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Domingo, 12 de enero de 2003

PLáSTICA

El postergado

Plástica Como si no pudiese despegarse de los talones la sombra del éxito de Nueva Figuración, el valor de la obra “solista” de Ernesto Deira es todavía una deuda pendiente de la pintura argentina. Prueba de ello es que buena parte de esas obras, que se exponen por estos días en el Centro Cultural Borges, se encuentran en poder de su familia. Quizá esta muestra, que recorre el extraordinario período 1967-1977, e incluye sus rollos desenrollables, las telas con fondo negro y los retratos “anónimos” pintados durante los años negros de la Argentina, permitan empezar a saldar esta deuda.

 Por Juan Forn

A fines de 1959, un joven pintor aspirante a surrealista que trabajaba en una agencia publicitaria arrastró a otros dos jóvenes pintores porteños (uno de ellos crítico suplente de las páginas de arte del diario El Mundo; el otro, perspectivista y ayudante de trabajos prácticos en la Facultad de Arquitectura) a ver la primera muestra de un cogeneracional de los cuatro, abogado, que pintaba “figurativo con clima goyesco”. La muestra era de un tal Ernesto Deira, que venía de estudiar con Presas y Torres Agüero a pesar del título en Derecho que le daba de comer. Los tres visitantes se llamaban Rómulo Macció, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega, y se habían conocido semanas antes, en la sala trasera de Witcomb, donde Noé exponía y los otros dos habían descubierto sugestivas cosas en común en ese acercamiento a la pintura. En las semanas siguientes, los cuatro se habían visitado en sus respectivos talleres y llegado a la conclusión de que quizá valiera la pena investigar juntos estéticamente, en esa Buenos Aires que parecía haber sido tomada por asalto por las consignas iconoclastas del informalismo.
Los cuatro conjurados adscribían a la idea de “agredir” la materia pictórica (en palabras de Noé, “tener en la pintura una actitud que no fuera simplemente acariciar la tela con un pincel”), pero también coincidían íntimamente en que lo abstracto no era para ellos (De la Vega estaba en ese momento “rompiendo” con la abstracción geométrica; Macció venía de alejarse del heterodoxo surrealismo tardío del grupo Boa). En el inmenso local que había sido la fábrica de sombreros del abuelo de Noé, y donde éste y Macció habían instalado sus talleres, las afinidades iniciales del grupo crecen a un fértil terreno de coincidencia y, a lo largo de 1960, llegan a la conclusión de que abstracción y figuración no tienen por qué ser términos opuestos (a pesar de lo que les decía el ya por entonces gurú secreto Alberto Greco) y que un buen modo de demostrarlo consistía en aprovechar el espíritu del expresionismo combinado con la iconoclasia del informalismo (obviando el desdén que manifestaban sus cultores por la figura humana y la pintura de caballete), si es que trabajaban en telas de grandes dimensiones para poder expresar a pleno la soltura a la que aspiraban.
Hoy sabemos que aquella conjura (bautizada por ellos mismos “Otra Figuración” en la muestra conjunta de la galería Peuser en 1961) se convertiría en uno de los hitos de la historia de la plástica argentina, con el nombre de Nueva Figuración. Si se lo piensa un poco, hay un paralelismo entre ellos y el cuarteto original de la Generación Beat (Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti): en ambos casos son grupos que se alimentan endogámicamente de creatividad y en ambos casos el proceso para que la desinhibición se convierta en auténtica liberación (y los resultados sean tan elocuentes como los postulados) ocurre no en privado sino ya en público, y delante de audiencias cada vez más amplias. Ejemplos: cuando los cuatro integrantes de Nueva Figuración parten a París en 1961 (Deira y Macció, becados por el Fondo de las Artes; Noé, por el gobierno francés y De la Vega, “autobecado” con sus ahorros) descubren que el supuesto centro del mundo del arte está en realidad pendiente de lo que pasa en Nueva York, pero también descubren que, más fuerte que el influjo primermundista, es el efecto mutuo que se produce entre ellos. A la vuelta de Europa siguen compartiendo espacio de trabajo, en un departamento de la calle Carlos Pellegrini donde Deira ha echado abajo las paredes para que los hallazgos individuales sigan siendo capitalizados grupalmente. En las siguientes exposiciones (ya representados por el galerista Bonino), los cuatro son tan felizmente miméticos en su esprit de corps como sanamente diversos en sus estilos. Para cuando aceptan, en 1963, la propuesta de Romero Brest de una gran muestra en el Bellas Artes (un hecho absolutamente infrecuente en un museo que nunca exhibía obras de pintores vivos, y menos que menos demenores de cuarenta años), el escenario es perfecto para que estrenen su madurez creativa: para entonces, las cuatro partes de la entidad Nueva Figuración han alcanzado una síntesis técnica y expresiva que hace resonancia instantánea con el signo de los tiempos, y su obra empieza a viajar por el exterior con similar repercusión. Hacia 1965, la crítica europea y norteamericana los verá como la primera tendencia cabalmente nacida en el país (y no “importada”) con auténtica proyección internacional. Pero la vertiginosa curva ascendente los llevará a extremos tan alejados en sus búsquedas estéticas individuales que en 1966 sobrevendrá la inevitable disgregación: Noé tirará parte de su obra al río Hudson y dejará de pintar durante nueve años después de su primer solo show en Nueva York; Macció se sacudirá sin problemas los lazos con los otros tres y se sumergirá con su característica intensidad meridional en el camino individual; De la Vega dará el fabuloso salto mortal al centro del pop e inmortalizará iconográficamente esos “años locos” que fueron los ‘60; Deira inaugurará su carrera solista ganando el prestigioso Premio Palanza.
El dato es de lo más significativo como elemento de orientación frente a la extraordinaria muestra de Deira que se exhibe en estos días (hasta el 28 de febrero) en el Centro Cultural Borges. El período que recorre la muestra es el que va de 1967 hasta 1977: no sólo la década inmediatamente posterior al desmembramiento de Nueva Figuración sino también la que abarca esa primera meseta de verdadera madurez en la obra de casi todo artista. Que en el caso de Deira es doblemente elocuente por una serie de razones: primero, porque la vida no le daría tiempo a disfrutar cabalmente esa segunda meseta de madurez que se inicia a partir de los sesenta años (Deira murió a los 58, en París, en 1986); y, segundo, porque el reparto de roles de Nueva Figuración lo había subordinado en cierto sentido a la exuberancia de los otros tres miembros del grupo, como si su influencia y su individualidad fuesen más nítidas puertas adentro que puertas afuera de aquella factoría creativa (basta reparar en el terreno de los premios: mientras Noé y Macció se alzaron con sendos premios Di Tella y De la Vega con el de la Bienal IKA y el Premio Bonino de Dibujo mientras funcionaron como grupo, Deira debió esperar hasta 1967, cuando ya “era” solo, para recibir el primer galardón de su carrera, el mencionado Premio Palanza otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes).
Salta a la vista que el gran tema de Deira a lo largo de su obra es la indagación de la fisonomía humana, la puesta en escena de las sucesivas y por momentos antagónicas capas de sentido que asoman y a veces toman por asalto el cuerpo de hombres y mujeres (en la última entrevista que concedió en París antes de morir declaró a Agnes de Maistre: “La figura ha sido la obsesión de mi vida”). En los primeros años de Nueva Figuración, pareció subordinar su notable talento para el trazo a la expresividad de las texturas (en particular en sus exploraciones del caos primigenio, donde marañas de líneas y densos empastes fundían a la figura protagónica con el entorno). Su decisión de 1966 de pasar del óleo al acrílico (cuando estuvo becado en Cornell como profesor invitado del “año latinoamericano”) lo redefine casi por completo: para empezar, le permite una drástica depuración de la figura en sí (en la cual empieza a “mandar” el trazo por sobre la textura, a diferencia del período anterior) y de la relación entre forma y color (el acrílico permite y hasta obliga a un trabajo más rápido, y lo que se pierde en volumen se gana en tonalidad). Este viraje es a la vez mental: la palabra depuración abarca también su concepción de la pintura previa a la pincelada. Es evidente que Deira ahora ataca de otra manera la tela en blanco: lo que antes era saturación ahora es definición, y a veces roza con magistral economía de medios la abstención (en el caso de las telas con fondo negro y efectivísimos trazos en colores claros, a la manera de las placas radiográficas o los negativosfotográficos); los fondos que devoraban a la figura central ahora “retroceden” para convertirse en climática caja de resonancia de la figura protagónica.
El recorte de la enorme producción de Deira a lo largo de esa década que propone aquí Jacques Martínez (curador de la muestra, amigo del pintor y coleccionista de su obra de Deira) es de una notable fidelidad a esa redefinición estilística. Incluso las “licencias” (incluir un par de cuadros del ‘66 y del ‘78) permiten ver el prólogo y el epílogo de esa racha creativa tan febril como elocuente (el formidable Emergencias, de 1966, alcanza por sí solo para augurar que se venía algo en verdad poderoso en la obra de Deira). La veintena de telas muestra a un pintor dialogando con infrecuentes lucidez y soltura con dos interlocutores simultáneos: su época (esos años en que se fue crispando más y más el espíritu festivamente iconoclasta de los ‘60 hasta desembocar en las tinieblas de la dictadura) y, a la vez, con aquellos de los pintores que lo precedieron que le son más afines (la lista sería demasiado larga para estas exiguas líneas). El cambio de piel ya se ha realizado enteramente: no sólo en la impecable factura de sus lienzos sino también en la soltura de los dibujos gigantes que pueblan los Rollos desenrollables de 1968 (impecablemente colgados en la muestra) y las aguafuertes que hizo en 1974 a partir de la novela Pantaleón y las visitadoras (prologadas por el propio Vargas Llosa y definidas por él con el adjetivo “excesivas”, lo que es todo un elogio viniendo de quien viene). El propósito profundo que regía estéticamente a la Nueva Figuración (una nueva imagen de la relación entre los seres humanos y su contexto, en palabras de Mercedes Casanegra) encuentra en el Deira solista una expresión cabal: así como las telas pop de De la Vega resumen la alegre concupiscencia sensual de la psicodelia, los retratos anónimos de Deira (y la palabra anónimos se carga de un sentido especial, al pensar en los años negros en que fueron pintados) radiografían como pocos la progresiva crispación y la obligada introversión enajenante que rigieron después “la relación entre los seres humanos y su contexto”. A su manera, Deira siguió quebrando creativamente la oposición entre lo figurativo y lo abstracto, entre la corazonada sensorial y la lucidez analítica, en un tiempo en que la realidad exterior y sus consecuencias habían obligado a muchos a dejar el arte.
Curiosamente, gran parte de las obras expuestas en el Borges pertenecen aún a los familiares del artista: no han interesado ni a museos ni a colecciones importantes. Lo que demuestra, como dice Jacques Martínez en el catálogo, lo escasamente conocida y valorada que es la obra de Deira post 1966, a pesar de su evidente originalidad y riqueza plástica, y cómo siguió flotando empecinadamente sobre su obra la sombra fantasmal del éxito de Nueva Figuración. Pero teniendo en cuenta el redescubrimiento de De la Vega que empezó a manifestarse recién a partir de fines de los años ‘80, y lo exiguo y tardío que fue siempre el reconocimiento a la figura de Deira en comparación con la de sus compañeros de juventud, no es de sorprenderse que aún siga siendo una asignatura pendiente de la plástica argentina valorar en su justa medida esa década tan formidablemente expresiva en la obra de aquel que había sido (y para algunos sigue siendo) apenas el cuarto jinete de la Nueva Figuración.

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