Lunes, 13 de junio de 2011 | Hoy
Por Gary Vila Ortíz
Hay un verso de Borges que viene a la memoria cuando me llega la información de la muerte de tal o cual persona. Puede ser alguien famoso, pero también un ser anónimo. Pienso en aquella muchacha, de la cual nunca supe el nombre, con quien supe caminar algunas cuadras que eran comunes para llegar a nuestros trabajos. Alguna vez tomamos un café o nos guarecimos en aquel boliche de una lluvia terrible. No pasó nada entre nosotros, porque un día dejó de llegar a la esquina donde nos encontramos y no sabía cómo hacer para encontrarla. Por uno de los mozos de ese café al que habíamos ido no demasiadas veces, me enteré que ella había muerto de un paro al corazón y repentinamente. Sí, con ella habían quedado sin memoria algunos hechos que yo no conocía, incluso algunas cosas mías. El poema de Borges nos emociona: "Me conmueven las menudas sabidurías que en todo fallecimiento de hombres se pierden --hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros - frecuencias irrecuperables que fueron la precisión y la amistad del mundo para él". Con quien ha muerto en estos días se pierden muchas cosas que de ninguna manera deberían ser olvidadas.
A los 87 años murió en su residencia de París Jorge Semprún uno de los últimos sobrevivientes de algunas de las barbaries del siglo veinte y de hechos políticos esenciales para nuestro mundo. Nacido en Madrid en diciembre de 1923 e incluso ministro de cultura de Felipe González entre 1988 y 1991, era un escritor español, pero su lengua fundamental fue el francés. No puedo dejar de recordar un diálogo con otro escritor sobreviviente, Semprún del campo de Buchenwald (era el preso número 4904) y el otro del campo de Auschwitz. No recuerdo su nombre en este momento, pero si su cara y sus gestos durante un diálogo largo y apasionante. En un momento los dos coincidieron en que de ninguna manera querían llegar a ser el "último" sobreviviente, que les perseguía algo que los angustiaba con una particular tristeza.
El vuelve a referirse al tema de la memoria en un reportaje que le concede al diario español El País (en el año 2000) y que el diario lo recuerda al hablar, en estos días, de su muerte. Sus palabras hacen pensar en el significado que adquiere la memoria cuando existen tantos que son partidarios del asesinato de la memoria. Para tratar der precisar cuáles fueron esas barbaries que lo tuvieron tanto como protagonista para ser luego un testigo comprometido con la necesidad de tratar de mantener intactos la veracidad de los hechos, recordémoslas pues es necesario hacerlo en estos años donde se practica todo lo contrario, es decir hacer olvidar o modificar la realidad de los hechos. Jorge Semprún conoció el exilio desde muy joven. Cuando muere su madre, él y sus hermanos viajan hacia La Haya, donde el padre era embajador de la República. Allí se establecen hasta que en 1939, perdida la Guerra Civil Española, deciden ir a Francia. Y al poco tiempo, es decir en 1942, se afilia al Partido Comunista Español, por lo cual cerca de un año más tarde es tomado prisionero por los nazis, torturado y trasladado al campo de Buchenwald. Y es probable que no fuese asesinado, como se hacía con todos los intelectuales, porque se lo ingresó como estucador.
En el año 2000, en la mencionada entrevista, se preocupa por la memoria de esos hechos. Y el punto clave es el olor a carne quemada. Vale recordar sus palabras: "Están desapareciendo los testigos del exterminio. Bueno, cada generación tiene un crepúsculo de esas características. Los testigos desaparecen, pero ahora me está tocando vivirlo a mí. Aún hay más viejos que yo que han pasado por la experiencia de los campos, pero no todos son escritores, claro. Luego hay algo... ¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es exactamente? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada. ¿Qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? Para esas circunstancias está, precisamente, la literatura. ¿Pero como hablas de eso? ¿Comparas? ¿La obscenidad de la comparación? ¿Dices, por ejemplo, que huele como a pollo quemado? ¿O intentas una reconstrucción minuciosa? Yo tengo dentro de mi cabeza, vivo, el olor más importante de un campo de concentración. Y no puedo explicarlo. Y ese olor se va ir conmigo como se ha ido con otros".
El tema de la memoria y del olvido lo persiguió hasta el final. El año pasado, ya enfermo y teniendo plena conciencia de su enfermedad, volvió a Buchenwald por última vez para pronunciar un discurso con motivo de los sesenta y cinco años de la liberación del campo. Fue allí donde recordó a los niños judíos que en 1945 fueron llevados de Polonia a Weimar, entre ellos Imre Kertész y Elie Wiesel, que años después ganarían el Premio Nobel de Literatura.
A esa generación --pensaba Semprún-- le tocaba tener viva la memoria de lo que había ocurrido. Todas las memorias europeas de la resistencia y del sufrimiento sólo tendrán, dentro de diez años (es decir hoy en día) a la memoria judía del exterminio. Ese será su baluarte y el último refugio. "La más antigua memoria de aquella vida, ya que fue, precisamente la más joven vivencia de la muerte".
Pero si a Semprún, como a muchos otros republicanos españoles que habían buscado el exilio en Francia, les tocó el régimen de Vichy y el pensamiento de los colaboracionistas, lo que significó la entrega a los nazis, o el sufrimiento en campos que había en la misma zona ocupada de Francia, Semprún --además de esa experiencia-- también fue víctima en su propio país de la persecución por parte del franquismo cuando con el nombre de Federico Sánchez era militante del comunismo español. Hasta que repentinamente fue expulsado del partido por haberse apartado de la línea stalinista. Debió volver a Francia, pero luego, con el gobierno de Felipe González, fue ministro de cultura entre 1988 y 1991. De esa experiencia nace también un libro que según algunos estudiosos es poco común en la literatura política española: las memorias de un miembro del gobierno en las cuales muestra sus desencuentros con el socialismo español. Y como se ha escrito lo hace sin tapujos y con crudeza.
¿Cuándo conocimos la obra de Jorge Semprún? No tanto por sus libros, que nos costó conseguir, sino por todo aquello que logramos tener y leer por un inolvidable librero, Laudelino Ruiz. Eran las obras y los cuadernos bimestrales de Ruedo Ibérico, que se publicaban en Francia, pues en España no podían publicarse pues estaban dedicados a la Guerra Civil Española y la realidad española de los años de la postguerra. La historia de Ruedo Ibérico comenzará en 1961 y continuará hasta 1982, cuando la editorial ya se había podido trasladar a Barcelona y debe cerrar su casa en París y vender como papel viejo unas 70 toneladas de libros, pues las ventas no alcanzaban ni para pagar el lugar donde estaban almacenados.
Para quien había hecho de su vida un permanente acto de compromiso con la memoria de las barbaries del siglo, esa realidad debe haber sido, aún cuando él ya estaba actuando políticamente y escribiendo sus obras que no son fáciles de conseguir.
Así como la muerte de Camus y de Orwell empobrecieron el panorama político del mundo en el siglo pasado, sobre todo por una militancia de una nobleza esencial y de un coraje poco común, así nos empobrece la muerte de Semprún, con quien posiblemente se pierda un testimonio poco común y que muchos quisieran que se olvidara.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.