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Sábado, 18 de abril de 2015

CONTRATAPA

El arte de contar

 Por Javier Núñez

Tres o cuatro años atrás asistí a una charla de Juan Sasturain en el marco de un evento que se llamó "Rosario Lee" o algo por el estilo, en la ex tienda La Buena Vista. Fue, supongo, uno más de los intentos por encontrar algún evento que viniera a cubrir el enorme y vergonzoso hueco que la ausencia de una feria del libro marca en la agenda cultural de la ciudad y que, con diferentes nombres y en distintos espacios, se volvió a intentar también sin éxito en años posteriores. Yo había leído más temprano uno o dos cuentos de mi primer libro, mientras mi hijo menor se removía inquieto entre las piernas del público y su madre trataba en vano de que se quedara quieto, y después me quedé a escuchar a Sasturain a pesar del hambre y el embole de mis hijos, incapaces de entender mi fascinación.

No recuerdo bien de qué era la charla, pero tenía algo que ver con la lectura y fue un momento cálido y encantador. Cuando Sasturain habla sobre libros o historietas, cuando Sasturain se evoca como lector con el entusiasmo a flor de piel, es un prestidigitador fascinante; un flautista de Hamelín que nos arrastra indefectiblemente al territorio del encanto. Sé que habló de su acercamiento a la literatura, de cómo la historieta fue su puerta de ingreso a la aventura, de cuentos que lo habían marcado, de personajes que lo habían acompañado en algunas tardes imborrables. Habló de Milton Caniff, de Hugo Pratt, de Oesteheld; y de Stevenson, Salgari, Mark Twain. Lo recuerdo como algo borroso, en ráfagas, más como una sensación que otra cosa.

Sí recuerdo, en cambio, con precisión absoluta, dos de esas historias en las que se adentró con pasión irrefrenable, como quien vuelve maravillado del cine y no puede evitar contar la película con lujo de detalles: "Francotiradores", la primera historieta de Ernie Pike que Oesterheld y Hugo Pratt publicaron en Hora Cero, en mayo del 57; y "Hombre del sur", un estupendo cuento de Roald Dahl. Y lo hizo de una forma tal, con tanto entusiasmo y precisión (perfilando a los personajes con pinceladas precisas, recreando atmósferas, sosteniendo la tensión, logrando el clímax en el momento indicado) que a veces tiendo a pensar que no se trató de la evocación de otras obras, sino que apeló al arte milenario de la narración oral para crear, con el barro de la memoria, una obra nueva que se plasmara en el aire.

Yo había leído "Francotiradores" por primera vez veinte años antes, junto con otras historietas inolvidables como "Un teniente alemán", "Desencuentro" o "La patrulla", y me había volado la cabeza descubrir (la inmortalidad de la literatura o de la historieta tiene esas cosas: que alguien "descubra" algo cincuenta o cien años después) algo tan humano, tan alejado de los arquetipos; una serie de historias bélicas, como señala el propio Pike en los primeros cuadros, sin buenos ni malos, pero con el villano más odioso de todos: la guerra. Sasturain la había leído mucho antes y, sin embargo, la rememoró como si acabara de hacerlo (puedo haberla releído antes de la charla, por supuesto; para el caso es lo mismo: de lo que estoy tratando de hablar, desde hace rato, es de la capacidad de algunos para hacer arte de un relato). Nos habló del batallón acosado por los morteros alemanes, del partisano y el sargento que son enviados juntos para dar con el observador que dirigía la carga, de cómo cuando quedan solos se revelan las tensiones porque los dos amaban a la misma mujer y había una bronca irresuelta entre los dos. En medio de la desconfianza y el rencor tienen lugar el heroísmo y el sacrificio: ambos terminan muertos, tratando de atraer sobre sí el fuego alemán para que el otro pudiera salvarse y volver con la mujer amada por los dos y que espera sólo a uno (y cada uno cree que es el otro quien la merece). Y sus cuerpos acaban olvidados, mientras el batallón se marcha, separados por unos metros pero "despeinados por el mismo tramontano que bajaba de la serranía lejana".

La otra evocación (o, mejor dicho: la otra obra oral que trazó en el aire), como dije, fue el cuento de Dahl, un autor conocido sobre todo por sus obras dirigidas al público infantil y popularizadas por Hollywood (Los Gremlins, Matilda, Charly y la fábrica de chocolate, entre otras) pero con algunos libros para adultos y entre ellos uno que es impresionante: Relatos de lo inesperado. El recuerdo, en este caso, era muy fresco: yo había leído el cuento unos días antes porque ese libro acababa de salir en la colección "Los 40 de Anagrama" que acompañaban al Página/12.

Sasturain contó lo mismo que, ahora sé, había escrito tiempo atrás en la contratapa de Página. Que a Dahl lo había leído, sin saber quién era, unos sesenta años atrás. Y que le debía nada menos que el descubrimiento de la literatura ("No los cuentos para chicos: la literatura a secas. Como para no estar agradecido", había escrito entonces). La de Sasturain no era una casa plagada de libros, pero se compraba Leoplán, un magazine con notas de interés general y algunos relatos, casi siempre policiales, donde un día leyó un cuento inolvidable. Un joven americano llega de vacaciones a un hotel de Jamaica, donde conoce a un viejo de aspecto inofensivo. Pero de una situación trivial (el chico se dispone a darle fuego con su encendedor, el viejo dice que con ese viento no va a encender, el chico dice que su encendedor nunca falla) surge una apuesta alocada: el viejo apuesta su Cadillac a que no puede encenderlo diez veces seguidas sin fallar. "¿Y qué apuesto yo?", pregunta el muchacho. "El dedo meñique", dice el viejo. La apuesta, aunque parece irreflexiva, se concreta: el chico está tan convencido que suben a la habitación y se deja atar una mano a la mesa. Mientras con la mano libre se dispone a encender diez veces el encendedor, el viejo blande una cuchilla enorme sobre su mano atada, aguardando el primer fallo. El chico levanta la tapa del encendedor, gira la rueda con el pulgar... ¡uno! Se enciende la llama. ¡Dos! Se enciende otra vez. ¡Tres! Se vuelve a encender. ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! Y entonces, en medio del desafío, se abre la puerta y aparece una mujer gritando para que se detengan: "Lo siento, lo siento", dice, "lo dejo solo un minuto y ya está otra vez haciendo de las suyas". Y cuenta, entonces, que el viejo no puede parar, que es un apostador empedernido por culpa del cual tuvieron que huir del lugar donde vivían, porque ya había cortado como cuarenta dedos y había perdido más de diez autos. "Supongo que habrá apostado un auto que no tiene", dice la vieja; "el auto que está afuera es mío. No le queda nada que apostar en este mundo. Nada. Yo se lo gané todo; me llevó mucho, mucho tiempo, pero se lo gané todo y ya no le queda nada". Y con una sonrisa triste, la mujer alarga la mano para agarrar la llave: solamente le quedaba un dedo y el pulgar.

Esa noche volví a mi casa y releí la historieta y el cuento que Sasturain había referido. Me volvieron a gustar pero de un modo distinto, como si algo de esa pasión que otro había puesto al recordarlas se les hubiera impregnado para siempre. Como si detrás de la página surgiera una voz entrañable, enamorada de las historias, que se empeñara en narrarlas otra vez. En eso, supongo, radica la clave del arte de contar. En saber hacerlo con tanto afecto por las historias que la voz se filtre, se instale, se quede, y acompañe al lector que se aventure en ellas una vez más.

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