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Domingo, 8 de septiembre de 2002

11 DE SEPTIEMBRE

Al ataque

¿Por qué nunca escuchamos el ruido de las Torres Gemelas derrumbándose? ¿Fue la desaparición de ese sonido una manera de convertir el atentado en un espectáculo? ¿Es justo que se responsabilice a los norteamericanos por los ataques? ¿No debería el contraataque llevar hacia un mundo más civilizado en lugar de entregar nuestras libertades a los sombríos guerreros de una guerra secreta? Salman Rushdie y Jean-Louis Comolli responden a estos y otros interrogantes a un año de los atentados.

Por Salman Rushdie

En una columna escrita en enero de 2000, dije que “la lucha definitoria de la Nueva Era será entre el Terrorismo y la Seguridad”. Era algo que me inquietaba porque vivir en los peores escenarios vislumbrados por los expertos podía significar entregar demasiadas libertades a los guerreros sombríos del mundo secreto. La democracia exige visibilidad, argumentaba, y en una lucha entre la seguridad y la libertad siempre debíamos errar por el lado de la libertad. El martes 11 de septiembre, sin embargo, el peor escenario se hizo realidad.
Rompieron nuestra ciudad. Estoy entre los neoyorquinos más recientes, pero aún la gente que nunca había pisado Manhattan sintió sus heridas profundamente, porque en nuestro tiempo Nueva York es el corazón palpitante del mundo visible; la ciudad que habla rudo, que deslumbra el espíritu; la ciudad de “orgías, paseos y felicidades” de la que hablaba Walt Whitman, su “orgullosa y apasionada ciudad –fogosa, loca, extravagante ciudad”. A esta brillante capital de lo visible le dieron un espantoso golpe las fuerzas de lo invisible. No es necesario decir cuán espantoso fue; todos lo vimos, a todos nos cambió y ahora debemos asegurar que la herida no es mortal, que el mundo de lo que se ve triunfa sobre lo encubierto, sobre lo que se percibe sólo a través de los efectos de sus horrendas obras.
En la construcción de sociedades libres y a salvo –más a salvo– del terrorismo, nuestras libertades civiles se verán inevitablemente comprometidas. (Cuando escribí estas palabras, quise decir que probablemente estaríamos sometidos a inspecciones más molestas e intrusivas en los aeropuertos. Fallé en predecir el afán con que los señores Ashcroft, Ridge y demás se abocarían a la tarea de crear un aparato de estado más autoritario.) Pero a cambio de la erosión parcial de la libertad, tenemos el derecho a esperar que nuestras ciudades, nuestra agua, nuestros aviones y nuestros niños realmente estén mejor protegidos de lo que estaban.
La respuesta de Occidente a los ataques del 11 de septiembre será juzgada en gran medida según si la gente empieza a sentirse a salvo otra vez en sus casas, sus lugares de trabajo, sus vidas cotidianas. Esta es la confianza que hemos perdido y debemos recuperar.
Después: la cuestión del contraataque. Sí, debemos enviar a nuestros guerreros de las sombras a luchar contra los de ellos, y esperar que los nuestros prevalezcan. Pero sólo esta guerra secreta no llevará a la victoria. También necesitaremos una ofensiva pública, política y diplomática cuyo objetivo debe ser la resolución temprana de algunos de los problemas más espinosos del mundo: sobre todo la batalla entre israelíes y palestinos por su espacio, dignidad, reconocimiento y supervivencia. Se requerirá mejor juicio de ambas partes en el futuro. Por favor, que no se bombardeen más fábricas de aspirinas en el Sudán. Y ahora que sabios cerebros norteamercianos parecen haber entendido que es un error bombardear al empobrecido y oprimido pueblo afgano en represalia por las infamias de sus tiránicos amos, podrían aplicar esa sabiduría, en retrospectiva, a lo que se le ha hecho al empobrecido y oprimido pueblo de Irak. Es tiempo de dejar de hacer enemigos y empezar a ganar amigos.
Decir esto de ninguna manera es unirse a la brutal disección de los Estados Unidos que ejecutan algunos sectores, y que conforma una de las consecuencias más desagradables de los ataques terroristas. “El problema con los norteamericanos es...”, “Lo que Estados Unidos debe entender...” Ha habido mucho relativismo moral santurrón últimamente, por lo general precedido de frases como éstas. A un país que acaba de sufrir el ataque terrorista más devastador de la historia, a un país en estado de duelo y horrenda pena, se le dice, fríamente, que es culpable de la muerte de sus propios ciudadanos. (“¿Merecíamos esto, señor?”, le preguntaba hace poco un enloquecido trabajador en el ground zero a un periodista británico. La solemne cortesía de ese “señor” me pareció sorprendente). Seamos claros y expliquemos por qué esta arremetida antinorteamericana y bien pensante es una asombrosa necedad. El terrorismo es asesinato de inocentes; esta vez, fue un asesinato en masa. Excusar semejante atrocidad culpando a las políticas del gobierno de los Estados Unidos es negar la idea básica de toda moralidad: que los individuos son responsables de sus acciones. Más aún, el terrorismo no es una demanda legítima ejecutada por medios ilegítimos. El terrorista se envuelve en las quejas del mundo para encubrir sus verdaderas motivaciones. Lo que sea que los asesinos estuvieran tratando de conseguir, parece improbable que construir un mundo mejor fuera parte de ello.
El fundamentalista busca derrumbar mucho más que edificios. Semejante gente está en contra, para ofrecer sólo una lista breve, de la libertad de expresión, de un sistema político multipartidario, del voto adulto universal, de un gobierno responsable, de los judíos, los homosexuales, los derechos de la mujer, el pluralismo, el secularismo, las polleras cortas, bailar, estar afeitado, la teoría de la evolución, el sexo. Son tiranos, no musulmanes. (El Islam es duro con los suicidas, que son condenados a repetir su muerte por toda la eternidad. De todos modos, hace falta que los musulmanes en todo el mundo examinen por qué la fe que aman engendra tantas castas mutantes violentas. Si Occidente necesita entender sus Unabombers y McVeighs, el Islam necesita ponerse cara a cara con sus Bin Laden.)
El secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, ha dicho que ahora debemos definirnos no sólo por lo que somos sino por eso de lo que estamos en contra. Me gustaría revertir esta proposición, porque en esta instancia nos oponemos a algo que no tiene intelecto. Asesinos suicidas atacan con enormes aviones el World Trade Center y el Pentágono y matan miles de personas: mmm... estoy en contra de eso. ¿Pero qué apoyamos? ¿Qué arriesgaríamos nuestras vidas por defender? ¿Podemos acordar unánimemente que vale la pena dar la vida por todos los ítems de la lista precedente, incluso las polleras cortas y bailar?
El fundamentalista cree que no creemos en nada. En su mirada del mundo, tiene las certezas absolutas, mientras nosotros estamos hundidos en indulgencias sibaritas. Para demostrarle que está equivocado, primero debemos saber que está equivocado. Debemos ponernos de acuerdo en lo que es importante: besarse en lugares públicos, los sandwiches, estar en desacuerdo, la moda vanguardista, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más equitativa de los recursos de la Tierra, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Estas serán nuestras armas. No los derrotaremos haciendo la guerra, sino por la forma que elijamos de vivir nuestras vidas sin miedo.
¿Cómo derrotar al terrorismo? No se dejen aterrorizar. No dejen que el miedo domine sus vidas. Aunque estén asustados.

Este artículo pertenece a Step Across the Line, el nuevo libro de Salman Rushdie inédito en castellano.

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