Domingo, 1 de febrero de 2009 | Hoy
Por Armando Gordon Cabral
El celebérrimo urbanista Marcos Villar cometió un error. Tremendo, grave y extraño error. Tremendo, porque dice de su magnitud. Grave, por las consecuencias que acarreó. Extraño, por la extraordinaria capacidad del autor, prestigioso en el mundo entero por notables y originales proyectos y realizaciones en los que era imposible hallar la más mínima falla. Quien advirtió ese error no fue otro especialista, sino un mero político sin conocimientos técnicos, aunque sí -raro en sus pares-, con mucho sentido común.
La Ciudad de Bronce no nació como casi todas las urbes del globo terráqueo, es decir, por una aglomeración natural alrededor de un núcleo, que a veces es un puerto, a veces una Iglesia, otras una fábrica, un cruce de caminos o un puesto de ventas. No, la Ciudad de Bronce se construyó de acuerdo a planos trazados en un escritorio, en una zona del país donde no se levantaba ni un mísero rancho. Se la soñó en la capital del país con el objeto que fuese cabecera de una importante región donde centralizar parte de la administración del gobierno. La riqueza que entonces poseía la Nación, permitía encarar obras de tamaña envergadura, sin sacrificios ni endeudamientos agobiantes para el pueblo.
Hubo dinero hasta para darse el lujo de contratar a Marcos Villar. El urbanista renunció a un porcentaje importante de sus honorarios, entusiasmado con tan ciclópea tarea que significaría el cenit de su carrera profesional. Entusiasmo que realimentó al de gobernantes, colegas y población no bien se conocieron los primeros anteproyectos y maquetas. Avenidas, parque, suntuosos edificios públicos armoniosamente distribuidos en 1600 hectáreas encerradas en un cuadrado de cuatro kilómetros de lado, en plena pampa húmeda y llana. Como toque genial, Villar, en el ángulo Noroeste ubicó el cementerio; la genialidad consistía en que el camposanto -un cuadrado de cuatrocientos metros de lado -reproducía en escala el plano de la ciudad. Con sus calles y avenidas interiores, plazas y paseos en tamaño reducido.
Fastuosos panteones ubicados en los sitios correspondientes, repetían en pequeño, los monumentales edificios públicos. Estaba previsto que en ellos se sepultaría a los ciudadanos que hubiesen ejercido sus funciones en tales, respectivos edificios. Así, en el mausoleo "Casa de Gobierno", descansarían los restos de gobernantes, ministros, secretarios, empleados, etc. En el "Legislativo", obviamente, los de los diputados, senadores y asesores. Las "Iglesias" darían albergue a los que en vida hubiesen sido sus respectivos párrocos, diáconos, pastores y rabinos. La "Catedral", claro, sería para los Obispos y la curia.
Los pobladores comunes se enterrarían -valga la redundancia-, bajo tierra, en parcelas, que repetían exactamente el loteo de la ciudad. Cada habitante tendría, después de muerto, la misma "dirección" que en el último tiempo de vida. Con los distintos niveles de profundidad y la natural desintegración de los cadáveres, se solucionaba el aparente problema de los varios y sucesivos pobladores de una vivienda.
Los parques y plazas en miniatura servirían para el descanso y recogimiento de los deudos durante sus visitas al cementerio. Las vías interiores por donde se desplazarían las cureñas con sus cargas, no eran sino la copia de los rieles que, en la ciudad, soportarían los entonces modernos tranvías del transporte urbano que cubrirían el entramado completo de las arterías.
Tan perfecta se suponía la planificación, que habría sido incoherente construir directamente en el cementerio capilla donde se rezasen responsos y casa para los serenos, si no existían edificios correspondientes en la ciudad. Se los ubicó, entonces, a una y a otra, en terrenos aledaños, de modo que cumpliesen con sus objetivos sin alterar la coherencia y armonía del proyecto. Así pudieron destinarse en el camposanto parcelas para panteones donde descansarían los restos de los capellanes y de los serenos, respectivamente.
Veinte años demoró la construcción, trabajando a triple turno, sin parar, aún así no estaban concluidas obras magnas, tales como la Casa de Gobierno y la Catedral. Pero lo hecho -más del noventa por ciento-, permitió la ansiada inauguración y el traslado de los primeros pobladores. Fue una de las grandes fiestas, quizás la más grande vivida en el país hasta ese momento. El héroe, por encima de los políticos -quienes de paso usaron el acto para sus espúreos intereses propagandísticos-, fue Marcos Villar, a la sazón, de sesenta años, quien vivió su día de máxima gloria. Su apoteosis.
Mientras se organizaban los padrones y listas necesarias para realizar la primera elección de autoridades, se designó Alcalde Interino al Sr. Anastasio Soler, hombre probo si los hubo, agudo observador, dotado de un gran sentido común y lógico, no obstante carecer de títulos y estudios superiores.
Interiorizado de la Ciudad de Bronce desde el tiempo en que los primeros planos vieron la luz, se convirtió en un apasionado y tenaz estudioso de ellos, lo que le valió -además de su militancia en el partido gobernante-, esa designación que lo llenara de orgullo.
A sólo tres meses de la inauguración, acaeció el primer deceso. Un anciano que, cansado de la locura de las grandes metrópolis, se trasladara con su esposa en el primer contingente de pobladores. Alimentaba la esperanza que su hijo, casado y padre de familia, siguiese sus pasos a ese sitio que aparecía como una tierra prometida, donde cualquiera que tuviese alguna habilidad o al menos ganas de trabajar, podría hacerlo con total dignidad.
Tan importante acontecimiento implicaba el estreno del cementerio. Por supuesto, requirió la presencia del Alcalde. Don Anastasio Soler no sólo estuvo en el entierro, sino que presidió la ceremonia y pronunció un breve y sentido discurso para despedir al primer ciudadano fallecido. Finalizada la inhumación, Soler dedicó un rato a recorrer el lugar, uno de los pocos de la Ciudad del Bronce que aún no conocía palmo a palmo. Durante el paseo una molestia fue apoderándose de él; ignoraba, sin embargo, qué cosa le turbaba. Algo hería su innato sentido de la lógica y la armonía. Algo fallaba. De otra manera no podía Soler explicarse esa extraña sensación de tener clavada una pequeña, invisible, pero molesta astilla.
Esa noche no concilio el sueño. Nacía la madrugada cuando comprendió la causa de su desasosiego. Al principio, se negaba a admitir que Villar se hubiese equivocado, aunque ya lo sospechaba. Quizá esa sospecha cruel y subconsciente, bloqueando su razón, no le permitió, la tarde anterior, ver clara la causa de su molestia. Pero ahora ya no dudó más, no podía engañarse más: verdaderamente Marcos Villar había cometido un error. Un increíble error.
¿Qué sucedía? Que el cementerio reproducía exactamente la Ciudad del Bronce, la de los vivos, excepto... ¡el mismo cementerio! Éste, si el proyecto hubiese sido perfecto, debería contener en su ángulo NO; apoyado en el vértice y en dos de sus lados, otro cuadrado de cuarenta por cuarenta metros, que fuese en pequeño... ¡la necrópolis! Sin embargo, allí sólo existía una plazoleta.
A primera hora telefoneó a Villar, le contó lo último que acababa de descubrir y le manifestó su desacuerdo sobre el particular. El urbanista reconoció el tremendo error. Más aún, reconoció que ya había reparado en él, pero que por el daño que significaría a su prestigio, había preferido callarlo, no sin cargos de conciencia. Que además, cuando se percató, el gobierno ya llevaba gastados mucho dinero en planos, maquetas y licitaciones. Que cambiar las cosas en ese momento, burocracia mediante, habría atrasado la magna obra por años. Antes de despedirse, Villar aconsejó a Soler sobre la única, terrible solución que cabía, en su opinión. Solución que el Alcalde compartió y a la que se comprometió a dedicar los máximos esfuerzos a su alcance para ponerla en práctica, no obstante los enormes obstáculos que se presentarían. Mas no quedaban alternativas, salvo que se consintiese la afrenta, el pecado de mantener un rincón inarmónico que, tarde o temprano, sería advertido por otros y las consecuencias resultarían peores e imposibilitarían salvar la suprema perfección de tan maravillosa obra.
No bien terminó la conferencia telefónica, don Marcos Villar se descerrajó un balazo en la sien derecha, atormentado por su conciencia y por el temor al desprestigio internacional que le traería su equivocación. Fue un acto de gran entereza de su parte; ni siquiera trató de convencer a Soler en dejar las cosas como estaban. Su nobleza no soportó el peso de la gloria lograda con un proyecto imperfecto. Él amaba, veneraba, la perfección y la armonía; en aras de ellas, entregó su vida.
Superado el difícil y doloroso trance que ocasionara el suicidio del prestigioso profesional, Soler se dedicó fanáticamente a cumplir con la promesa. No sin haber dudado antes, tan cruel era la solución. Ideó instalar un horno crematorio, con celdillas que reprodujeran el plano de la ciudad (y del cementerio) porque, pensó, en la Ciudad de Bronce está la vida, excepto en el vértice NO, donde está la muerte. Entonces, debería estar representada la desaparición tardía, de Villar, la que le hiciese conocer minutos antes de pegarse un tiro. Tampoco podía faltar a su promesa: el urbanista había sido un genio y nadie, menos él, Soler, tenía derecho a enmendarlo.
Porque si afuera estaba la vida y dentro la muerte, dentro de ésta, debía reinar de nuevo la vida. Así que allí, en el tercer cuadrado se emplazaría la casa de los serenos dejando la construida fuera para velatorios.
En pocas semanas. La Secretaría de Obras Públicas de la Municipalidad, hizo erigir una confortable vivienda, siguiendo las instrucciones de don Anastasio, que respetó los planos de la ciudad distribuyendo adecuadamente las parcelas del jardín y pintando el techo con las restantes divisiones, constaba de todas las comodidades necesarias, aunque sin lujos improcedentes.
Finalizada la casa, una nueva preocupación atormentó al entonces Alcalde: en el ángulo NO de la misma, en un cuarto cuadrado interior de cuatro por cuatro metros, ¿qué debería proyectarse? Pronto halló un respuesta lógica: allí reinaría de nuevo la muerte. Ubicaría entonces la tumba de los sucesivos serenos.
Pero... ¿y en el quinto cuadrado de cuarenta centímetros de lado?
La cuestión se tornaba alucinante. Ahora sí que Soler comprendió completamente el porqué del error de Villar. No se trató de un error ni de un mero olvido. Lo cometió a sabiendas que de lo contrario se sumergiría en un abismo de locura. Sin duda, prefirió la sensatez aun a costa de la armonía, de su fama, de su propia vida. También comprendió cabalmente la solución que permaneció oculta en la mente del urbanista y que en parte le develó cuando Soler lo llamó para manifestarle sus objeciones.
Ya era demasiado tarde para volver atrás. El quinto cuadrado interior correspondía a la vida; don Anastasio enfrentó esa verdad. Dio el ejemplo: lo hizo cercar con rejas, renunció a la Alcaldía y se encerró allí. En ese pedacito ínfimo de terreno pasó el resto de su existencia, que fue sólo de unos pocos meses. A través de los barrotes le alcanzaban alimentos y bebidas y allí mismo, sin moverse, casi siempre de pie, hacía sus necesidades.
Antes de encerrarse, Soler había tomado las precauciones necesarias para que, después de su muerte, alguien lo reemplazase. Dueño de una apreciable fortuna personal creó con ella un fondo -que enriquecería con donaciones de los vecinos fanáticos del orden- destinado a pagar suculentos subsidios a quienes siguieran sus pasos. Sabía que los encontraría: pobres, desocupados, desesperados nunca faltan, por desgracia. Mejor si amaban a sus familias, ya que entonces no vacilarían en sacrificarse por ellas, cambiando sus vidas por generosas recompensas que permitirían hacer más dignas y esperanzadas las de sus familiares.
Claro que el sexto cuadradito de cuatro por cuatro centímetros se reservó para guardar las cenizas del mismo Soler y de los sucesores voluntarios que lo reemplazasen en la jaula, una vez muertos y cremados.
Don Anastasio dejó este mundo con una sola angustia. Quizá la misma que llevó a Villar a la tumba: ¿Qué pasaría con el minúsculo pedacito, el séptimo, de cuatro milímetros de lado? La respuesta escapaba a las previsiones de cualquier ser humano. Nada podía hacerse. Ambos prohombres, Villar y Soler, murieron con la angustia, pero también con la ilusión de que por alguna razón misteriosa, por la sabiduría de la Naturaleza, por influencias de una armonía superior, porque Dios les diese una mano o por lo que fuese, algunos animales inferiores -como gusanillos y lombrices- que no piensan (¿o sí?), pero que tal vez intuyan, habitasen en ese rincón, apenas un terroncito de tierra y que fuesen a morir en el octavo cuadradito de cuatro diezmilésimas y que dentro de él, hiciesen su trabajo las bacterias y...
Nota: Estas dos historias fueron publicadas en el volumen "Cuentistas Rosarinos" editado por UNR Editora, a propósito del V Concurso de Cuentos. Año 2005.
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