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Domingo, 25 de julio de 2004

FUTURO

Pienso, luego existo

Justo antes del estreno de Yo, robot una universidad de Pensilvania organizó un evento peculiar: la presentación en sociedad de Sonny, el robot que protagoniza la película junto a Will Smith. De mirada franca y un tanto lastimera, expresivo, cuerpo de metal y silicona, transparente, musculoso, de movimientos elegantes, servicial, sensible y amable, este robot es sólo el botón de muestra de lo que en realidad, es una usina de proyectos, prototipos e investigaciones alrededor de la más silenciosa revolución de la ciencia: la inteligencia artificial.

POR LOLA HUETE MACHADO, de El País
En la Carnegie Mellon, en Pittsburgh, Pensilvania, cuelga una pancarta que resume la filosofía de esta universidad, la única creada en el siglo XX que ha conseguido un hueco en el top 20 educativo mundial (lo dice un folleto, y da números: 250 investigadores, 100 proyectos, 45 millones de dólares anuales de presupuesto): “Where the future is what it used to be” (“Donde el futuro es lo que solía ser”).
Esta institución es una de las más entregadas en EE.UU. a la tarea de idear máquinas autónomas, ya sean brazos articulados, cacharros que juegan al fútbol, computadoras móviles como Grace o Valerie, que saluda al visitante internacional con alguna canción popular de su país (tipo Que viva España). Todos ingenios electrónicos que un buen día fueron soñados, diseñados, programados, ensamblados, puestos en marcha, ¿dotados de vida? El aire aquí huele a tecnología, a algoritmos y programas, a computadores que nunca tienen descanso y a científicos que tampoco. Un grupo de ellos –Jim Osborn, Red Whittaker, Manuela Veloso, Reid G. Simmons– atiende a la veintena de periodistas europeos invitados por la productora Twentieth Century Fox y el equipo de Yo, robot, la nueva película de Alex Proyas (El cuervo, Dark City), inspirada, a grandes rasgos, en la novela de Isaac Asimov. El objetivo es presentar en sociedad a su estrella protagonista, Sonny, un robot de ficción que se incorpora así a la larga saga de robots que la ficción nos viene ofreciendo.
El lugar elegido es perfecto. Porque en Pittsburgh saben mucho de máquinas informatizadas; no en vano, a la antaño industrializada capital del acero la llaman algunos Robotsburgh, dada su pasión tecnológica, sus muchos institutos dedicados al tema, su Robot Hall of Fame... Cuando el muro caía en Berlín en 1989, ellos andaban creando el primer doctorado en robótica del mundo. Lo cuenta el profesor de arte dramático Don Marinelli –un aire a Buffalo Bill, bigote, pelo largo y cano– mientras parodia a personajes del cine: “¡La tecnología es el nuevo acero!”, grita. Y simula ser robot él mismo: “Está en marcha nuestra invasión silenciosa”. Si alguien mira a su alrededor descubrirá que los robots le construimos el coche, le limpiamos la piscina, le ayudamos en una operación óptica o quirúrgica...”. Sigue luego: “Que los literatos pongan nombre a sus criaturas es lógico, pero que los propios científicos bauticen a sus robots es todo un detalle. Los humaniza. Ahí es donde se desvelan sus intenciones”. Cierto. Crece una nueva etnia de autómatas. Ahí están Grace (norteamericana), Asimo y Aibo (japoneses), Argos, Lauron (del Instituto de Robótica de Barcelona), Fermín, Lupe (de la Universidad de Cantabria)... Y así hasta sumar en el mundo más de un millón de máquinas programadas. Ingenios a imagen y semejanza de insectos, hombres, con ruedas o patas, con ojos, sin ellos, pensados para la investigación o la industria, siervos que sólo el nombre rescata del anonimato.
“Sonny” es un primor: de mirada franca y un tanto lastimera, rostro expresivo, cuerpo de metal y silicona, transparente, musculoso, de movimientos dulces, elegante, servicial y amable, un tanto enigmático, sensible. Se trata de un androide NS-5, un asistente doméstico de ultimísima generación, ideal para cuidar de tu casa y tus niños. Pero no lo tiene fácil este recién llegado, el más “realista, emocional y completo personaje tridimensional creado por el cine”, presume Patrick Tatopoulos (Godzilla, Día de la Independencia), el progenitor de Sonny y diseñador de los efectos especiales de Yo, robot, mientras muestra bocetos del proceso de gestación de su criatura. No lo tiene fácil porque el listón de la empatía en ciencia-ficción cinematográfica está muy alto. Hay un antes y un después. Un tope sentimental robótico. ¿Recuerdan? Cuando Batty, un replicante Nexus 6, a punto de caer al vacío se desahoga ante Harrison Ford en Blade Runner, versión en cine de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick: “Yo he visto cosas que ustedes nuncacreerían. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhausser... Todos estos momentos se perderán en el tiempo..., como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. Millones de corazones humanos quedaron arrebatados por la escena. Sabido es que crecieron los fans como hongos, y se abrieron luego, cuando la Red se hizo inmensa, páginas y páginas en Internet dedicadas a esos nuevos seres. Baste citar una: www.replicantes.tk. “Replicantes (a tribute to Blade Runner). Iguales derechos para los replicantes. Más humanos que los humanos”.
Tatopoulos, tras hacer un repaso por los más famosos robots del cine –de Metrópolis (1929) a Minority Report (2002)– y presumir del coche del detective Spooner (Will Smith), un espectacular RSQ diseñado por Audi, augura: “En breve iremos a la tienda de la esquina a comprar un robot igual que ahora vamos a comprar una tele”.
El sueño de imaginar el futuro, de construir una máquina a imagen y semejanza, es recurrente en el hombre, pero no es hasta la revolución industrial cuando se convierte en algo tangible. Y ahí ayudó mucho que la ciencia-ficción. “Julio Verne nos llevó a la Luna antes de que lo hiciera la NASA”, puntualizan en la Carnegie. ¿Le dio Verne, pues, la idea a la NASA? Quizá. Difícil señalar la línea de salida en esta carrera. ¿Fue en 1920, cuando el checo Capek escribió RUR, esos autómatas que acaban con los humanos e inician una nueva era felizmente solos? ¿Con las revistas Amazing Stories, Astounding Sciencie-fiction o Galaxy desde 1926? ¿O con esos escritores que dibujaban el más amplio horizonte posible, digamos Asimov, Bradbury, Anderson, Clarke, Kuttner, Heinlein, Wells...?
La realidad hoy es la ciencia-ficción de ayer: ¿dónde si no clasificar los logros en medicina, en genética, en biología molecular, en computadoras, en inteligencia artificial, en realidad virtual, en telefonía, en exploración espacial? Fue el prolífico Asimov el primero en escribir de forma realista y sin arrogancia de los autómatas, en acuñar la palabra robótica. Con él, las máquinas dejaron de ser parientes de Frankenstein para convertirse en colaboradores queridos. Asimov solucionó en la ficción el asunto de la seguridad a la hora de convivir con ellas mediante las tres leyes de la robótica. Ley número uno y ejemplo: “Un robot no puede causar daño alguno a un ser humano ni permitir que, por su pasividad, lo sufra”. Pero ¿y si se incumplen?, ¿y si un robot se rebela, engaña, mata? ¿Y si de repente uno se da cuenta de que un aparato como Sonny siente y sueña? De resolver una situación así trata la película de Proyas.
Por supuesto, los científicos de carne y hueso de la Carnegie Mellon ni se plantean, de momento, tales cosas. Sus batallas cotidianas son otras. Osborn, Simmons, Whittaker... Los aquí reunidos son culpables de que esta universidad haya parido algunos hitos de la robótica (los Dante, el Terregator, exploradores de la Antártida, etc) y, en consecuencia, son todos hiperactivos. Quien no está especializado en microcirugía ha ido a Alaska o a Chernobyl a probar robots de la NASA, controla el mundo de los sensores ópticos, diseña estos días un asistente para personas mayores o un vehículo autodirigido en el que, dicen, tiene mucho interés el ejército; enseña a sus alumnos y preside varias empresas de producción o software que él mismo ha creado. ¡Uf!
“Quizá son autómatas”, bromea alguien por lo bajo. Claro, podrían haber fabricado clónicos electrónicos de sí mismos, y no tener así que atender tareas ingratas, como contestar preguntas absurdas de los periodistas... Pero, ¿y sus mentes?, ¿se podrían llegar a reproducir algún día? La investigadora portuguesa Manuela Veloso –menuda, morena– se ríe ante tal idea: “¡Uf! De momento, pura ficción”. Nos cuenta que ella ya tiene bastante con demostrar que sus robots pueden cruzar muchas líneas: acción, percepción, solución de problemas, trabajo en equipo... “Uno de los aspectos más desconocidos de los robots es que son capaces de aprender. Reaccionan distinto con la práctica, con la experiencia. Se les programa con respuestas distintas, es verdad, pero son ellos los que eligen una u otra en función de la situación; es decir, aprenden”.
Así, esta mujer niega una de las tres carencias que tradicionalmente se achacan a los robots (inteligencia, movilidad y capacidad de aprender) y se afana en enseñar a sus máquinas a jugar cada vez mejor al fútbol: “Son verdaderos campeones”. Aviso: el interés no está en el resultado del partido, sino en el experimento, en “¡participar!”, se ríe. Para entender la afición internacional que se ha creado con los robots futbolistas sirva un dato: en Portugal, paralela a la Eurocopa de carne y hueso, se celebró la RoboCup: decenas de países participantes en diversas categorías (por tamaños, humanoides). Un deporte que también es usual en España entre equipos universitarios (Girona, la Rey Juan Carlos de Madrid).
Nuevo tema de discusión en la sala: “¿Sustituirán los robots algún día a los humanos?”. “Ya lo hacen”, afirma Whittaker. “Ya han asumido parte de un trabajo que no es cómodo o seguro para el hombre. Basta mirar exploraciones peligrosas en desiertos o glaciares, en acciones de guerra, en incendios, en Marte, en operaciones quirúrgicas, pronto tendrán mucho que hacer en el ejército”. Y sigue el paseo por la robótica: sus orígenes, avances, repercusión, ética, literatura. Conclusión: se vive un boom evidente. Hay mucho interés de la industria en su desarrollo, mucho dinero. Y el territorio se amplía: robots para el hogar, para centros de ocio, para las fuerzas armadas.
“La ciencia no se mantiene inmóvil... sutilmente se disuelve y cambia mientras la observamos. No puede captarse en cada detalle y en cualquier momento temporal sin quedarse atrás al instante”, dejó escrito también Asimov. En la ambientación de Yo, robot hacen guiños continuos con esto: objetos, comidas, zapatillas y equipos de música de 2004 que son reliquias para los habitantes del año 2035 como los son para nosotros los viejos computadores de hace apenas medio siglo. Y, ¿qué es la robótica sino esa vieja historia? Así, por orden, nada sería lo mismo sin las máquinas del ingeniero Vannevar Bush, sin las aportaciones del matemático Norbert Wiener, sin la invención del transistor, sin los microchips. Aquí, en Pensilvania, también hubo prehistoria. En 1945 se creó el primer gran computador, el Eniac, que pesaba 30 toneladas y necesitaba 14.000 metros cuadrados de espacio. Comparen.
Angel Jordan –navarro y americano, físico e ingeniero electrónico; hoy jubilado, pero en absoluto inactivo– ha vivido en directo toda esta gran zancada científica. Ha sido impulsor y protagonista. Fundó con Raj Reddy y Tom Murrin el Instituto de Robótica (RI) de Pittsburgh en 1979: “Cuando la industria del acero decayó intentamos buscar otro camino, otro punto de atracción en la zona, y éste fue la tecnología”. Hoy, el RI es una referencia, como los son otros centros artísticos o culturales de esta ciudad que abunda en imperios (el del ketchup Heinz, sin ir más lejos, cuya heredera es la esposa de John Kerry, candidato a la presidencia norteamericana). Sentado en un hotel de este lugar milagro de la reconversión industrial, Jordan cuenta cómo, por diversas circunstancias, abandonó España en los años 50 y aterrizó aquí.
“Con el RI queríamos agrupar y consolidar todas las ramas implicadas en robótica, mecánica, electrónica, computadores, inteligencia artificial; producir investigación global”, afirma. Ahora dirige el Instituto de Ingeniería del Software, que fundó en 1984. Porque es en el software, dice, donde están puestas ahora todas las miradas, las esperanzas. Y habla de las posibilidades de China e India, de cómo Japón es primera potencia productiva, de cómo los norteamericanos tiran aún de la cuerda en investigación. “Se trasladará todo a Asia”, vaticina Jordan. Y añade: “Ustedes lo verán, yo no”. El “software” es, pues, la madre del cordero. Algo que saben bien científicos como Michael González, de la Universidad de Cantabria, experto en informática aplicada a la industria y ocupado hoy con robots de instalaciones nucleares. “Este boom se produce por el empuje de la informática. Los computadores son miles de veces más rápidos, más capaces, lo cual implica mayor inteligencia”. Pero el software es aún muy costoso. Programar un robot simple puede suponer un millón de instrucciones, que una persona tiene que escribir una por una, teclear a mano. El objetivo hoy es elaborar sistemas, modelos conceptuales que puedan programar en genérico, sin necesidad de escribir hasta la última coma. Y a la hora de construir un robot especial, como el de las plantas nucleares, cuesta más la programación que la mecánica, porque se fabrican pocos. Eso no ocurre con los industriales, puesto que el costo se divide entre todos los fabricados, a veces miles. Unos son masa. Otros, únicos. También entre los máquinas hay clases.
En Yo, robot, los NS-5 son ingenios a la carta que las familias futuras podrán elegir con musculatura y color de ojos al gusto. Tan completo menú aún no existe en la realidad, pero sí software que se va incorporando al robot ya comprado, tal y como hace Sony con el perrito Aibo, por ejemplo, según va fabricando generaciones nuevas del chucho. El humanoide japonés Asimo se pasea en público con regularidad. Los japoneses lo tienen claro: en ambos, juguete y humanoide, está la levadura del negocio. Whittaker, en la Carnegie, prefiere considerarlos, de momento, “herramientas, no juguetes”. Carme Torras, del Instituto de Robótica de Barcelona, donde se afanan en que sus máquinas tengan el mejor sentido de la vista posible y puedan explorar exteriores, señala la importancia del software libre, esos programas que se intercambian, que se mejoran entre la comunidad universitaria, donde “se cree más en compartir que en comercializar”.
¿Y cómo acabó la sesión en Pittsburgh? Tras contemplar a Will Smith correr por la pantalla pistola en mano en pos de una masa de robots, Manuela Veloso fue de nuevo interrogada: “¿Qué piensa una científica como usted al ver algo así?”. Respuesta: “Siempre me pregunto por qué razón el héroe persigue al robot para matarlo, cuando bastaría con acceder al programa de la computadora”. Y agrega, como disculpándose, que no tiene mucho tiempo para películas.

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