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Domingo, 22 de febrero de 2015

OPINIóN

Voces de una muerte

 Por Juan José Giani

Señalemos una diferencia llamativa. Cuando el kirchnerismo moviliza multitudes sus contrincantes denuncian clientelismo, conciencias espuriamente cooptadas, formas tergiversadas del protagonismo popular. Se intuye que su base social de sustentación es el supremo careciente o el instruido predispuesto a recibir canonjías en trueque de un acompañamiento revestido de alguna épica impostada. En cambio, cuando la oposición consigue un apoyo nutrido en las calles las mentes se suponen diáfanas, las acciones libres de cadenas, cual contingente de compatriotas límpidamente guiados por la recta opinión. Sus ingresos regulares y su paso por la educación del soberano los tornarían inmunes a la influencia contaminante de los poderes públicos que se resisten a todo control.

Repudiemos esa intolerable distinción, que resulta el sustento antropológico de una tendencia en la cual la bobería aristocrática afecta la validez misma de la vida en democracia. Cuando una posición obtiene un atendible nivel de masividad nuestra primera inclinación debe ser a respetarla, a hurgar allí en la búsqueda de un núcleo de verdad insoslayable, a suspender por un instante el juicio preexistente a los fines de mejor ponderar los alcances de un suceso que forma parte inescindible de esta comunidad de la formamos parte.

La reciente marcha del 18 de febrero amerita sin dudas ese enfoque meduloso, que no es fácil de implementar cuando un colectivo se despliega. Esto ocurre así porque ese colectivo es siempre complejo, se constituye a partir de un denominador común aunque sin embargo es notorio que su composición anida subjetividades diversas, imputaciones heterogéneas y hasta objetivos antitéticos. Pudimos así percibir entre los asistentes tres segmentos. Uno (minoritario pero a cargo de la conducción operativa de la iniciativa) de personajes deplorables que utilizan a Nisman con fines palmariamente desestabilizantes. Otro (mayoritario) de ciudadanos malquistados desde hace tiempo con el gobierno y que insertan allí sus demandas contra cualquier tipo de impunidad, y un último (minúsculo) de argentinos también conmovidos por la muerte acaecida pero no necesariamente encuadrados en un espíritu opositor. La disección se vuelve así indispensable para cualquier eficiente ejercicio analítico, pues si bien el discurso de trinchera requiere siempre de simplificaciones que no son desdeñables para configurar el escenario político, su desaconsejable contraparte es la de una rigidez que impida absorber nuevas evidencias.

Repasemos. Un grupo de fiscales motorizaron la convocatoria, y aunque se yerguen como vestales de la república, se dicen compungidos por la muerte de un colega y temerosos de su propia seguridad (cuya supuesta acechanza provendría de algún sicario K), en el fondo están enfurecidos por una Reforma Procesal que interfiere en sus asentados privilegios y una inédita legislación para los Servicios de Inteligencia que los priva de tráficos de información y salarios extraoficiales.

Su exposición reiterada nos ha permitido recordar su desempeño. Vínculos fluidos con referentes de la oposición, responsabilidades en el estancamiento de la propia causa AMIA (es sintomático que los familiares de los fallecidos en el atentado hayan militado su ausencia este 18F), u otras investigaciones insólitamente empantanadas vuelven a su reclamo de justicia una paradoja. La exigen quienes son incapaces de ejercerla en el ámbito de su directa incumbencia.

La corporación mediática es obvio que contribuye al indulto de este decepcionante historial, no como desinteresada contribución a una institucionalidad purificada, sino como plataforma de una revancha que impida el avance de la Ley de Servicios Audiovisuales y la dilucidación de la expropiación dictatorial de Papel Prensa.

Por lo demás, no es desconocido que un sector importante de la población carece de simpatías por el gobierno nacional. Su lista de disgustos la engrosan dislates absolutos (afirmar que padecemos una dictadura mientras se movilizan sin estorbos denostando a la cretina), percepciones sobrestimadas (apuntando a la venalidad de algunos funcionarios), prejuicios culturales (toda adquisición plebeya de derechos es vista como intrusiva), pero también defectos que el gobierno ha tenido (lo que fue la manipulación de las estadísticas públicas por citar un ejemplo). Pues bien, esa suma de fastidios acumulados se volcó nuevamente en las calles, colocando bajo el paraguas simbólico de Nisman algo que lo desborda e implica un legítimo posicionamiento político ideológico.

Digámoslo entonces, el trabajado silencio, las banderas argentinas y la apelación no partidaria de los convocantes quitó frenesí agresivo al acontecimiento (lo que es bienvenido) pero no alcanza a disimular el desprecio de casi todos los marchantes por todo lo que huela a kirchnerismo. ¿Es esto abominable? De ninguna manera. Es la savia adversarial de la vida democrática (que en la Argentina funciona a pleno como se ha visto), y es tarea del gobierno que ese colectivo que lo interpela disminuya en su núcleo irreductible y aumente en su núcleo variable, lo que exige mejoras tanto en la fundamentación de la visión propia como en aspectos de su gestión en temas sensibles.

Por supuesto que hay entre todos ellos estremecimiento y preocupación frente a una muerte dudosa, lo cual introduce una cuota de saludable humanismo cívico en cada comportamiento, y no es de ninguna manera improbable que ciudadanos que no tienen decidido su voto y hacen suspensión de juicio sobre la persona de la Presidenta hayan concurrido a Plaza de Mayo para acercar su sigilosa pero importante angustia. Matices de lo social que corresponde puntualizar, pues de ellos también depende el correcto encauzamiento de la zozobra institucional en la que estamos inmersos.

Esa diversidad y su profuso amplificador periodístico encontraron no obstante su certero aglutinador conceptual. Se trataba de homenajear al fiscal fallecido, gesto entre póstumo y laudatorio destinado a entronizarlo como estandarte de algún mérito indeleble. En este punto el gobierno (y quien esto escribe) nos hallamos en desventaja argumental. Pues, ¿cómo referirnos a la figura de un muerto con el que discrepamos radicalmente en vida? He ahí la rispidez de un gran tema, de honda implicancia en estos días. Fabricar súbitos elogios imbuidos del clima de dolor se emparenta con la hipocresía. Recordar nuestras objeciones en el seno de la congoja viola un principio básico de decoro. Corresponde entonces el silencio, que combina respeto ante el duro momento con una ponderada restricción valorativa.

Frente al caso Nisman esa cautela se vuelve inaplicable, pues el adversario político pretende ensalzarlo también para hostigar al gobierno. Difícil aceptar tales loas. La causa que tuvo en sus manos nunca avanzó, construyó sus hipótesis en consulta privilegiada con el MOSSAD, la CIA y nuestros Servicios de Inteligencia y elaboró una descabellada denuncia que llegó a suponer la detención de la Presidenta. Su lamentable desaparición física (que genuinamente enluta a los que lo abrigaron con su cariño) no embellece su cuestionable trayectoria.

¿Desconocían los movilizados estas verificables máculas? Algunos si, otros tal vez no. Pero muchos, creo, las hicieron oportunamente a un lado. Permanecen atraídos por la supuesta valentía de alguien que embistió contra Cristina. Llaman entereza a lo que fue un acto irresponsable y temerario.

¿Estamos en presencia de un furor conspirativo carente de todo escrúpulo democrático? Debo decir que me incomoda el uso abusivo de la palabra "golpe", para referirnos a aquellas coyunturas en que variadas formas de comportamiento reaccionario atentan contra la integridad del gobierno de la nación. En parte se entiende la apelación a ese término, pues busca señalar riesgos tenebrosos, acciones promovidas por seres deleznables. Invita a estar alerta, a no desbarrancar en la ingenuidad analítica. Pero aunque se lo llame "blando" la expresión es inespecíficamente ampulosa, y tal vez invisibilice situaciones en las que realmente una destitución sea inminente.

Las mentes oscuras que se aprovechan del caso Nisman buscan detener transformaciones, horadar electoralmente al Frente Para la Victoria, deteriorar para siempre la simbólica de un proceso, inhibir a la Presidenta como protagonista futuro de la política argentina; no expulsarla de la casa de gobierno. Si me equivocase, si un maximalismo de derechas se pusiese efectivamente en marcha, estaremos en la calle para hacerle frente.

Frente a este momento traumático los actores políticos han exhibido desconciertos, desatinos y audacias. La oposición ha combinado rostros arteros (Laura Alonso, Patricia Bullrich), difusión de viles suspicacias y desempeños institucionalmente reprobables. No sólo retacearon su presencia al instante de debatirse la trascendente reforma de la SIDE, sino que en el paroxismo del despropósito se han comprometido a derogarla en caso de ganar las próximas elecciones presidenciales.

El gobierno ha oscilado entre un compromiso enfático con el debido esclarecimiento de lo ocurrido y un cambio fundamental en los organismos de inteligencia; con exabruptos y verborragias que mellan su credibilidad social. Romper periódicos que nos ofuscan o fungir de detective cada mañana en poco ayuda a suturar el cimbronazo. Por lo demás, y ya en retrospectiva de mediano plazo, el tan mencionado Memorándum de Entendimiento con Irán fue un error político. Más allá de las fabulaciones del fiscal Nisman y de las elogiables intenciones de la Cancillería de lograr el interrogatorio de los acusados, se corrió un riesgo excesivo para objetivos de cumplimiento imposible.

El 18F quizás tenga secuelas. La fuerza de la marcha es sin dudas una presión objetiva para la fiscal y el Juez Rafecas. Cuesta imaginar ahora a un magistrado que desestime sin más la denuncia efectuada. Se verá. Es hora en todo caso de calmar los ánimos y dejar actuar a los responsables de la investigación. Señalo, para terminar, la gran paradoja actual de la política argentina. El 95 por ciento de los compatriotas parece creer que el caso Nisman fue un asesinato, y el 95 por ciento de las pericias judiciales indican que fue un suicidio. Tal la dramaticidad de las presentes circunstancias.

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Imagen: Alberto Gentilcore
 
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