La nueva película de animación de Disney, Ralph el demoledor, es menos otro botón del saturadísimo y a esta altura un poco irritante supermercado de la nostalgia ochentosa de lo que puede parecer en un primer vistazo. Las razones acaso también sean de mercado: Ralph es básicamente una película para chicos, y en los chicos que hoy tienen 5 o 10 años, la mención de 1982 difícilmente vaya a arrancar una lágrima o evocar el recuerdo de la maestra de tercer grado, como probablemente tampoco lo consiga la recreación de los rústicos fichines de 8 bits de entonces. Ralph el demoledor parte de este simpático, colorido y pixelado escenario esencialmente para reversionar una idea argumental que estaba presente ya en Toy Story (por no retroceder siglo y medio hasta “El soldadito de plomo” de Andersen): la de las intensas vidas que los juguetes –y los personajes de videojuegos– viven cuando sus pequeños propietarios, usuarios, gamers, no los ven. El conflicto de Ralph es un típico dilema de identidad: condenado para toda la eternidad a ser el villano de un arcade muy Donkey Kong. llamado Fix-it-Felix, asiste a reuniones grupales de contención para malos-de-videgames, espacios destinados a que todos estos pobres diablos encasillados en un único trabajo aprendan a convivir con el rol que les tocó en sus virtuales vidas. Ahí, justamente, en segundo plano, en las escenas de asistencia grupal para bellacos, tiene lugar el festival de cameos de personajes secundarios de videojuegos, el desfile ochentoso y nostálgico diseñado para el orgasmo del nerd y del geek –de 30 y largos– del Sega y el Nintendo, subgrupo humano cuyos miembros compiten a diario en Internet por identificarlos a todos. Acá va, entonces, una guía caprichosa y parcial para reencontrarse con varios de esos segundones de primera; y un recordatorio para Donkey Kong, que a pesar del homenaje velado, esta vez no pudo ser de la partida.