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Jueves, 29 de septiembre de 2011

CONTRATAPA

El último carrero

 Por Jorge Isaías

Los callejones que en aquellos años lejanos eran recorridos por los carros de ruedas gigantescos, con su lanza que tiraban doce caballos sólo quedan en el recuerdo del recuerdo de los que nos contaron los mayores.

Antes de que los camiones se popularizaran, el cereal de las chacras a las casas acopiadoras del pueblo las llevaban estos vehículos pintorescos, casi copia de las antiguas carretas, esas cerealeras, que siempre tenían acceso a las vías donde paraban los trenes de carga. Los carros se cansaban de levantar polvareda, con su paso lentísimo. Iban en largas caravanas, con sus peones, su enjambre de perros ladrones, amaestrados para robar algunas gallinas que engrosaban en los guisos que se llamaban precisamente, "carreros". Mi abuela me supo contar que eran el terror de las chacras donde iban a cargar el cereal en bolsa o a granel. Que no había tropelía menor que no hicieran, todo giraba alrededor de los animales domésticos que corrían peligro si había un descuido. Al parecer las mujeres de las chacras no veían la hora de que se fueran. Entre los tantos carreros del pueblo, nosotros conocimos al portugués Teixeira, porque fue el último resistente que competía aún con desventaja con los pequeños camiones de entonces --Chevrolet, Ford, Diamond-﷓ que ya los habían largamente desplazado en sus trabajos de traslado de mercaderías. El carro del portugués era una auténtica rémora del pasado. Demasiado grande y pesado para repartir mercadería por el pueblo, quedaba como último recurso para cuando todos los demás estaban ocupados y amenazaba lluvia y había que sacar el cereal del campo o cuando los caminos estaban intransitables para los camiones, esas ruedas pesadas, a duras penas y cavando zanjas en los caminos traían los granos a tiempo para llevarlos al tren y al embarque en Rosario.

El portugués era un tipo odiado por todo el mundo y no sólo por los que habían tenido un problema con él.

Yo lo conocí. Yo lo recuerdo. Vivía calle de por medio frente a la casa de mi tío Berto y mi tía María, hermana de mi padre. ¡La dulce e inolvidable "Tía Ita"! Quien sacaba de su delantal tan hondo esas inmensas peras de agua, las únicas por otra parte que había en el pueblo. También supo hacer para mis años breves alguna torta de naranjas, como regalo de cumpleaños.

El portugués entonces tenía los ojos chicos, huidizos y mezquinos, nunca miraba de frente. Vestía eternamente con unas bombachas grises y una chaqueta del mismo color, enteramente de brin resistente, unas alpargatas blancas y la gorra de cuero que nunca se sacaba. Hablaba muy mal el castellano, lo hacía en un portuñol cerrado que casi nadie entendía y los chicos lo mirábamos con miedo, tantas historias se contaban de él, de sus crueldades.

El inmenso carro siempre en la calle, y en las esquina un gran corral con sus numerosos caballos que maltrataba con saña y discreción:

-﷓Os manso os matus﷓- les gritaba fuera de sí mientras le pegaba con el cabo del rebenque en la boca y la frente.

Una vez pasó un criollo de a caballo y se bajó cuchillo en mano. El portugués ganó los patios interiores de su casa como alma que se lleva el diablo.

-﷓Yo te voy a dar salvaje para que aprendas a tratar a los animales﷓ le gritó con contenida advertencia de hombre que amaba los caballos. El portugués se cuidó un tiempo, pero volvió pronto a las andadas.

Al lado del portugués vivía su sobrina, cuyo nombre olvidé, lo único que recuerdo es que estaba casada con un panadero alto, rubio y de inmensos bigotes que respondía al nombre de Juan Pedrol, muerto muy joven.

Esta mujer había sembrado unas enredaderas, y unas arvejillas que se trepaban por ese tejido romboidal que separaba el jardín de la calle, en un hermoso tapiz multicolor. La recuerdo siempre vestida de luto riguroso, de pelo muy negro y ojos muy oscuros, grandes y que miraban siempre como azorados, seguramente ante tanta pena.

Si yo seguía esa vereda hacia el centro, a cien metros estaba el almacén de mi abuelo. Quiero decir con esto que era la cuadra en que jugábamos con mi amigo Valentín, arrastrando con un hilo esos autitos "justicialistas" (tal se llamaban los originales) que nos regalaban en el correo a los chicos más pobres previo canje por una tarjetita que había que retirar antes de Reyes.

Era el jefe de correo Juan Tosini, a quien llamaban Juancito, para distinguirlo de su papá de quien era homónimo. Los otros hijos de Juan eran Santina, Lorenzo y Guillermo a quien llamaban "Mito", una hermana, a quien le decían Blanquita, estaba casada con don Ricardo Laureano Juárez.

Mientras voy con lentitud y sumo cuidado tirando de a una las hilachas de la memoria porque a mí se me hace cuento que esos minuciosos carreros bordaron los caminos de la colonia, con una símil de caravana como las que cruzaron por la pampa en época de los ranqueles, o las largas hileras de vehículos orientales que exalta Sarmiento en su Facundo, como si todo -﷓el tiempo, el espacio y la historia﷓- se hubiese confabulado para que yo escriba estas palabras, porque es cierto que conocí al último de estos especímenes extraños con un oficio ya perdido para siempre, porque ya era anacrónico cuando yo pasaba por la vereda del portugués y miraba azorado ese enjambre de caballos, con el fuerte olor a orín del corral, sus largas colas espantadoras de moscas, sus crines donde se adherían los abrojos como ahora este recuerdo que se prende, obsesivo, en mi memoria.

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