rosario

Jueves, 8 de diciembre de 2011

CONTRATAPA

Aquellos abuelos

 Por Jorge Isaías

A Miguel Fredi

Mi abuelo --cuenta Miguel Fredi-﷓ se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba una taza de café negro, comía un pedazo de queso y salía al amanecer. Tocaba con sus manos callosas el mango de la azada que había dejado sumergida en un balde de agua para que la madera se hinchara y la azada quedara firme y se iba hasta la quinta a desmalezar los tomatales. Tenía ochenta años. Mi abuela lo seguía detrás, como una sombra. Con su delantal negro, que no se quitaba nunca. ¿Por qué iba a cambiar a esa edad, no es cierto? --pregunta como afirmando sobre esa pasión casi religiosa que trajeron los inmigrantes del otro lado del mar. A veces estos hombres duros se hacían un tiempo para poder caminar bajo los árboles, pero no siempre.

Yo recuerdo a mi propio abuelo, cuando recorría las parvas o los chiqueros, y buscaba un asiento donde quedarse un rato. Podría ser un tronco, el asiento de un arado en abandono, ponía la mano en el bolsillo y sacaba una naranja. Del otro sacaba un cortaplumas y se ponía a pelarla. Si yo estaba cerca me daba los primeros gajos, y luego de a uno se los iba metiendo en la boca, sin que el jugo le chorreara por la barba o le mojara los bigotes.

En ocasiones era un pedazo de pan o de queso, pero se nota que a esa costumbre la traía del otro lado del mar, porque lo vi en otros inmigrantes: todos tenían la misma costumbre. Otras veces, sacaba una pequeña pipa, luego la tabaquera de cuero crudo, llenaba el hornillo con minucia y dedicación y encendía el tabaco con un fósforo hasta que la primera humareda subiera hacia el cielo y se sentaba como mirando el mar. Sólo que aquí no era de agua sino de trigo, maíz o alfalfa.

Pensar en esos hombres es circunscribir aquellos años de la niñez en un aura que se agranda con el tiempo y la distancia, lo instala en un espacio casi mágico, que corre el albur de convertir algo tal vez simple, tal vez trivial, tal vez basto en una mitología digna de mejor causa para otros. No es mi caso, porque qué sería de tanta vida anónima si nadie recuperara en un gesto reparador todo aquel tiempo en que el trabajo estaba en primer término, estaba por sobre todas las cosas, la propia diversión estaba mal vista por los inmigrantes, como si el sólo hecho de habilitar el goce estuviera prohibido en su biblia particular y la de sus ancestros.

Mi padre me contaba alguna vez que en el año cuarenta siendo mensual de la chacra de Domingo Cléreci vino a la cancha de paleta del Club Huracán un exitoso acordeonista llamado Antonio Bizio y como el baile era en verano se escuchaba la música en las chacras cercanas.

Mi padre, que había ido al baile, al otro día tuvo que aguantase las reprimendas -﷓no sin sonreírse-﷓ del viejo Chiquín.

-﷓Te creés que yo no escuchaba desde aquí "al acordeón del vicio" --le dijo, usando muy bien la fonética para entender esa ambigüedad semántica que la permitía su aparente confusión.

A él, a Chiquín, inmigrante sufrido y estoico le habrá parecido el colmo del desenfreno que en un lugar perdido de la pampa un grupo no muy numeroso de muchachas y muchachos soñaran un rato haciendo un alto en sus tareas, a la que seguramente nadie era esquivo.

Por eso la anécdota de mi amigo Miguel me gusta, por lo que cuenta de su abuelo ya octogenario que no sabía hacer otra cosa que trabajar, como lo habría hecho desde su aldea natal, en aquella península ya cada vez más difusa en su memoria. Y siempre seguido por esa sombra, su mujer. Porque trabajar para ellos no era un problema de sexo, todo se hacía a la par.

Habían trocado entonces aquellas aldeas perdidas junto al mar o la montaña, algunos había hecho la guerra y en general venían perseguidos por el hambre, un futuro incierto para sus hijos y en general llegaban a lugares donde tenían un ser querido, un pariente, algún paisano que le sirviera de referencia en este país tan lejano que veían como provisorio y para ellos seguro que lo era, aunque la estabilidad la consiguieran con seguros sacrificios y también es seguro que el abuelo de Miguel, el mío y el de tantos otros amigos hubieran elegido a su tierra natal estos cielos altos, estos soles anchos, esta luminosidad sobre el verde furioso de toda la llanura que ellos cultivaron con una pasión tan minuciosa y posesiva que me hace dudar si pudieron disfrutar del vuelo alto y seguro de aquella garza mora que cosió el horizonte para siempre delante de sus ojos.

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