y hasta poderoso desde su mole de piedra.
Las cabezotas también son un misterio. Nadie entiende la razón de su tamaño, su significado ni sus aditamentos. Los amantes de los ovnis dicen que tiene un casco de astronauta. Los esotéricos que estudian una Atlántida brumosa e imposible hablan de sus rasgos negroides –nariz chata, ojos redondos y labios gruesos– y atribuyen el tamaño a una raza de gigantes negros que fueron los enemigos de los presuntos habitantes del continente hundido.
Los antropólogos, a su vez, discuten si se trata de reyes o de jugadores de pelota, algo así como Maradonas olmecas homenajeados por los hinchas de la tribu. Los dieciocho colosos tienen un casco con orejeras, posiblemente un atributo del poder y la aristocracia o un accesorio de protección para el juego de pelota, que constituía al mismo tiempo entretenimiento y ritual religioso en el que muchas veces los perdedores eran sacrificados a los dioses, algo parecido a lo que sucede en la actualidad. No todos los grandotes sonríen. El que se exhibe en la Fundación Proa sí. Es un tipo amable, aunque estático e impertérrito. Todos sus secretos están guardados a cal y canto, a piedra y tiempo, y su sonrisa es la llave.
Octavio Paz escribió sobre las cabecitas y su risa. “¿La risa humana es una caída, tenemos los hombres un agujero en el alma?”, dice. “Me callo, avergonzado. Después me río de mí mismo. Otra vez el sonido grotesco y convulsivo. La risa de la cabecita es distinta. El sol lo sabe y calla. Está en el secreto y no lo dice. O lo dice con palabras que no entiendo. He olvidado, si alguna vez lo supe, el lenguaje del sol”.
El poeta explica la risa mejor que el antropólogo. El pensamiento científico sólo la puede describir. El poeta no piensa en esos términos: ve la figurita que sonríe, ve la lengua que se asoma entre los labios y se contagia de la risa, y en ese momento la risa del poeta da vida a la carita que lo hizo reír. Quizás fueron hechas para eso, para hacer reír a los poetas, que no todos escriben: hay muchos que andan por ahí sin saber que lo son y solamente podrán descubrirlo cuando se rían delante de las caritas. Aunque no sepan el lenguaje del sol, es probable que lo hayan entendido sin darse cuenta.


La magia de la risa y el juego
en el arte prehispánico
de Veracruz, México.
En la Fundación Proa,
Av. Pedro de Mendoza 1929
(y Caminito).
Hasta el mes de junio.

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