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Domingo, 11 de octubre de 2015

OPINIóN › REFLEXIONES NECESARIAS ACERCA DE LAS MORAL PúBLICA Y PRIVADA

Filosofía de la corrupción

El kirchnerismo no ha carecido de trapisondas, pero si la comparación se aplica a épocas pasadas o a otras experiencias internacionales, exhibe un currículum aceptable en lo que a decencia pública se refiere. El renombrado caso Niembro muestra también pillerías condenables que revelan que en todas las tiendas entran los carteristas.

 Por Juan José Giani

En 1532 se publica un texto fundamental de la filosofía política occidental, "El Príncipe" de Nicolás Maquiavelo. Es curioso, porque a este autor se lo vincula con una frase que puntualmente nunca pronunció de esa manera ("El fin justifica los medios"); sin embargo abundan en este famoso libro sentencias que van en idéntica dirección. Veamos sino. El Príncipe debe estar dispuesto, postula Maquiavelo, a conservar una disposición anfibia, a "parecer piadoso, fiel, humano, religioso, íntegro y aún serlo, pero con ánimo resuelto a ser lo contrario en caso necesario".

Efectivamente, entre los capítulos XV y XVIII el autor florentino lanza una batería de argumentos orientados a demostrar que procedimientos morales limitados por el escrúpulo excesivo pueden culminar afectando la imprescindible consistencia del gobernante de turno. Ese desapego frente a sagrados valores no tiene que ser por cierto permanente, pero hay sin dudas que recurrir a él en situaciones de excepción donde rigen magnos objetivos de otra índole.

El Príncipe queda así autorizado a subvertir imperativos que una filosofía de la bondad considera intocables, a tolerar vicios que llaman a escándalo, a alterar virtudes egregias, a implementar técnicas del dominio que sólo aceptan como restricción el desplome de un poder que demanda ser a cada paso consolidado. Esos ahora violables preceptos morales, recordémoslo por si hiciese falta, son los del cristianismo, un cristianismo cuya cosmovisión empezaba a resultar horadada por la marea renacentista de la cual Maquiavelo era un célebre exponente.

Por lo demás, Maquiavelo en algún sentido inaugura las teorías políticas alimentadas por una antropología negativa, por la cual los hombres suelen proceder impulsados por sentimientos innobles y pulsiones inconvenientes, lo que exige a quien toma a su cargo la tarea de gobernarlos un temperamento drástico y una ética que garantice la sumisión. A diferencia de Rousseau, para el cual en el estado de naturaleza pululan sujetos básicamente buenos que se degeneran luego de la aparición de la propiedad privada, para el florentino el orden político subsana y encarrila los desvíos siempre latentes del alma humana.

Ahora bien, estas explosivas aseveraciones recogieron a lo largo de la historia del pensamiento político diferentes interpretaciones. Desde la perspectiva clásica implicaban la consagración de una perversa ruptura entre política y moral, la apología de un malsano pragmatismo que despojaba al estadista de toda atadura trascendente, la justificación de un realismo de medios que habilitaba cerriles formas de despotismo.

Para los teóricos de la modernidad la escisión antes denunciada era palpable pero no por eso abominable, pues instauraba la autonomización de la política como disciplina y la posibilidad de elaborar un inédito conocimiento científico en torno a ella. Un saber por suerte emancipado de ataduras religiosas y conformado por un conjunto de lógicas y dispositivos que una filosofía ahora laica podía indagar con nuevas luces.

Ambas miradas, como indicamos, partían de aceptar que Maquiavelo quita a una cosa, la política, otra con la cual sería incompatible, la moral. Sea para generar el infierno de un gobernante impiadoso o el gratificante escenario de una nueva ciencia que se organiza de acuerdo a sus propias reglas, se hablaba siempre de órdenes enfrentados.

Veamos un obstante una tercera posición, por la que me inclino. Fue la expresada durante el siglo XX tanto por Maurice Merleau-Ponty como por Isaiah Berlin. Para ellos la posición de Maquiavelo es en algún punto más compleja, pues de lo que se trata no es definir a la política y a la moral como trincheras en estado de colisión; sino de puntualizar que la política tiene una dimensión moral que le es propia, que adquiere rasgos específicos respecto de cualquier otro tipo de acciones.

El político apto no es visto así como un amoral, sino como un ejecutor de iniciativas abastecidas por un código aceptable dentro del terreno de la conducción de los pueblos y funcional a la consecución de la teleología que rige particularmente ese ámbito. Digámoslo así. Atados a una moral tradicional, los gobernantes pueden causar más daños a los hombres que respondiendo a una ética que siendo relativa al resultado modifica para bien la historia real de cada comunidad.

Llevado al extremo, en el mundo social conviven dos tipos de moral. La de la conciencia individual, que no se contamina con las oscuridades del poder pero puede consentir así la perpetuación de inequidades; y la que organiza la vida en comunidad, y supone por tanto que en ocasiones la salvación de cada alma en singular puede implicar el naufragio del supremo destino colectivo.

Ahora bien, si aceptamos esta última vía hermenéutica, la conclusión no deja de ser inquietante y de alguna manera trágica. Pues en definitiva ambas morales retienen cuotas de legitimidad, tanto la que estructura el universo de la política (donde la salvaguarda de la República puede auspiciar decisiones impuras), como la que alimenta el último reducto axiológico de cada ciudadano (que considera la apelación a la supremacía de la cosa pública como un perversa impostura de los tiranos y corruptos).

Estas preocupaciones canónicas introducidas por Maquiavelo todo el tiempo reaparecen en el heterogéneo discurrir de la gimnasia política. Y no sería en absoluto descabellado afirmar que en gran medida los últimos doce años de hegemonía kirchnerista han estado cruzados por estas controversias. Quiero decir, los embates que han recibido tanto los gobiernos de Néstor como de Cristina no han tenido centralmente que ver con sus inclinaciones ideológicas sino con la supuesta indecencia de sus respectivas trayectorias y su descuido respecto de las normas que caracterizan a las instituciones de la democracia.

Por cierto no han faltado imputaciones a su chavismo en las relaciones internacionales o a su populismo en gestión macroeconómica, pero la recurrencia de la retórica adversaria se ha afincado en el permanente amoralismo de sus desempeños. El enriquecimiento de los funcionarios (empezando por la propia Presidenta) y la manipulación de la justicia (para apañar estas tropelías) han sido anatemas constantes lanzados por distintos referentes del arco opositor. Especial deriva de los ecos maquiavelianos, el amoralismo consistiría aquí en acumular dineros y poder en aras de hipócritamente proteger un modelo acechado por pérfidas conspiraciones corporativas. Máscaras usuales del pecaminoso, se denuncia.

Pues bien, y aclarésmolo rápido, corrupción hay en todos los gobiernos y rispideces institucionales también. Quien diga lo contario es un iluso o mienta a sabiendas. Y esto por una sencilla razón. Como ya lo había advertido Perón (gran lector como ahora ya sabemos de Maquiavelo) los hombres son grises y si se los controla son mejores; pretendiendo indicar así que la tentación por lo prohibido y la maximización del placer propio son constitutivos de subjetividades siempre bifrontes. Altruismo y sobreestimación del interés propio libran una lucha en cada uno de nosotros y el ocasional príncipe trabaja con ese engorroso material.

¿Qué diferencia a un político de, digamos, un profesor universitario o un plomero? Que el primero administra cuantiosos recursos y toma determinaciones acerca de ellos, y en más de una ocasión en un terreno donde prima la opacidad y el sigilo.

Este diagnóstico de ninguna manera implica convalidar un claudicante pesimismo o urdir un tejido filosófico para justificar delitos, sino destacar este componente tendencialmente trágico de esta moral en situación. El político es una figura desgarrada, pues por un lado porta una ejemplaridad simbólica que debe refrendar con su escrutable pureza cotidiana; pero por el otro puja contra enemigos que no tienen esos mismos recaudos, batalla contra la desmesura de sus propias ambiciones y conduce a individuos que se pendulan entre el empeño solidario, el apartamiento disconforme de la cosa pública o radicalismos éticos que no aplican en su vida privada.

Doble análisis entonces. Es responsabilidad del correcto funcionario favorecer mecanismos que aumenten la visibilidad de los comportamientos gubernamentales (lo que atenuaría toda forma de malversación de los dineros de todos) y es responsabilidad de la dirigencia no sucumbir a la torpe moralización de la política (que ignora lo peculiar de su lógica y sustrae a los debates su dimensión ideológica para arrojarlos a las insondables y poco confiables oficinas de Comodoro Py).

El kirchnerismo no es un ejército de ángeles ni ha carecido de trapisondas, pero si la comparación se aplica a épocas pasadas o a otras experiencias internacionales, exhibe un currículum aceptable en lo que a decencia pública se refiere. Más de un funcionario ha sido despedido ante la mera presunción de culpabilidad; y decir que ha construido una justicia adicta colisiona contra acontecimientos contundentes. Una exministra de economía condenada, un vicepresidente investigado o el Memorándum de Entendimiento con Irán declarado inconstitucional son señales de la vigía de un poder judicial que no ha sido en líneas generales ni dócil ni complaciente.

Finalmente, el renombrado caso de Fernando Niembro se liga con estas reflexiones. Pillerías condenables que le costaron su candidatura, pero que revelan además que en todas las tiendas entran los carteristas. El daño político causado ha sido sin embargo mayúsculo, porque ahora las ampulosas vestales de la República tuvieron que admitir que su inaplicable maximalismo moral era un castillo de naipes.

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