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Lunes, 20 de agosto de 2012

ENTREVISTAS > EL GRAN DISEñADOR RONALD SHAKESPEAR MUESTRA Y REEDITA SUS FOTOS

Shakespear es argentino

Considerado uno de los grandes diseñadores gráficos del planeta, su obra fue expuesta en los grandes centros culturales del mundo y, aunque la mayoría de los porteños no lo sepa, todos los días lo miran: buena parte del escenario urbano –desde las señales con los nombres de las calles hasta los carteles de la autopista y el mapa del subte– fue diseñado por él. Ahora, Ronald Shakespear da un nuevo motivo para mirarlo: reedita su extraordinario libro de fotos Caras y Caritas no sólo con nuevo nombre (Revisitando los ’60) sino con el triple de retratos.

 Por Juan Jose Mendoza

El color de una camioneta de correos, el escudo de uno de los clubes de fútbol más populares de la Argentina, las paradas de los colectivos y los taxis, las señales de la autopista, el mapa del subte, los indicadores con los nombres de las calles: aunque no reparemos en ello, una gran cantidad de las cosas que miramos cotidianamente lleva su sello o fue diseñada por él. Con más de cincuenta años en el mundo del diseño, este “rosarino en el exilio”, bisnieto de inmigrantes y desde joven instalado en Buenos Aires, rememora con voz pausada sus primeros pasos en el estudio de Rómulo Macció, donde comenzó a trabajar con tan sólo 17 años: al poco tiempo de aquello conoció a Juan Carlos Distéfano y ya desde entonces su destino en el mundo de la gráfica quedó sellado para siempre.

No dejan de proliferar anécdotas sobre su nombre. Como aquella de 1964 con Alfredo Alcón. El actor se encontraba ensayando su papel de Hamlet para una puesta en el Teatro San Martín cuando recibió el llamado de Shakespear. Lo más curioso era que Shakespear no lo interpelaba sobre ningún aspecto de su personaje, sino que tan sólo pretendía acordar con él los horarios para una sesión de fotos. Alcón tardó algunos momentos en comprender que aquella voz no era inglesa ni tampoco venía del siglo XVII. El Shakespear que lo llamaba era de su tiempo y, además, era argentino. Esa es apenas una de la larga serie de correrías con su apellido. Como aquella otra de Pirí Lugones, que cuando lo conoció, le dijo: “Soy la nieta del poeta, la hija del torturador, pero es preferible una Lugones entera y no un Shakespear incompleto”. Con el paso del tiempo, Ronald Shakespear se desentiende de esas comparaciones con el autor de Macbeth. En primer lugar porque tampoco está claro cómo era el apellido de su “ancestro” inglés, que de hecho en algunos autógrafos llegó a firmar sin la e final. En segundo lugar porque sus antepasados, además de ingleses, son también franceses e irlandeses. Precisamente esta filiación con antepasados irlandeses lo liga a otro escritor, definitivamente inscripto en la tradición literaria argentina: Rodolfo Walsh. “Walsh era irlandés. Yo también. En realidad todos los irlandeses del mundo son un poco detectives. Hurgan en la hierba para ver si encuentran alguna huella. El tenía esa forma de pasearse por el lenguaje. Con Rodolfo fuimos amigos. Con él hicimos una vez un viaje inolvidable a Chile, junto a Jorge Alvarez y Rogelio García Lupo... Me impactó mucho la muerte de su hija Victoria... A veces todavía hablo con él.”

Rodolfo Walsh, 1964. Detrás, Pirí Lugones.

En la charla, Shakespear interrumpe anécdotas suyas con silencios y reflexiones sobre el tiempo. Algunos silencios ponen en evidencia que todo lo vivido es una materia que enrarece con los años. Walsh no es la única persona a la que Shakespear repone en su conversación para traer al presente. En sus diálogos interiores dice todavía mantener charlas con otros que ya no están: como con el diseñador británico Alan Fletcher, otro de sus maestros. También aparece el nombre de Paco Urondo: “Con Paco trabajábamos juntos en la parte de comunicación del Grupo Siam, que se llamaba Agens y donde estaba también Alberto Ure. Hacíamos toda la comunicación del diseño industrial del grupo Siam Di Tella. Eso existía en un momento del país en que el grupo Siam era muy importante, de hecho el Instituto Di Tella convivía con el Agens. De esa época son los diseños aquellos como los logos de las heladeras, que hizo el Estudio Honda. Allí también trabajaban como freelancers Rogelio Polesello, Pérez Celis, Macció, Distéfano”. Pese a esta marca de origen, para Shakespear sin embargo el diseño no necesariamente tiene que ver con el mundo del dibujo o de las artes plásticas. Sí requiere, por supuesto, de una gran dote de sensibilidad. Esta consiste en “la capacidad de vislumbrar un plan mental”. Un plan repentino, instantáneo, pero de algún modo siempre resultado de una larga meditación: “Como la que Josefina de Beauharnais tuvo la mañana en que lo llevó a Napoleón al balcón de su residencia y le indicó un grupo de médanos por donde asomaba el amanecer y le dijo: ‘Allí, allí tienes que edificar los Campos Elíseos’”.

Corría el año 1971 cuando un joven Ronald Shakespear recién regresado de un viaje por Africa entró a un edificio de las avenidas Bullrich y Libertador que ya no existe y donde entonces funcionaban los Talleres Generales de Mantenimiento de la Municipalidad de Buenos Aires. Allí, junto a Guillermo González Ruiz, desarrollaron y llevaron a cabo el plan de señalización urbana de la ciudad de Buenos Aires que luego se implementó en todas las ciudades del país.

Orson Welles en Las Ventas de Madrid, 1964

¿Cómo surgió aquel proyecto pionero de las señales urbanas en las ciudades, que de hecho después se exportó a otras ciudades del mundo?

–El principio básico del diseño no es resolver problemas. Es identificarlos. Yo veía a la ciudad muy mal. Entonces fui y llevé el proyecto a la Municipalidad de Buenos Aires. El proyecto era muy simple, consistía en incorporar cuatro señales que antes no existían en la ciudad: las señales de taxi, las señalizaciones de las plazas, las de las paradas de colectivos y la señal de nomenclatura de calles.

Ya muchos años han pasado de todo aquello. Por estos días Shakespear comparte su estudio de diseño junto a su hijo Juan. El hall del estudio está decorado con algunas de

las realizaciones que Diseño Shakespear ha hecho a lo largo de tantos años: Harrod’s, los logos del Recoleta Mall y de Dot, Temaikén, la marca de un vino, los logos de Link y de Banelco, el barlight de una compañía de celulares, la publicidad de una cadena de librerías, el cartel indicador de una boca de subte, el logotipo del Tren de la Costa. Estando ahí se tiene la sensación de estar en la vía pública, en medio de uno de esos nodos nerviosos que se producen en la ciudad en las horas pico. Por la ventana de su estudio, frente al hipódromo de San Isidro, se pueden ver algunas cuadreras de caballos. Si uno acerca los ojos al prismático de pie que hay allí se puede sentir la agitada respiración de algunos de los animales. Se puede hacer un zoom hasta la boca de un purasangre y escrutar el cúmulo de espuma que se concentra en sus fauces en el esplendor de la carrera, en uno de esos momentos en que se exige de los animales su mayor esfuerzo. Dispersas sobre la mesa de vidrio del estudio están algunas de las fotos que se integrarán en Revisitando los ’60, el próximo libro de Shakespear. Entre ellas hay una de Irineo Leguisamo posando con un caballo célebre en la historia del turf. El jockey lleva en su cuello un moño y pone en los labios un gesto que lo delata muy complacido y sereno, silbando.

POP EN BLANCO & NEGRO

Autoretrato de Ronald y su mujer, Elena Peyron, 1966

Caras y Caritas. Fotos de Ronald Shakespear fue editado en 1967 y es hoy un clásico agotado de la fotografía argentina. Al libro de aquel entonces lo conformaban unas 25 imágenes en blanco y negro. El rostro en penumbras de Jorge Romero Brest detrás de sus anteojos de baquelita negra es sin dudas una cifra de aquellos años. Fotos como la de Tato Bores en una pantalla de TV o de Ernesto Schoó asomando desde el interior de un libro colosal acentúan el carácter pop del libro. Pero una cuota de tango se filtra a través del look de una glamourosa Felisa Pinto. Fotos como la de Mercedes Robirosa y Palito Ortega contrastan con el talante sempiterno de Borges en su despacho de la antigua Biblioteca Nacional de la calle México, apoyando su mano sobre un mapamundi y, ya ciego, vislumbrando sin embargo el luminoso horizonte de su posteridad. Shakespear recuerda algunos detalles de su encuentro con Borges: “Hablamos de fotografía y de James Bond. Antes de quedarse ciego, Borges había visto una película de James Bond que le había impactado mucho. Me acuerdo que a mí no me había gustado mucho la de Bond, pero se ve que él había visto algo ahí que uno no podía ver”.

Atahualpa Yupanqui con un reloj pulsera y su gesto existencial y meditabundo, Rubén Barbieri detrás del brillo de su trompeta y la sonrisa del Mono Villegas mostrando sus dientes como si fueran las teclas de un piano; acaso son esas fotos la banda sonora de Caras y Caritas, un libro que también puede entenderse como el laborioso sobreviviente de una película que accidentalmente ha llegado hasta nosotros. En los ’60 todavía no eran nada habituales los libros de fotografía, quizá por eso entre las particularidades de la edición también sobresale el hecho de haber sido un pionero en el género gráfico. Ya entonces existían, sí, clásicos ineludibles de la fotografía argentina como el Buenos Aires del inolvidable Horacio Coppola (1936) y el Ballet en la Argentina de Annemarie Heinrich (1962). La idea del libro, tal como lo confiesa el propio Shakespear, había surgido de un pedido de la editorial Jorge Alvarez, que especialmente le encomendó que reuniera sus fotografías para aquella edición.

Borges en la Biblioteca Nacional, en su despacho de la calle México, 1962.

¿Cuáles son las diferencias entre aquella edición de 1967 y esta otra que aparecerá en 2012?

–En este libro hay el triple de fotos que en aquel otro. Además, en aquel libro no había fotos en color. Y aquí ya hay algunas. Hay unas fotos del Borda. Esas fotos creo que son buenas. Esas fotos se hicieron para la película Pajarito Gómez de Rodolfo Kuhn y donde trabajaban Héctor Pellegrini y Nacha Guevara, con guión de Paco Urondo. Esas fotos de los locos del Borda es uno de los aportes importantes que va a tener esta nueva versión. Después también hay unas fotos de unas putas en Venecia que a mí me gustan mucho.

La foto a Orson Welles tampoco estaba en la edición del ’67.

–No, esa foto es anterior. Es de 1964 y salió en la revista Atlántida. Yo había viajado a Barcelona para hacer un reportaje sobre algunas cosas de Gaudí. De la editorial Atlántida me habían pedido que hiciera algunas fotos de El Parque Güell. Y después de Barcelona me fui a Madrid para encontrarme con Orson Welles y ver si podía hacerle unas fotos. Yo tenía arreglada una entrevista con él, pero el manager con el que había combinado aquella entrevista no le avisó a Orson, de manera tal que Orson no sabía nada de mi visita. El vivía en Puerta de Hierro, frente a la casa de Perón. Mi sorpresa fue cuando toqué en su casa y el propio Orson Welles me abrió la puerta. Estaba lavando su viejo Buick negro que nunca manejaba. Pasamos una tarde inolvidable. Después nos fuimos a la Plaza de Toros. La foto es en la Carnicería de Las Ventas. Richard Avedon dice que todo aquello que el fotografiado hace frente a la cámara es parte de la foto. Y a Orson no le importaba nada... A mí me gusta la foto, sobre todo cuando es espontánea. Por eso pienso que el fotógrafo es un “ladrón de recuerdos”, pienso incluso que también tiene algo de El cazador oculto de Salinger.

¿Por qué el cambio de título del libro?

–Cuando se hizo Caras y Caritas el título lo puso Pirí Lugones, encargada de ediciones en la editorial Jorge Alvarez. Pirí era una genia, se daba maña para cualquier cosa. Y en esa época, año 1966, en la Argentina se podía hacer cualquier cosa. Ninguna marca se registraba. Había una revista histórica que se había llamado Caras y Caretas y a Pirí le pareció con buen criterio que el libro se podía llamar Caras y Caritas. Cuando en el 2010 quise ir a registrar Caras y Caritas me encontré con que ya estaba registrado. Y entonces, cuando me di cuenta de que no podía usar de nuevo el título de mi libro, me acordé de que yo ya había registrado ese otro título para otra cosa que quería hacer: Revisitando los ’60. Los ’60 fueron una década importante de la Argentina. Fue la década del Instituto Di Tella. Yo conocí a mi mujer en el Di Tella. Fue seguramente uno de los movimientos culturales más importantes de la Argentina en mucho tiempo. Los ’60 fueron el tiempo de Onganía, de los Cursillos de la Cristiandad, los años de la presidencia de Arturo Frondizi. Pasaron muchas cosas en esa década.

Interno del Borda

Precisamente el libro también incluirá una toma de Frondizi algún tiempo después de sus días en el gobierno, prácticamente abatido en un rincón de su despacho. Su semblante pretende insinuar algún tipo de preocupación por el juicio de la historia. Contrastando con la vida pública del país, entre las fotos también aparece un autorretrato. En la imagen se ve a un joven Ronald Shakespear con el torso desnudo. Delante de él aparece Elena Peyron, su mujer y compañera de toda la vida, ya por entonces embarazada de su hijo Lorenzo. Y precisamente fue Lorenzo quien hace algunos años inició el trabajo de recuperación del libro, comenzando por la digitalización de las primeras fotos. El sabe que para su padre la fotografía es sólo la parte de algo aún mayor: eso a lo que él llama una “arqueología de la imagen” y que exige “no sólo la búsqueda y el hallazgo del fósil, sino además el rearmado de su composición original”. A aquel trabajo de digitalización de fotos analógicas se suman otras dificultades por las que seguramente el libro también deberá pasar: “No hay muchas editoriales para este tipo de libros en la Argentina. Incluso no hay tampoco muchos talleres. Hay unos siete u ocho talleres buenos. Con distintos precios y algunos de esos seguramente va a hacer Revisitando los ’60. Si vos elegís un buen papel, le das unos buenos originales gráficos y te vas a las cinco de la mañana a ver el pie de máquina tenés una chance de que el libro salga bien”.

¿Pasa todo el día en la imprenta entonces?

–Sí, yo mi anterior libro Señal de diseño lo hice así. Me dieron un catre, me dieron la cena, y me lo pasé ahí. Yo no confío en nadie en general, y por eso mismo tampoco confío en muchos imprenteros. Hay maquinistas que son unos tipos fenómeno, buenos padres de familia, laburan doce horas, pero algunos de ellos tienen un problema: no miran los colores, sólo los leen. Preparan una fórmula ya prescripta: tanto de cian, tanto de amarillo, tanto de rosa. Según mi modo de ver, después de cincuenta años de trabajar en gráfica no hay grandes imprentas, hay grandes directores de obra. Todas las imprentas además tienen mala luz, por eso yo saco los pliegos a la calle, los pongo arriba del capot de un auto y miro cada pliego a la luz del día. Es la única manera de ver los colores. Algunas imprentas están muy iluminadas, sí, pero con una luz que filtra los ultravioletas. Entonces vos mirás y el rojo es distinto, el azul es distinto. Es un trabajo. Nadie sabe la historia de un libro.

Bella nigeriana en Venecia.

En esa historia del libro también se filtra la historia de la cámara, una Leica F3, aquella con lente retráctil que usaron los espías y reporteros de guerra como el propio Robert Capa: “Era una cámara en donde el enfoque dependía de la salud física del ojo que mira. Si vos tenías un mal ojo, pues era imposible sacar. Para mí fue como la continuidad de mi cuerpo, como más tarde lo fue un lápiz y hoy lo es una Mac. Una prolongación del cuerpo. Uno dibuja con esas herramientas. La Leica fue una cámara muy noble. Una vez se me cayó en Vigo, en España, desde un barco que se llamaba Monte Umbe. Se me cayó a la dársena y se estrelló contra los adoquines del puerto y no le pasó nada. Ahí está, sigue andando. Los alemanes hacían esas cosas que eran para siempre. No se pensaba en la reposición del marketing”.

Probablemente esa cualidad de la cámara sea también compartida por aquellas fotos que todavía están ahí, vienen desde los años ’60 y han viajado de lo analógico a lo digital para, ahora, volver de nuevo al formato impreso. En el libro aparecerá también un retrato de Ringo Bonavena. En la foto se ve a Ringo rodeado de un grupo de seguidores. Ringo parece mirar al vacío mientras, detrás, su madre parpadea y unos señores sonríen. Más atrás, la sombra tapa los ojos de una muchacha que mira a la cámara y otro señor se sale de su cuello para poder ser alcanzado por la toma. Son los rostros de los años ’60 que nos interpelan desde el doble fondo del tiempo y, como un cross, un uppercut, salen repentinamente disparados hacia adelante para golpear en el centro de ese orificio circular de la Leica F3, donde ya entonces se acurrucaban los asombrados ojos del futuro. Delante de la foto un niño cierra los ojos y sonríe. Hay fotos que son también un espejo.

La fotografía tiene algo de misterioso e inescrutable. Probablemente tenga algo que ver con esculpir en el tiempo o escribir en el aire. A propósito de todo esto Ronald Shakespear explica que las caras que aparecen en el libro son absolutamente arbitrarias. Acaso bien vale reponer aquí aquello que alguna vez Rómulo Macció escribió en el prólogo a la primera edición, en los lejanos tiempos en que no había cámaras digitales y las tomas hechas recién se podían ver en la atmósfera ultravioleta de los laboratorios: “Ronald es un gran mentiroso; ninguna de estas caras y caritas existe realmente, son sólo el resultado de su gran imaginación y de nuestro afán mitológico, y de usar cerveza para el revelado”.

La muestra homenaje con todas las fotos de la nueva edición inaugura este martes en el Espacio Arte del Aeropuerto de Ezeiza

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Foto de Shaskepear: Juan Hitters
 
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