rosario

Viernes, 30 de octubre de 2015

CONTRATAPA

El mensajero

 Por Víctor Zenobi

A Leopoldo

Corría el 197... Yo y el cabezón estábamos organizando una casa de pensión. Su hermano, que militaba en una de las organizaciones juveniles, fue secuestrado y torturado en una siniestra casa de Funes, hasta que decidieron soltarlo. Rápidamente llamó al cabezón y estuvieron en mi casa. Él me preguntó, balbuceando por los efectos residuales de la picana, si yo podía avisarle a un tal Tato... Dije que sí, pero mi padre se interpuso alegando que él resultaría menos sospechoso. Al mediodía siguiente, mi padre se dirigió a la casa del tal Tato y le dijo que se tenía que ir, que era cuestión de vida o muerte, que en cualquier momento lo irían a buscar... Propio de la época, nuestros días sucesivos siguieron como si nada, tratando de olvidar el asunto tras los avatares de la banalidad cotidiana y en la medida en que el entorno personal lo permitía... La amistad alentaba la creencia de que las relaciones humanas sobrepasan las limitaciones, las contradicciones de la existencia y la persistente demolición del tiempo, pero en nuestro caso desalentamos esa creencia y por distintas razones dejamos de vernos.

Por la asidua lectura de Kant y de Kierkegaard, yo me empeñaba en eliminar una imagen que solía difundir para ser aceptado y creí que mi recorrido depararía satisfacción inmediata a mi propósito. Lamentablemente no fue así, los caminos de la vida son inescrutables y lo cierto es que "mal de muchos, consuelo de tontos" suele servir para comprender que el fundamento de la naturaleza humana, siempre acarrea una cierta insatisfacción. Yo no me consolaba pero, al comprender que la comparación posibilita el conocimiento de la cualidad, acepté que estaba incapacitado de alcanzar alguna propiedad, fuera de la lectura que dotaba de un rasgo evanescente a mis vivencias. Cada noche me sumía en el sueño divagando con Héctor o Lord Jim, Johannes Dahlmann o el increíble viajero de El otro cielo. Por supuesto, muchas veces me tocaba despertar abruptamente, siempre ante la ineludible certeza de haberme excluido, borrado de las decisiones fundamentales y cayendo en cuenta de que me habían dispensado. Llegué a pensar que la raíz de mi apellido me llevaba a la afirmación de que, acorde al budismo Zen, la vida era ilusión y que la muerte era una abstracción que debía ser desalojada. Probablemente, sólo era que no quería o no podía pensar en eso, así que, como cualquiera, hice muchas cosas tratando de encontrar mi lugar en el mundo, hasta el día en que murió mi padre. La última imagen que tuve de él fue en un espejo en el que me estaba mirando y lo vi alejarse. Estaba enfermo y me había dicho: Cada mañana cuando me levanto y veo el sol, me digo: un día más. Recordé a Dimitri Karamasov en sus días de cárcel... Recordé que mi madre, también había dicho funestamente: un día más, significando contrariamente un día menos... Su férrea certidumbre desalojaba a lo real y las palabras se desvanecían ante la realidad, que se torna inmutable frente a lo que pensamos de ella... En fin, pasaron muchas cosas y también algunos años. Hasta que un día, por diversas cuestiones que no viene al caso detallar y por las causas del azar, fui hasta una dependencia del gobierno, en Buenos Aires, a hablar justamente con Tato, quien tal vez podía solucionar una cuestión relacionada con un viaje que realizábamos a Marruecos, a un Congreso de Estadística, donde mi mujer era expositora. Me atendió, por atención de quien me recomendaba, sin poder solucionar lo que le pedía. Estaba por irme, cuando decidí decirle: Vos te tuviste que ir del país hace mucho tiempo... Me miró, con un gesto de molestia, sin responderme. Y agregué: Te lo digo, porque una persona te fue a avisar y esa persona era mi padre. Su expresión cambió de inmediato. Después de un momento y una breve vacilación: Esperá, me dijo, por favor sentate. Contame... Sí, repetí, la persona que te fue a avisar, era mi padre. Se quedó unos instantes en silencio y luego dijo, como arribando a un recuerdo muy lejano: Todavía lo veo, apenas entró en mi oficina, me señaló con el dedo y me dijo, la información viene de adentro, te tenés que ir ya mismo... Tuvo que repetirlo, yo no salía de mi asombro y de mi temor. Hice mis cosas y con mi familia me fui ese mismo día. A la noche, quemaron mi estudio y mataron a mi socio... Hizo una pausa y luego me preguntó: ¿Cómo es tu apellido? Se lo repetí. Yo nací tal día, me dijo, pero festejo mi cumpleaños cada 7 de Julio... solíamos levantar una copa y brindar por el hombre anónimo que me salvó la vida. Ahora sabré su nombre. Leopoldo, dije. Después agregó, Flaco, si hubieras venido antes, te podría haber ayudado... pero, bueno, veré que puedo hacer. Le dije que no tenía importancia. De ningún modo se lo hubiera permitido, porque habría rebajado la dignidad y el don de mi padre a un mero intercambio y la verdad es que en ese momento me sentí poseído por una suerte de íntima soberbia, saber que estaba allí para dar cuenta de un don. lo demás no me importaba. Había buscado, merodeando en mí mismo, sin percatarme de que la vida misma se encargaba de asignarme un lugar y todo lo demás era un regalo. Me fui con la convicción de ser para siempre un mensajero al que le encomiendan dejar un testimonio.

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