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Jueves, 7 de febrero de 2008

CONTRATAPA

Un día oscuro para el pájaro cacahuete

 Por Gary Vila Ortiz

El pájaro cacahuete bien merecería una página en el "Manual de zoología fantástica" inventado por Borges y tal vez hubiera sido bienvenido como parte de algún poema de Antonin Artaud. Del tamaño de una gaviota grande, poco miedoso de los seres humanos, vive en los lugares donde es fácil encontrar cacahuetes, es decir, maní. El cacahuete es una herbácea de la familia de las papilionáceas, especie Arachis hypogea. Tiene flores amarillas: las superiores son estériles y muy bellas, y las inferiores producen el fruto, cubierto de una cáscara dura que contiene varias semillas comestibles. El pájaro cacahuete enloquece por ellas y no se sabe si tiene un mayor placer en romper la cáscara o en devorar esas semillas que creo todos conocemos bien. Habita en zonas cálidas y su pico no es de gaviota sino de aguilucho. Además, mueve las alas como un colibrí y su canto se parece al de las calandrias. Raro y cariñoso el bicho, decía un amigo que lo había conocido en Misiones o en el Paraguay o quizá en Senegal. Creo que nadie antes había visto un ejemplar tan al sur del mundo. Pero, ¿qué es un día oscuro para el pájaro cacahuete? Muchos sabemos, claro, qué es un día perfecto para el pez banana, aunque ignoramos lo otro. El pájaro cacahuete sufre del síndrome de Asperger y eso, al parecer, le hace temer los días oscuros. ¿Y cuáles son esos días? No lo sé. No es la oscuridad de los densos nubarrones comunes en las tormentas tropicales y tampoco la de las sombras nocturnas. En todo caso, se trata de algo que podría llamarse oscuridad espiritual. Porque esos bichitos son, además de raros y cariñosos, sumamente sensibles. Los pájaros cacahuetes mueren (si es posible usar ese término) de una manera insólita. Llega un momento (¿un día especialmente oscuro para ellos?) en que buscan algún árbol de ramas robustas y se posan allí y cantan una canción que, según quienes la han escuchado, es un lamento sereno pero muy triste. Luego permanecen inmóviles por no se sabe cuánto tiempo. Primero les desaparece el plumaje que probablemente sea llevado por el viento (nadie ha conseguido sostener una de esas plumas en su mano), después la piel y el interior de su cuerpo, que no despide ningún olor nauseabundo sino un fuerte aroma a maní tostado. Hasta que sólo les queda el armazón, es decir el esqueleto, que parece ser duro como una piedra. Y entonces, paulatinamente, se van transformando en otro animal volador al que nadie se ha atrevido a ponerle nombre. Los cubre, lento, como un musgo verde y espeso. Apenas se les ven los ojos, y el pico y las patas también son cubiertos por ese líquido viscoso, incomprensible. Las cuidadas investigaciones de biólogos irreprochables afirman que nunca se lo ha visto remontar vuelo, aunque en lugares donde hay tribus de ésas que apresuradamente llamamos primitivas dicen que el pájaro, ya recubierto de musgo por completo, vuela para ir al encuentro de los dioses y al cabo de un tiempo regresa no se sabe convertido en qué. Me habían dicho que el pájaro cacahuete sobrevolaba algunos suburbios de esta ciudad y que en las madrugadas se podía escuchar su canto en las cercanías del río, pero no lo comprobé hasta que uno se posó como al descuido en la baranda de mi balcón y me miró brevemente, compasivo pero sin lástima, una de las tantas mañanas lluviosas.

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