rosario

Domingo, 18 de mayo de 2008

CONTRATAPA

Que un dolor deje de serlo

 Por Luis Novaresio

Uno: Vuelvo a mirarles sus caras y siento que esos son los gestos de la solidaridad. Uno revuelve el locro, se quema con el cucharón que hierve y maldice al cielo. Y de repente, hasta ahí no te sigo, amigo, agradece a ese mismo cielo. Será que sabe curarse el dolor de palabra, pienso sentado en el cordón de la vereda disfrutando del celeste y blanco en el que Belgrano se inspiró. Y no me vengas, te miré desafiante, con que don Manuel usó los colores de la corona de no sé dónde para enarbolar la enseña patria que nos legó y se olvidó de mirar para arriba, alto en el cielo, sembrando con sus ganas el Monumento que vino más tarde. Pero hay más. Hay otros. Otro, acaricia a Nair que se ríe con todas las ganas que sus músculos no quieren y siento que no es verdad que haya que ser padre para entender el amor filial. Ese chico, ese hombre de algo más de 40, no hizo parir de ningún vientre, me dice, pero sí desde su corazón, debí habérselo hecho saber.

Y vos seguís comiendo locro. Una cucharada y revolvés. Otra. Y revolvés. Ahora son otros más, porque siempre hay otros y otros y otros, los que acondicionan una ambulancia que compraron a fuerza de comidas, colectas o lo que sea, para que viaje al Pisco peruano arrasado hace un año por el terremoto divino. ¿Tardaron un año?, querés preguntar. Y no te dejo. El mal gusto de esas cuentas no tiene sentido. Y hay otros, por sólo nombrarte tres casos, que ya juntan mate para infundir con agua de sus cocinas de campaña algo caliente que combata con pan, galletas o lo que sea, la soledad de los que duermen en las noches frías de este invierno que no llega, oligarca conspiración del campo, ya se sabe. Pero ese es otro tema.

Los ex combatientes de Malvinas juntan miles de pesos para la medicina de una niña de 7 años que necesita paliar su atrofia muscular espinal, dan locro en el Monumento Nacional a la Bandera para recaudar esos dineros y los que se precisan para una escuela, un dispensario, un amigo o quien sea, calientan mate cocido y llevan pan a los indigentes de la ciudad sin fecha de fundación, poblada de tantas desigualdades. Nunca entendí tu manía de ponerle rostro a los sentimientos, me dijiste. Podrá ser una tara, pensé. Pero al menos sé que la solidaridad la conozco cuando los miro a los ojos. Y el locro estaba bien rico, che. Dejá de raspar con la cuchara, por favor.

Dos: ¿Cómo decirte que la solidaridad me huele a involuntaria colaboración para encubrir a los culpables del mal? Te miré. Yo sé que es difícil y hasta poco políticamente correcto decirlo. Pero hay veces, como hoy, que así lo siento. Te volví a mirar. Hay una mano que sale al cruce de la angustia y la calma. Porque, concederme una, la solidaridad suele llegar tan desesperada como la desesperación misma y en la mayoría de los casos, la mitiga. En pocos, la hace cesar. Un esfuerzo de un congénere, un dinero arrancado del ahorro de otro par, una palabra o una casa de un semejante, amortiguan, ponen relativo paliativo al dolor. Nada menos pero también nada más. Nada más. No es el fin de lo que está mal. Es, en todo caso, prolongar algo bueno o no tanto según cómo se vea ese vaso a medio llenar.

Fomentar la solidaridad, como vos lo hacés, me miraste fijo, ¿no es acaso apelar a una necesidad individual de menos culpa que aliviana la verdadera causa del que no hace lo que debe hacer? Estuve al borde de pedirte, de gritarte, que te explicaras, que me dieras un ejemplo. Se ve que no hizo falta porque lo soltaste enseguida. Si una chica de 7 años está enferma y su familia no pudo subirse al tren del capital para abonar una prepaga, es el Estado en el que todos delegamos la organización mínima el que debe proveer. Hay un ministro de salud en la ciudad de los Buenos aires, otro en la Casa Gris y un secretario en esta aldea, la tuya. Y, con ellos, cientos de cientos de servidores públicos que deberían hacer. O renunciar. ¿Me entendés?; me dijiste. Hacer o renunciar. No hay intermedios. Y vos, sus locros, sus ayudas, evitan la renuncia.

Yo te he escuchado alabar la fortaleza del decir de Nietzsche. O acaso no es él, ahora sos vos el que grita y pregunta, el que deplora la solidaridad como la compasión débil de las religiones que hace quebradizos y timoratos a los hombres que son dominados. O no fuiste vos, me seguís preguntando, el que se deslumbró por descubrir con ese gran alemán que muchos sacian su culpa entregando una limosna metálica en la taza de un mendigo. Te leo no hace muchos domingos y lo citás: "Me puse a mí mismo en mis manos y me sané yo a mí mismo: la condición de ello ﷓cualquier fisiólogo lo concederá﷓ es estar sano en el fondo. Un ser típicamente enfermizo no puede sanar, aun menos sanarse él a sí mismo; para un ser típicamente sano, en cambio, el estar enfermo puede constituir, incluso, un enérgico estimulante para vivir, para más vivir. Así es como de hecho se me presenta ahora aquel largo período de enfermedad, por así decirlo, en donde descubrí de nuevo la vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas buenas e incluso cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas, y convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía".

¿Y entonces? Vos mismo recitaste de memoria. Hombre acabado el altruista.

Tres: La semana que pasó discutí como pocas veces con mi mejor amigo. Lo quiero desde hace 40 años y sé que sólo un error de lectura genética de nuestros científicos, que dicen que diferencian nuestros ADN, no nos hace hermanos. Así nos sentimos. Después de emocionarme con los ex combatientes, con ese ser luminoso y distinto que es Brian Escobar que entiende que hay una energía distinta en él que debe compartir, después de enojarme con los que provocarán que Martha Chimento cierre su emprendimiento de los Abuelos sustitutos porque no consiguen un espacio público para reunirse, después de encontrar a tantos y tantos seres solidarios, mi amigo me acusó de sensiblero debilucho que se escuda en el gesto desprendido de los otros para creer que algo cambia. Ya sé que me estás leyendo y que maldecirás lo que vos decís es mi modo de distorsionar tu pensamiento. Cuento con la generosidad de este diario, con toda la libertad de decir lo que he querido, todo lo que he querido, en todos estos años, para publicar tu réplica si así lo quisieras. Pero algo así me dijiste. Que los soldados son héroes que se traicionan encubriendo a los inútiles funcionarios que no responden, que Brian es aprovechado en su candor por los que se llevan el dinero público sin hacer nada y que yo mismo promociono con tono consternado un sistema que, de esta forma, nunca va a cambiar.

Entonces no supe decirte algo. Pude contarte que el dolor mitigado (si no curado) es más importante que las lucubraciones del que está sano. Pude decirte que no hay "situaciones" de injusticia que no se resuelven: hay una situación (que es Nair), hay otra (que es un viejo con nombre y apellido durmiendo con frío) y hay otra, por cientos, con otro nombre y vida propias. Te dije que las estadísticas son las impresentables excusas para no mirar a la cara a sus víctimas. Pero no te dije, amigo del alma, que no hay nada que devuelva más alegría a cualquier alma (¡a la mía, hermano, seguro!) que saberte útil dando una mano, una moneda y que un dolor deje de serlo. Y ahí puede que haya egoísmo. Pero nunca debilidad de espíritu. Nietzsche aborrecía esconder la causa de la angustia. Nunca pelear codo a codo con la propia. Con valentía. Con solidaria valentía.

Ya sé que Dios y la Patria no tienen abogado para que los patrocine en los juicios contra estos chantas que hambrean en un país de alimentos. Y hablo del pan de harina y el pan de la dignidad que no se come. Ya sé que ellos dicen que tienen aguante, que vamos bien aunque huela a mal o que con la Constitución se come. Pero también sé, amigo, que basta mirar a los ex combatientes, al pibe bombero voluntario, a la abuela Martha o a tantos otros para entender que un gesto es mucho más que tus palabras. Y perdoname el lugar común. Es que me vino al pelo.

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