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Miércoles, 29 de enero de 2014

CONTRATAPA

El caballero rojo

 Por Víctor Hugo Maini

Cada tanto mostraba la palma de su mano izquierda, como un inspector de tránsito en señal de pare. Todos sabíamos lo que iba a decir, pero nunca lo interrumpimos. "Con esta mano palmeé tres veces los hombros de Julio Sosa en San Telmo, de Alberto Morán en unos carnavales de Provincial y del 'Tano' Roma antes de subirse al micro a la salida de la cancha de Newells". La exhibía como un documento, una foto, una credencial que lo hacía distinto al resto y que le daba cierta autoridad para hablar sobre algunos temas. Mi tío Santiago pagó una fortuna las cinco horas de alquiler del bote que nos acercó al ring flotante levantado en el centro del laguito del parque Independencia en donde iba a luchar mi ídolo "el caballero Rojo". En tres ocasiones estuve a punto de tocarlo, pero me faltó suerte. Pude ver de cerca el combate y cómo el árbitro Willian Boo le levantaba el brazo en señal de triunfo. Volví con mi mano virgen de ídolo guardada en el bolsillo de mi pantalón y con una frase de mi tío en la cabeza "no te hagas problemas, la vida siempre te da una segunda oportunidad". En la panadería de don Manuel, un hombre robusto, portador de una tranquilidad que le daba el valor, profesor de artes marciales en el club de los japoneses de calle Iriondo, siempre me llamaba la atención. Una mañana el panadero en voz baja y a modo de secreto, me dijo: "Sabés quién es ese hombre? El caballero Rojo". Lo perseguí con mi pesada bolsa con pan con escaso bromato de potasio y antes de que ingresara a su casa lo palmeé tres veces para después salir corriendo. Don Anselmo Rojo era playero en una Isaura de Suipacha y Córdoba. En la calle existen adopciones permanentes que no están anotadas en ningún registro. Soledades que se complementan, necesidad de afecto, luces en el alma. Con el profesor aprendí la vertical, el rol hacia atrás, la doble Nelson. Me enseñó de fútbol, de mujeres, de naipes, de billares y de otras materias que generalmente no se daban en la escuela. Una tarde en que una revista "Así" pasaba por las mesas del club con fotos de mujeres usando mokini en Europa, el luchador dijo "una mujer puede ser alta, baja, gorda o flaca, pero para interesar realmente debe estar vestida". No dudé en presentarle a mi primera novia. En el medio de la reunión, preguntó cuánto tiempo hacía que salíamos. Susana, que hasta allí no había pronunciado palabra, contestó "sesenta y siete días". "Bueno, tenemos una futura contadora entre nosotros", se alegró don Rojo, y agregó que "la matemática no es una opinión, por eso pocos hablan de ella, todos nos volcamos a conversar sobre temas opinables como el fútbol, la política, el amor, en donde cualquiera puede hablar libremente sin necesidad de saber mucho, especialmente todos hablamos del amor, hacemos canciones, poemas, discursos, sin que nadie hasta el momento pueda llegar a definirlo, pero cuando te cala en el alma es tan exacto como la aritmética".

El cartel de "Se Vende", colgado en la ventana de su casa me hizo pensar lo peor. La hija de don Manuel, dueña de una agencia de loterías, me comentó que los bienes se los manejaba un sobrino y que el viejo estaba en un asilo desde hacía un tiempo. Allí voy a visitarlo cuando puedo, nunca falto para el día del padre, llego justo antes de que los ancianos empiecen a insultar a quien inventara ese día. Anselmo tiene ahora una tranquilidad producto de la resignación. No entiende el encierro. Dice estar enamorado de Amalia, una coqueta mujer de una mesa cercana. Siempre la encuentro leyendo. Ella dice que no es la única que lee en ese lugar, que por las noches suele ver al cristo de la capilla bajarse de la cruz, longar sus brazos y hacerse masajes en la cervical antes de sentarse en el primer banco para leer la Odisea de Homero. "Está bellamente loca", me dijo el enamorado antes de pedirme que le comprara un ramo de rosas. Se lo conseguí de inmediato y traté de quedarme para vivir el momento. La timidez de Anselmo no había envejecido, le costó acercarse hasta la mesa de la lectora, quien al levantar la vista y clavar sus ojos de periscopio en los ojos del encapuchado le dijo algo que yo sabía desde hacía mucho tiempo: "Don Rojo, usted sí que es un caballero".

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