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Domingo, 8 de septiembre de 2002

El silencio de las torres

por Jean-Louis Comolli

Las torres caen sin ruido, los aviones se estrellan en completo silencio, miles de cuerpos sin nombre y nombres sin cuerpo, muertos desmaterializados, las perspectivas anamórficas de Caligari sobre Manhattan... ¿Qué exceso no habrá atormentado la escena de nuestros televisores? Saturación de la cosa por su representación. Ningún hecho se presenta a nosotros, teleespectadores, sin ser acompañado de su eco, que a pesar de todo no lo precederá. Lo que adviene, viene doblemente: el hecho no llega sin su tratamiento, como dicen los periodistas y los psiquiatras. Por lo tanto es aquí –cómo asombrarse de esto– donde el tratamiento televisivo de las ruinas de Nueva York produce un síntoma. Puesta en imágenes, puesta en palabras, puesta en silencio.
Desde hace mucho tiempo en nuestras historias, cuentos y leyendas, el relato, la representación del crimen vienen a redoblar el crimen, a desplazarlo para confirmarlo, a amplificarlo para reducirlo. Esta vez el espectáculo no sólo habrá seguido, eco asincrónico, sino que también habrá precedido, esperado, descubierto, captado, comprendido, encuadrado. Las cámaras estaban en el lugar, y abarcaban no sólo el espacio sino también el tiempo. En la guerra del Golfo, el espectáculo se había convertido en espectáculo de la espera del espectáculo; en Somalía apareció la posibilidad de que las cámaras fueran más rápido que las cosas. Aquí se confirma la acechanza: las cámaras ya están allí, hay dos torres y dos aviones, son torres gemelas, por lo tanto están una junto a la otra, las cámaras filman la torre número uno cuando el avión número dos choca con la torre número dos. Las cámaras están entonces en el lugar y en acción para filmar en “directo” los efectos de un colmo de puesta en escena. La puesta en imágenes espectacular del crimen en masa es, de aquí en más, el amargo fruto de una cooperación no deseada, pero bien eficaz, entre los maestros del terror y los maestros del espectáculo. Pareja infernal. Con el programa terrorista se encadena, siniestro, otro programa: el de nuestra televisión.
El síntoma del tratamiento espectacular del terror es que se trataba de una producción de imágenes sin sonido. Cintas de imágenes, rizos de imágenes, clips vertiginosos, pero ni un solo ruido, ningún sonido “directo”, el silencio de los aviones que se estrellan y de las torres que se derrumban, silencio siempre cubierto por la voz de los que comentan y de los traductores de los que comentan. Al espectáculo le habrá faltado nada menos que el estrépito de la segunda explosión. Un avión en una torre debe hacer un ruido terrible. Las cámaras estaban allí, tuvimos la imagen, no tuvimos el sonido. Esas imágenes repetidas mil veces durante el día, a la noche, al día siguiente, serán siempre sordas, a falta de ser mudas. Sin embargo, los manuales de betacams o de cámaras amateurs me dicen que la imagen y el sonido se registran en conjunto: ¿Qué ha ocurrido?
Desaparición del ruido más grande desde que empezaron a registrarse sonidos en directo. Los bombardeos de Londres, Dresde, Hiroshima o Nagasaki no fueron registrados en directo: no se los esperaba allí donde podría haber habido un grabador en marcha; o bien el avión volaba demasiado alto para escuchar el ruido de sus propias bombas. Nos hemos acostumbrado a ver un sinfín de inmuebles derrumbarse sin ruido, en Berlín como en Val Fourré. Siempre el sonido está atrasado respecto de la imagen. Lentitud del sonido, velocidad de la luz. ¿Será ésta la razón por la que las cámaras neoyorquinas cortaron el sonido? La imagen ya estaba ahí, triunfante, no tenía nada más que esperar de lo real para ser sustituida, plena y entera. Pero el hecho de que el sonido esté atrasado respecto de la imagen es una cuestión de velocidad, una cuestión material: en el sonido hay cuerpo, lo ondulatorio viene al encuentro de lo orgánico, las ondas nos envuelven hasta tocarnos, resuenan en nuestros cuerpos, vibran en nuestras membranas y pueden también perforarlas: peligro físico delsonido, dolor, disgusto (son raras las imágenes que hacen mal a los ojos). Igual que nuestras membranas auditivas, los micrófonos concebidos para amplificar los sonidos más sensibles no pueden registrar los sonidos más potentes. Vivimos entre algodones, en un mundo de representaciones que regulan los sonidos hasta lo inaudible. El estrépito del avión entrando en una torre, el estrépito de dos torres que se derrumban, no son solamente ruidos que dan pavor, un pavor más terrible, más físico, más orgánico que aquel –asombro mezclado de admiración– que suscitan las imágenes. El espectáculo de la muerte de cinco o seis mil empleados neoyorquinos en dos torres gemelas sigue siendo un espectáculo, es decir: tiene algo ligero, inmaterial, volátil, virtual, sintético, en resumen: algo divertido. La ausencia del sonido de la catástrofe no estaba allí sin razón. Con el sonido, con su lentitud, su corporalidad, su materialidad, se hace sentir la vibración del mundo, su temblor, su estremecimiento. Si el sonido falta, falta el mundo. Y faltan también los cuerpos, esos cadáveres tan ocultos bajo el polvo de las torres como bajo el silencio de las imágenes.

Tomado de Imagen, política y memoria, de Gerardo Yoel (compilador), Buenos Aires, Libros del Rojas, 2002.

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