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Domingo, 8 de septiembre de 2002

Ningún lugar en el mundo

Después de un largo silencio cinematográfico repleto de proyectos truncos, Adolfo Aristarain vuelve a las carteleras argentinas con una película absolutamente inesperada: un guión sin trucos ni golpes de efectos sobre un matrimonio mayor que se niega a irse del país, a pesar de estar obligados a empezar todo de nuevo. En el estudio de la casa que periódicamente hipoteca para filmar, Aristarain habló con Radar del auge del nuevo cine argentino, de la polémica Ley de Cine que impulsó junto a Luis Puenzo, de su experiencia con Hollywood, de la honestidad brutal con la que se expone en Lugares comunes y de todos esos proyectos que nunca pudo filmar, desde una historieta de Oesterheld a Noticia de un secuestro de García Márquez.

Por Martín Pérez


Uno de los mitos más antiguos del cine argentino es el del director que debe hipotecar su casa para poder filmar. Situada en el corazón del barrio porteño de Villa del Parque, la nada escandalosa casa de Adolfo Aristarain es, sin embargo, algo así como un pequeño palacete de varios pisos, con un pequeño jardín rodeándola y una frondosa cerca que separa la propiedad de la calle. Hay una inmensa enredadera cubriendo una de las medianeras, y una pareja de enormes perros acechando cariñosamente todas las entradas de la casa, pero también muy atentos a la puerta de calle. “No sabés cómo le gusta la calle”, dice Aristarain del macho de la pareja. “Una vez se nos escapó, y salimos con la perra a buscarlo; por suerte lo trajimos de vuelta. Pero yo sé que si huele alguna hembra en celo no lo agarramos más”, cuenta el director, que cada vez que abre el portón de la casa encierra cuidadosamente a sus queridos perros.
Pese al calor del sol de setiembre, el amplio living que ocupa la mayor parte de la planta baja está presidido por un hogar encendido. “Sí, es un fuego de verdad. Si pusiera gas ahí sería un gil”, confirma Aristarain, cómplice y canchero a la vez. Subiendo la escalera se encuentra un gran estudio, donde, entre discos, libros y revistas, están los dos escritorios en los que el director más respetado de las últimas dos décadas del cine argentino trabaja en los guiones de todas sus películas, tanto las que alcanzó a filmar como de las otras tantas que nunca fueron. “Primero escribo a mano, y después paso todo a la computadora. Recién ahí me doy cuenta si la cosa funciona o no”, explica Aristarain, cómodamente sentado frente a un amplio, antiguo y más que respetable escritorio de madera, donde realmente comienza todo. A un lado está la computadora, apagada y descansando sobre un escritorio mucho más funcional. Y detrás de él hay una ventana por la que se accede a un balcón desde el que se puede volver a bajar al patio que rodea la casa. La casa que Aristarain asegura no haber hipotecado nunca para poder filmar. Y después de una pausa que parece calculada, y ajustando un nuevo ojal el cinturón ya ajustado del mito del sufrido director de cine argentino, remata su frase: “No la hipoteco para hacer cine, la hipoteco para vivir”.
En un medio en el que las nuevas generaciones de directores deben empezar hipotecando su vida para soñar con llegar a ejercer el oficio que más les gusta, el de Adolfo Aristarain es algo así como un caso testigo. El del director dueño de un apellido con un prestigio ganado a través de sus películas en todo el mundo de habla hispana, y más allá también. Un apellido que es casi una marca registrada construida a fuerza de obras que parecen llamativamente pocas, sobre todo si se toma en cuenta aquel sueño de su portador cuando comenzó en esto: el sueño de dirigir dos películas por año. “Yo haría tres por año, si pudiera”, asegura aún hoy Aristarain, cuya leyenda también incluye una llamativa dificultad para concretar cada una de sus obras. “Sí, es verdad: a mí siempre me cuesta un huevo filmar una película”, acepta este director que el único sueldo como director que cobró en su vida fue el de La ley de la frontera. “En las demás cobré recién a los premios, si es que la película hizo guita”, confiesa Aristarain, que el jueves próximo estrena una nueva película, la primera desde Martín (Hache).
Protagonizada, cuándo no, por Federico Luppi, el nuevo film de Aristarain no puede menos que ser uno de los acontecimientos de un cine argentino que, últimamente, juega a dos puntas. Por un lado, celebra algún que otro éxito en taquilla; por el otro, se enorgullece de una nueva generación que arranca halagos en los festivales de todo el mundo. Y si alguien tiene suficientes méritos propios para poder plantarse con autoridad entre ambos, ése es Aristarain, cuyo flamante Lugares comunes es un film que incluso su realizador acepta como el más despojado y al mismo tiempo el más complejo de toda su carrera. “Estoy jugado hasta los huevos con esta película. Pero no sólo en materia económica, sino porque en ellano hay ninguna trampa de esas que se supone que son válidas a la hora de hacer cine. No, acá yo me pongo en pelotas, diciendo: señores, ésta es la historia, éstos son los personajes, a ver qué opinan...”
Es curioso que justo un director como vos, formado en otra clase de escuela cinematográfica, te pongas en una situación en la que prácticamente dependés más del espectador de lo que él depende de vos.
–Es toda una jugada. Es probar que respetás al espectador, que no pensás que son todos boludos. Que sabés que hay gente que tiene sensibilidad, que piensa y que recibe lo que vos le estás mandando. O al menos eso es lo que yo espero.

BASTA DE TRUCOS


Un veterano profesor de secun
dario está a punto de irse de vacaciones con su mujer. Van a España, a visitar a su hijo y a sus nietos. Pero en su último día antes de dejar su trabajo el profesor se entera de que esas vacaciones serán para siempre: lo han jubilado. Y no precisamente asegurándole la subsistencia. El profesor y su mujer se tomarán sus vacaciones, pero regresarán a Buenos Aires obligados a ganarse la vida. Y, se sabe, la cosa no está muy fácil que digamos. “Lo que más me interesó de la historia de Lugares comunes es la idea de una pareja que ya es mayor pero que está obligada a empezar de nuevo”, explica Aristarain. “Están en una etapa de su vida en la que, supuestamente, lo único que tendrían que pensar es en vivir tranquilamente y disfrutar un poco de lo que han hecho en la vida. Pero, en cambio, tienen que salir a buscar su subsistencia a una edad en la cual ya no entran en el mercado de trabajo ni en nada. Se las tienen que rebuscar como pueden. Y esa historia me parecía piola porque, por un lado, mostraba claramente la crueldad de este sistema. Y, por otro lado, me parecía una historia muy atractiva”, aclara el director, que no puede explicar muy bien por qué decidió contar precisamente esta historia. “Uno no sabe muy bien por qué aparecen las historias. Simplemente aparecen”, se encoge de hombros Aristarain, que explica que la historia de Lugares comunes está basada en una novela inédita de un primo suyo, mayor que él, al que le pasó más o menos lo mismo que al protagonista del film.
“Aunque yo no tengo hermanos, mi familia es muy grande. Somos muchos primos, que nos vemos sólo en los velorios y los casamientos. Uno de ellos incluso es intendente de Puerto Madryn, Julio Aristarain”, cuenta Adolfo, y explica que el autor de Lugares comunes es Lorenzo, de profesión geólogo, que en su momento lo había asesorado en Tiempo de revancha e incluso en Un lugar en el mundo. “Lorenzo era investigador jefe del Conicet cuando hace unos años, en medio de un recorte del Estado, lo terminaron echando. Ahí fue cuando dijo A mí no me matan en vida y se puso a escribir. Y me empezó a usar a mí como crítico de sus trabajos. Me pasa los cuentos y las novelas que escribe para que le diga qué me parecen. Y cuando leí esta segunda novela, pensé que estaba bien pero nada más. Me parecía que había una punta, eso sí. Hasta que un día se me cruzó con otras historias que tenía metidas en la cabeza y apareció la película. Así es como pasan las cosas, pero nunca sabés bien por qué”, se disculpa nuevamente el director.
Lugares comunes es, afirma el director, una película con una simplicidad aparente, por la forma en que está contada y filmada, pero que al mismo tiempo tiene una trama muy elíptica. “Desde Martín (Hache) que le voy rajando a todo lo que sea fórmula”, confiesa. “Todas estas cosas que dicen que el conflicto del film debe aparecer a la altura de la página veinte del guión, y que ahora hay que poner algo de humor para aflojar la tensión y que ese personaje que presentaste como bueno y simpático mejor ahora que se muera para que la gente se emocione. Todos mecanismos válidos y efectivos en este medio, pero que yo veo venir incluso en las películas que veo y me ponen a parir y no me gustan un carajo. Y por eso sonmecanismos a los que les rajo violentamente, e intento hacer todo lo más sencillo posible y que pasen poquitas cosas. Y dentro de ese esquema, el desafío es cómo mantenés la atención, cómo hacés que la gente se interese y no se aburra, que se entretenga con la historia. Yo creo que está conseguido, pero no me preguntes cómo. Porque no tengo ni la menor idea.
¿Esta búsqueda es algo que aparece en tu cine recién a partir de Martín (Hache)?
—Sí. Y de lo único que te puedo decir que soy consciente es de esa búsqueda. Porque, después de tanto tiempo que estoy en esto, me doy cuenta que con el cine me pasa lo mismo que con las novelas: cada vez son menos los tipos que leés o releés, y son los que no tienen trampa. Lo que buscás es una honestidad a ultranza. Ese autor que no trata de manipular al lector o al espectador. Los que tratan de contar historias de personas, de gente con la apariencia de estar viva. Y sin utilizar ninguno de esos ganchos que teóricamente son lícitos en la ficción. Sino hacer que su público, y esto es lo más complicado, se interese en los personajes para que les resulte atractiva la historia. Porque sino cagaste. O sea: no la historia basada en peripecias o anécdotas sino en qué carajo les está pasando internamente a esos personajes. Ese es el cine al que apunto, y el que me gusta ver.
Pero ése no es el cine al que apuntabas en tus comienzos...
—Evidentemente no. (Piensa.) Aunque tampoco te puedo decir que nunca voy a volver a él. Si mañana cae en mis manos un policial que está bien y me lo creo, no tengo problemas en filmarlo. Pero lo que me pasa es que siento un gran rechazo por todos esos mecanismos. Porque llega un punto en que ves venir la trampa por todos lados, y cuando llega lo único que decís es me quiero ir de acá. Y es algo jodido, porque empezás a disfrutar cada vez menos como espectador.
¿Sufrís mucho cuando vas al cine últimamente?
—(Se ríe.) No, yo sufro sólo con mis películas. Con las de los demás no sufro para nada.

 

HOLLYWOOD BABILONIA


Uno cada cuatro años. Ese es el ritmo de Adolfo Aristarain para hacer films. “Pero no es culpa mía”, se disculpa el director, que más de una vez se ha quejado de que está casi condenado a hacer cine de autor. Porque, precisamente, su apellido es una marca registrada, algo que, sin embargo, no lo ayuda para nada a la hora de conseguir proyectos. “Esto de ser Aristarain es una cagada”, dice, entre risas, aunque inmediatamente aclara que no piensa eso de sí mismo. “Pero están los que sí lo piensan, y te cagan la vida”, explica.
“Cada vez que voy a España tengo diez tipos que me llaman para que me encuentre con ellos a tomar unas copas. Queremos producirte tu película, me dicen siempre. Pero queremos que escribas algo tuyo, algo personal. Y a mí no me da el cuero para eso. Gracias que se me ocurre una historia cada tanto. Pero los tipos no quieren saber nada, e insisten en lo mismo cada vez que voy para allá. Hay tipos que ni siquiera me dan nada para leer. No, queremos algo tuyo, algo que sea lo más personal posible. Y yo pienso: ¿por qué no se van todos a cagar? Yo así no puedo vivir. (Se ríe.) Porque para no tener que andar hipotecando la casa tendría que hacer una película por año. Y no la hago ni en pedo.”
Alguna vez, Aristarain coqueteó con la idea de irse a vivir allí donde no fuese una quimera soñar con filmar, al menos, una película por año. “Eso fue hace tiempo. Fue algo que imaginé allá por la segunda mitad de los ‘80, cuando hice aquella película para la Columbia”, explica Aristarain, refiriéndose a The Stranger, aquel film con Bonnie Bedelia que nunca dejó que se viese en la Argentina, ni siquiera en video. “Aquella vez debo de haber estado, entre idas y venidas, como un año en Estados Unidos. Y no me banqué el modo de vida de ellos. Me dije: Si yo vivo acá, al mes me tiro de un balcón. Además, no aguantaba la manera en que tenés que conseguir trabajo, que es ir todas las semanas por lo menos a dos cócteles, y a esos desayunos de trabajo increíbles. Y en eso sí que están totalmente pelotudos, porque te citan a las ocho de la mañana a desayunar en hoteles maravillosos, y es una hora en la que apenas si sabés cómo te llamás”, recuerda el director. “Te ofrecen el oro y el moro, y después todo queda en nada”, cuenta. Y se embala: “Lo que yo nunca entendí es por qué para conseguir laburo tenía que caerles simpático a todos esos tipos. Si yo tengo un oficio, que es hacer películas, y en mis películas se ve lo que puedo hacer y lo que no. Pero se ve que las cosas no funcionan así”.
Aunque todo ese resquemor, asegura, no influye para nada en su opinión contundente sobre la progresiva caída del cine de Hollywood. “Yo trato de ser objetivo, y desde esa objetividad veo que el cine norteamericano está cada vez peor”, explica, y cuenta que hace poco volvió a reunirse con unas productoras de un estudio grande. “Eran tres minas que me tiraron tres guiones. Los leí y les dije que en uno de ellos, que hablaba de unas portorriqueñas que cortaban caña de azúcar, más o menos había una punta que se podía laburar. Pero que los otros dos eran infumables, y no servía ni una página, eran una basura. Y ellas me contestaron que tenía toda la razón del mundo. O sea que me tiraron los guiones simplemente para ver para qué lado corría. Me contaron que el primero, el que más o menos me gustaba, lo iba a dirigir una chica. Pero que los otros dos también estaban en producción. Me dijeron que sabían que eran una basura, pero me explicaron que, como productoras de un estudio grande, si no producían cierta cantidad de películas por año, les daban una patada en el orto. Y así es como todo se convierte en una máquina de hacer chorizos. Con lo que venga: con huesos y basura, ni siquiera carne de cerdo”, es su contundente conclusión sobre ese circo en el que alguna vez, allá lejos y hace tiempo, soñó con participar.
“Yo no sabría qué hacer con esa clase de guiones”, explica Aristarain. Y confiesa: “Más de una vez me llegan guiones y mi mujer Kathy me dice: Leelos con cariño, que estamos en la lona. Pero yo no sabría qué decirles a los actores, ni dónde poner la cámara. Te lo juro. Ojalá pudiera”.

 

EL CORTO BRAZO DE LA LEY


Tal vez por aquella temprana desilusión con la gran industria del cine, Adolfo Aristarain es uno de los grandes pioneros en eso de fomentar una industria que sea propia. “Por eso es que yo puteo, insisto y rompo las pelotas con que todo esto no sirve”, dice Aristarain, abarcando con su “todo esto” las alabanzas por el auge del cine argentino y las películas hechas, como él dice, “por dos mangos”. “Acá lo único que sirve es tener una industria, que podríamos tener si no se afanaran la guita desde el Ministerio de Economía”, se enerva, aunque inmediatamente menciona la noticia de que el Instituto de Cine volverá a disponer de los fondos que le corresponden. “Vamos a ver lo que pasa el año que viene”, se ataja, pero insiste con lo de la Ley. “Lo que más bronca te da es que la ley no jode a nadie, porque la guita sale de las entradas de cine”, explica. Y agrega: “Nosotros también jodíamos con los telefilms, porque ésa es la única manera de aprender a hacer cine. Porque cuando dicen que la televisión apoya al cine es todo una mentira. Queríamos una ley como la francesa, que obliga a los canales a invertir el 3 por ciento de sus ingresos en la producción de cine. Pero nos dijeron que nos dejásemos de joder con eso, porque si no la ley no salía. Los canales no querían que nadie les revisara los números”.
También cuenta Aristarain que tanto él como Puenzo, el otro director con el que trabajó codo a codo por esta Ley del Cine, recibieron muchas quejas de los cineastas más jóvenes, porque la Ley no incluía el cine alternativo. “Y lo que nosotros les explicábamos es que si no hay una industria, tampoco va a haber ningún cine alternativo. Porque tal comoestán las cosas ahora, todo el cine que hacemos es alternativo”, es el resumen de Aristarain de aquellas discusiones, que no llegaron al punto de ser una nueva Guerra del Cerdo, con los directores jóvenes cargando contra los más experimentados. “Fueron charlas de café, no nos peleamos”, aclara Aristarain, que tiene otras razones para negarse a aceptar el slogan del Nuevo Cine Argentino. A pesar de que sus razones estéticas para filmar como filma de Martín (Hache) en adelante lo ubiquen más cerca de esa clase de cine que de ningún otro.
“Lo que pasa es que yo descreo mucho de las generaciones, de las nacionalidades y de los nuevos o viejos cines”, explica. “Porque el cine es algo tan personal que depende de cómo sea cada persona y de cómo encare el laburo que le toca hacer. Siempre hubo tipos que están en esto por diversos motivos: por la guita, por la chapa o porque les gusta cogerse minas. Y otros porque realmente les gusta el oficio. Eso es lo que marca la diferencia. Por eso no creo en modas, ni en lo nuevo esto o aquello. No podés decir que hay un nuevo cine argentino como no se podía decir que había una nouvelle vague. Porque no es un movimiento, sino diez tipos capaces, cada uno de ellos distinto del otro. Podés hablar de similitudes en la forma de producción, pero no de un movimiento, porque cada uno es diferente.”
¿Y qué es lo que ven en esta generación de cineastas en todos los festivales del mundo, que los hace entusiasmarse con lo que cuentan y englobarlos bajo el mismo nombre?
—¿Sabés lo que ven? Ven un cine pobre, hecho con pocos medios, pero que está habitado por gente que está viva y habla de temas que realmente existen, que suceden, que son parte de la realidad. Como están recibiendo e incluso produciendo un cine muy adocenado, eso es lo que los impacta. Por lo menos en España, que es donde yo conozco más de qué va la cosa. Pero incluso allá, cuando me hablan del cine latinoamericano, yo digo: Ojo, hablemos de producción. Porque desde ese punto de vista yo acepto que existen las nacionalidades y son muy determinantes. Pero no desde el punto narrativo. Porque cada uno cuenta a su manera.

 

HONESTIDAD BRUTAL


Además del placer de su historia, sumamente actual y al mismo tiempo muy personal, otra de las formas de disfrutar de Lugares comunes es hacerla dialogar con las otras películas de Aristarain. Disfrutar, por ejemplo, de las charlas sobre el estado de las cosas (y de sus cosas) entre sus protagonistas, poniéndolas junto a todas las charlas de bar que pueblan las películas de Aristarain, como si fuera una especie de inconsciente continuo en perpetua reflexión sobre el mundo. “Más que charlas de bar son charlas de casa, como dije alguna vez”, se ataja Aristarain, que en su nuevo film hace que Luppi, Arturo Puig y sus respectivas parejas –interpretadas por la española Mercedes Sanpietro y Valentina Bassi, respectivamente– se trencen en una sobremesa de idealismos y desilusiones políticas.
“Todo esto empezó con Un lugar en el mundo, pensando en esas charlas que llego a tener en casa cuando me junto con amigos. Después de cinco botellas de vino, ¿de qué hablamos? De la situación del país o del mundo. Y si esas charlas siempre me resultaban interesantes, yo me pregunté: ¿Por qué no llevarlas a una película? Porque no creo que el cine sea sólo imagen, sino una amalgama de un montón de cosas. Aunque en esta película los protagonistas hablan menos que en Martín (Hache), donde a los personajes de Luppi y Poncela les gustaba tanto escucharse hablar que la cosa estaba demasiado exacerbada”, concede el director, que de tanto filmar con Federico Luppi no le queda otra que aceptar que lo que el actor diga en sus películas será entendido como sus verdaderas opiniones. “Acepto que en esta película la voz en off de Luppi se acerca mucho a lo realmente personal. Pero en realidad yo pienso un poco lo que dicen todos,no sólo los personajes de Luppi”, intenta explicar Aristarain, para quien la elección de Luppi como protagonista de sus films parece, a esta altura, algo inevitable. “Es un tipo que siempre me sorprende”, cuenta Aristarain. “Además, Luppi es un enfermo total cuando está filmando. Fuera de una película es un tipo sociable, pero cuando está trabajando no sale a comer con nadie y se queda todas las noches en su cuarto. Durante el rodaje de Martín (Hache) al final del día lo invitaba a tomar algo y él me respondía que no, que se quedaba en el hotel. ¿Pero qué carajo hacés todas las noches en el hotel?, le preguntaba. Leo el guión, me respondía. Y eso es lo que hace todas las noches: camina por la habitación, recitando los textos. En este rodaje vos lo veías tumbado en un sillón, como si estuviera hablando solo. Pero lo que hacía era repasar la letra una y otra vez. Claro, eso le da una seguridad increíble.”
Como en Lugares comunes la pareja protagónica termina buscando un destino mejor lejos de la ciudad, es inevitable terminar pensando en el film como una suerte de Ningún lugar en el mundo. Como si fuese una reescritura desesperanzada del que tal vez sea el mayor éxito de la filmografía de Aristarain. “Yo no veo ninguna correspondencia entre un film y otro”, advierte, sin embargo. “Aquellos personajes de Un lugar en el mundo todavía tenían espíritu de lucha y de trascendencia, la esperanza de modificar un ambiente o un medio social. Mientras que estos personajes ya son absolutamente descreídos, y hay en ellos algo mucho más urgente: sobrevivir”, dice el director, curiosamente dando justo en el clavo de lo que une y separa ambos films. A continuación advierte: “Te aclaro que yo soy el menos indicado para encontrarles puntos de contacto a las películas que hago, porque nunca las tomo como punto de referencia. Pero si querés comparar Un lugar en el mundo con Lugares comunes habría que pensar en que esta última podría ser anterior a aquélla. Sería como el viaje que hicieron los tipos de Un lugar... para instalarse allí, y después formar una cooperativa. ¿No te parece?”, pregunta finalmente Aristarain, y ahí es cuando la posible negación se transforma en la gran claridad de un realista esperanzado. Que al final regala la posibilidad de que, sí, después de estos lugares comunes, tengamos, al fin, un lugar en el mundo.

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