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Domingo, 10 de octubre de 2004

AFFAIRS - EL DíA EN QUE GLORIA VANDERBILT SE MATó POR BRANDO

Noche de Gloria

Howard Hughes, Frank Sinatra, Sidney Lumet, Roald Dahl: en su flamante autobiografía (It Seemed Important at the Time), Gloria Vanderbilt –belleza, heredera y oveja negra de una legendaria fortuna norteamericana– rememora su vida como una desdichada y frívola secuencia de matrimonios, affairs y divorcios con algunos de los hombres más peculiares de Estados Unidos. Pero de todos, hubo uno solo que la llevó al suicidio: Marlon Brando. Radar reproduce sus imborrables recuerdos de aquella noche.

Por Gloria Vanderbilt

Acababa de ver Nido de ratas y de perder la cabeza por Marlon Brando. ¿Pero quién no? Toda esa sensibilidad inarticulada. Tan femenino, y a la vez tan masculino. Sentados en la oscuridad del cine, mi amigo Russell Hurd y yo mirábamos la pantalla, embobados. Sí, eso es para mí, pensaba, y no podía esperar a poner un pie en la calle y llamar a Carol a la Costa Oeste. Ella lo conocía, había salido con él, y hasta había paseado por Nueva York en su moto.
Pero cuando llamé, la línea estaba constantemente ocupada. Sólo al final conseguí comunicarme: “Querida, qué increíble. Acabo de cortar con él”, me dijo. “Voy para allá”, le dije.
Y allá fui, en el primer avión a Los Angeles.
Carol me pasó a buscar por el aeropuerto y comimos en la casa de Marlon esa misma noche. Que no me hablen a mí de gratificación instantánea. Había metido en la valija mi mejor vestido de Norell –rojo, tipo sari, bordado en oro, demasiado arreglado para una comida chez Brando, que terminó siendo una pequeña reunión en la cocina: la tía de Marlon, Carol, él y yo. No importa: con las rodillas temblando, pero en apariencia calma, fresca y, como dicen, recatada, esperé en la puerta mientras Carol tocaba el timbre.
Y ahí estaba: más, más, mucho más de lo que podía imaginar. Si mi marido era Dios, ahí estaba Zeus. Necesité de toda mi concentración para no desmayarme en la entrada.
¿De qué hablamos en la mesa? No tengo ni idea. Lo único que recuerdo es a él diciéndome durante el postre, por encima de las galletitas y el helado: “Tenés una piel muy japonesa”. Sí, sí, japonesa, tenía ganas de gritar, japonesa y es toda para vos. Pero sonreí con gracia (o eso pretendí) y miré para otra parte. Pasaron las horas, se fue la tía, y después se fue Carol. Estábamos solos. Parece una novela, ¿no? Supongo que lo fue, porque cuando estuvimos solos... Mi dios... En fin... En su cuarto, sobre la mesa de luz, había una foto-para-morirse (una foto suya) en un portarretrato de plata; era una foto de estudio para promocionar Désirée, la película que estaba haciendo. Y al lado, uno de esos teléfonos con luz que no paraba de llamar (mujeres, sin duda), pero con el sonido bajo, lo que dejaba sólo el parpadeo de sus luces, prendiéndose y apagándose, prendiéndose y apagándose, toda la noche, prendiéndose y apagándose, como luciérnagas en la oscuridad.
A la mañana siguiente, Carol me pasó a buscar.
Cuando me subí al auto, Marlon apoyó sus labios sobre el vidrio de la ventanilla, y yo apoyé los míos al otro lado. Pero el vidrio no se quebró: lo único quebrado era mi corazón. No me llamó en todo el día. Di vueltas por la casa de Carol esperando que sonara el teléfono. Hablábamos pavadas mientras terminábamos los preparativos para una fiesta que daba Carol esa misma noche. ¿Debía llamarlo? ¿Y si lo llamaba ella? No, no, no. Había que esperar. ¿Iba a venir a la fiesta? Quizá. ¿Seguro? No, no iba a venir. Sí, iba a venir. Pero no fue. En su lugar estuvo Gene Kelly bailando y cantando bajo la lluvia de mi corazón, por decirlo de algún modo. Yo tenía puesto de nuevo ese desgraciado vestido rojo de Norell. Gene no paraba de llamarme “Princesa Persa” mientras nos escabullíamos a otra habitación y empezábamos a besarnos. Mientras tanto, Carol y algunos invitados jugaban alrededor del piano. Cuando Gene y yo volvimos para sumarnos, Betty Bacall estaba cantando Little Girl Blue, una canción que me describía a la perfección mientras yo miraba frenéticamente alrededor. Pero Marlon no había llegado. Ya era tarde y todos empezaban a irse. Yo también me iba a la mañana siguiente: volvía a Nueva York, hueca y vacía. ¿Volvería a tener noticias suyas?
Sí, y mucho antes de lo que esperaba: en el aeropuerto, antes de embarcar. Averiguó mi número de vuelo a través de Carol y ahí estaba, en el teléfono de la sala de embarque, justo antes de que yo pusiera un pie en el avión. “Gracias por tus cálidos sentimientos”, me dijo. “Yo también”, respondí casualmente. Pero estaba en pánico. De vuelta en Nueva York, no sólo no volví a verlo sino que tampoco lo volví a escuchar, y me hundí en la desesperación. Pasé horas escuchando Unforgettable de Nat King Cole. Su monotonía, una y otra vez, me tranquilizaba, me aliviaba –por el amor de Dios, Gloria, apagá eso–. Pero no podía. Había quedado prendada a un mito y no podía dejar que el cuento de hadas se desvaneciera.
De todos modos, aunque mi viaje a Los Angeles no había resultado como yo quería, me dio coraje. Nunca volvería a entregarme completamente, nunca volvería a entregarle mi corazón a nadie (ni siquiera a Zeus Marlon) del modo en que se lo había entregado a Leopold Stokowski, mi marido. Nunca.
Enfrenté a Leopold, y aunque me dijo “Nunca, nunca, nunca te voy a dejar ir”, y aunque en algún lugar de mi mente yo seguía pensando que de algún modo él era Dios, y aunque volvía a sentirme encerrada en una jaula con la puerta cerrada, convencida de que no había otra opción que permanecer cautiva, pensé que debía existir alguna manera de llegar a él. Corrí a la botella de whisky, tomé un par de sorbos para tragar los somníferos (Seconals, creo), y volví a la biblioteca, adonde se sentaba imperioso detrás de su escritorio, y le dije que si no me dejaba libre prefería morir.
Lo que fuera que vio delante suyo, había llegado hasta él. Lo asustó lo suficiente como para llamar a un médico, pero cuando el médico llegó no era lo suficientemente grave como para internarme, y mucho menos lo suficientemente grave como para que me dejara libre. Lo único libre al día siguiente fue un martillante dolor de cabeza.
A solas con el martilleo, mis pensamientos saltando como arvejas en una cacerola caliente –¿qué, dónde, quién, cuándo?– y absolutamente desconectada de la vida, recibí una de esas llamadas que pueden cambiarte la vida. Ring-ring, levanté el teléfono al segundo llamado: era Julie Styne diciendo que Frank Sinatra estaba en la ciudad y me quería conocer. ¡Sí! ¡Sí! Salté de mi sartén como una ardilla trepando un árbol, y una semana más tarde estaba llevándome a mis hijos, dejando la casa de 10 Gracie Square y mudándonos al Hotel Ambassador. Frank Sinatra había explotado en mi vida.

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