rosario

Jueves, 22 de diciembre de 2011

CONTRATAPA

¿De dónde salen las gaviotas?

 Por Jorge Isaías

¿De dónde salían las gaviotas que vi volar alrededor del arado donde mi abuelo iba sentado, roturando la tierra?

¿De dónde venían, tan blancas, a veces con un pequeño luto en la punta de las alas, siempre voraces, siempre hambrientas?

Tal vez de aquellos cañadones, en cuyas orillas que festonaban los juncos, las espadañas, los espartillos, las plantas acuáticas en medio.

La tierra al ser volcada era muy negra, al paso del sol y de las horas iba tomando un color más claro, tal vez influyeran también los minerales que durante siglos estaban en el vientre del mundo.

Las tres rejas pobrísimas iban dando vuelta la tierra y sacaban al aire los gusanos, gusanillos e isocas blancas que eran el manjar no sólo de las gaviotas sino de numerosos pájaros menores que iban a la arrebatiña que producían las gaviotas con sus gritos y sus vuelos rasantes.

A veces yo seguía a mi abuelo y me ponía a distancia prudente, mi presencia no era respetada por el hambre y la angurria de las aves diversas. Cuando mi abuelo me descubría invariablemente me marcaba de regreso. ¡Cómo me hubiera gustado que me subiera en su falda! Si eran mis tíos los que araban la cosa era distinta. Me alzaban y me sentaban en sus rodillas ya que el aradito tenía un solo asiento, y hasta me dejaban tocar ese doble par de riendas, para darme la ilusión que yo manejaba los ocho percherones que trabajosamente arrastraban esas tres pequeñas rejas de hierro que la tierra ponía brillosa y cuando se dejaba de arar por medio de una palanca se alzaban y el sol se veía allí en su plenitud y lo reflejaba como espejos.

Por el camino rural de vez en cuando se veía una polvareda que se iba acercando y luego al pasar junto al alambrado donde mi abuelo estaba arando el conductor saludaba con un grito, mi abuelo levantaba apenas el látigo a modo de respuesta, y enseguida el silencio del campo que llegaba antes de que el polvo se asentara de nuevo en la calle.

A veces pasaban los obreros de Vialidad Nacional que estaban reparando los caminos con esas grandes aplanadoras Champion, o algún jinete de vez en cuando y más raramente aún un auto. Los que sí se veían con más frecuencia eran los pequeños Ford T o la Justicialista, una chatita de industria nacional que fue fabricada previamente al popular rastrojero allá por los cincuenta del siglo pasado. Estos vehículos eran más frecuentes porque transportaban tambores de gasoil o de aceite hacia las chacras que las usaban de combustible, o bolsas de harina para amasar el pan, que no entraban en el espacio reducido de un sulky.

Los tractores eran pocos todavía, y sólo muy raros chacareros lo tenían. Estaban los Massey Ferguson, los Hanomag y el popular y criollísimo Pampa, todo pintado de verde. Eso recuerdo

Y volviendo a las gaviotas, aunque no he averiguado el origen, no las supongo sobrevolando las orillas de un mar lejano y creo comprender que éstas de los bañados eran más chicas, y a su vez, alternaban con otras especies como las cigüeñas, los chorlitos, las bandurrias, la diversidad de patos: crestones, picazos, siriríes, zambullidores, maiceros, etc. También con los flamencos blancos y los rosados, y con las garzas blancas y las garzas moras que cruzan el aire solitarias con ese silbido tan triste que zurce el horizonte plano y sangrante del atardecer.

Estas gaviotas merodeaban la tierra cuando todavía se araba porque le producía una vasta y surtida oferta de alimentos para ellas y sus crías que usaban ese graznido tan desagradable y lastimero.

Con lo que ellas dejaban se alimentaba toda familia de pájaros menores menos el biguá que lo hacía estrictamente de los caracoles que pescaban a la orilla de los cañadones donde corría poco el agua.

En los atardeceres cuando mi abuelo levantaba esa palanca y las rejas ya no brillaban al sol porque con su sangre iba pintando los campos, la estribación de los montes, el lomo de los terneros que balaban sangradamente buscando a sus madres y algo de ese fleco rojizo del crepúsculo se posaba en el sombrero lleno de tierra y sus bigotes cansados que a la noche, como siempre, filtrarían el vino antes de pasar airoso y feliz por su garganta italiana.

A lo lejos las luces del pueblo no llegarían a iluminar las numerosas perdices echadas en medio del campo, en silencio como una araña dormida.

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