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Viernes, 21 de marzo de 2014

El propio cuerpo nunca puede estar equivocado

Celebramos hablando en primera persona. ¿Hasta cuándo el discurso de las personas trans será mediatizado por la mirada de los demás? Celebramos sin entrevistas ni veredictos. Pablo Gasol, director de teatro y hombre trans, elige algunos episodios de su vida como quien se responde a la pregunta “qué se siente”. Las activistas Silvana Daniela Sosa, Ornella Infante y Nadiha Molina cuentan cómo les cambió la vida la militancia. Diana Sacayán, sin dejar de ser nunca una chica del mal, inaugura aquí sus columnas románticas.

 Por Pablo Gasol

La primera explicación que pude darme es que vine al mundo en un cuerpo equivocado. Con esto fue muy fácil desde muy pequeño “separarme del cuerpo”. “Yo soy el alma y el cuerpo es sólo el envase”, me decía, visualizándome, supongo, como una especie de líquido. Odié mi cuerpo muchas veces, y sentirlo como un vehículo me ayudaba a no odiarme del todo. En el fondo me sentía a salvo, el enojo no era “conmigo” (alma, esencia) sino con “el cuerpo” (vehículo, envase). Ni siquiera lo catalogaba como “mi” cuerpo. “Es lo que me tocó, me mandaron en esto, no es asunto mío.” Lo creí durante mucho tiempo. Y durante mucho tiempo también lo sufrí en silencio. Hasta que entendí que no es “mi”, ni es “el” cuerpo. Yo soy mi cuerpo. No existiría sin él, ni él sin mí. Mis manos son tan “yo” como mis palabras. Crecí rodeado de hermanas y primas, sólo dos primos cercanos en edad me salvaban de tanta mujer. Los adoraba. Creo que los amaba y odiaba al mismo tiempo porque a “ellos no les había pasado”. Ellos habían nacido “bien”, en concordancia con contenido y envase. Y usaban camisas, mi prenda “prohibida” y fetiche por excelencia. Me parece que en el fondo cualquier cosa que tenga o haga alguien no me causaba en lo más mínimo ese sentimiento, porque todo se reducía a la nada, en comparación con que “el resto no pueda verte como realmente sos”. Un día entendí que dependía de mí. El resto no podía adivinar quién soy si yo seguía oculto. Sé que durante mucho tiempo me reprimí y negué a mí mismo porque no “quería” ser transexual. No quería ser diferente al resto, entonces cumplí el rol “que me tocó” torpemente. Hasta que me di cuenta de que no era una elección. Quiera o no, haga algo al respecto o no, lo soy. Siempre me sentí un hombre, más allá de haber asumido o no mi transexualidad. Se calcula que en el mundo cada 30 mil habitantes, uno es transexual. Somos mucha gente, más incluso de lo que yo pensaba. Muchas personas sufriendo muchos años por la ignorancia propia y ajena. Tenía dos opciones: seguir sintiéndome vacío, triste y encerrado, o secarme las lágrimas y hacerme cargo de lo que soy e intentar darle un giro a mi vida, vivirla realmente, saborearla de una buena vez. Decidí dejarme de joder. Durante mucho tiempo lloré al escuchar la letra de la canción “Honrar la vida”, porque me sentía “durando”. “Bueno, ésta es mi vida, es hora de honrarla”, me dije un día sin decírmelo. Trato de vivir una vida de la cual me pueda sentir orgulloso. Pienso que todos venimos a dejarle algo al mundo, a aprender y enseñar, a intercambiar, a amar, a crecer, a ser. Y si mi cuerpo fuese otro, yo no sería yo.

¡Señorita!

Diez de la mañana de un martes de 1997. Suena el timbre que anuncia la llegada del recreo. La maestra ordena guardar todos nuestros útiles, y nos recuerda que a la vuelta tendremos “la charla”, y que es sólo para mujeres. Comienzo a ponerme nervioso. Había tratado de no pensar en ello. No quiero participar, no quiero estar ahí. En cuanto empezó a correr la cinta de un VHS que ilustraba mediante animaciones ridículas las diferencias anatómicas de un cuerpo femenino y masculino, agradecí que el encuentro no fuera mixto: bastante fuerte era ver ese video delante de mis amigas y la nena que me gustaba, como para que mis compañeros hubieran visto las claras diferencias de los cuerpos en mi presencia. Era obvio que esas diferencias existían, ellos lo sabían y yo también. Pero prefería no pensar en ello. Me hacía sentir muy mal saberme diferente a otros chicos. Mi sensación de humillación llegó a su punto más alto cuando al salir nos hicieron hacer una fila para salir con un sobre rosa. Era publicidad de alguna empresa de toallas femeninas, que traía una toallita y un folleto (que por supuesto recién abrí en la soledad de mi habitación, asegurándome de no tener testigos).

Entre mis compañeras se hizo muy popular “la pregunta”: “¿Te vino?”. Yo, evidentemente, tenía una gran negación, porque me generaba cierta repulsión pensar en eso, lo sentía algo ajeno. Es más: la toallita de muestra la usé con mi primo para llenarla de líquido y ver qué tan absorbente era. A mis doce años ya me sentía un chico, pero también ya había aprendido a callarlo. Un tiempo antes, una tarde de enero, había recibido la llamada de atención de mi tía, que me apartó durante una tarde de juegos para decirme que “mi cuerpo estaba empezando a cambiar, y ya no podía estar sin remera delante de mis primos”. A esa edad yo no podía definir lo que me pasaba, pero sabía que no debía contarle al mundo que desde siempre me había autoconcebido varón. Las pocas veces que intenté hablar del tema, las reacciones fueron no tomarme en serio, o muecas de horror.

Una mañana me desperté y me sentí húmedo. Me sorprendí, me miré los dedos y vi que era transparente con vestigios de un color rosado. Exactamente en ese momento sentí cómo el mundo se me quebraba en mil pedazos. Esa sustancia rojiza se parecía a las letras sangrientas que anunciaban que mi contrincante me había despedazado mediante una fatality en el “Mortal Kombat”. Esa era mi vida hasta ese entonces. Cuentos de terror, música y videojuegos. “Game Over” podría haber leído, porque así lo sentí. Era en serio. Me estaba pasando finalmente lo que a todas las mujeres. En ese estado casi tembloroso, busqué a la más grande de mis hermanas y, fingiendo naturalidad, le pregunté dónde estaban las toallitas. Se dio vuelta emocionada, me abrazó y me dijo: “Te felicito”. Eso sí que no me lo esperaba. Sorprendido, le pregunto por qué. “Porque te hiciste señorita.” Pronuncié uno de los “gracias” más falsos y apresurados de mi vida, y volví a preguntarle dónde las guardaban. Con la respuesta me dirigí al baño, sintiéndome sucio y confundido. Triste y resignado, me bañé, agarré un paquete y, siguiendo las instrucciones, me puse una.

Pensar en nadar

Propóngale a cualquier hombre que experimente la portación de tetas una semana. La mayoría diría que no, pero estaría encantado con la idea de tener un par a su disposición para tocar y sentir durante algunas horas. Ahora bien: llévelo a la práctica. Vamos, sin miedo, sólo lo estamos haciendo en su imaginación, así que nada de lo que ocurra aquí traerá consecuencias. Hágalo. Pónganle un par de tetas a cualquier hombre que conozcan. Haga que viva las veinticuatro horas del día sintiéndolas al caminar, tolerando miradas lascivas y soportando un corpiño con 40 en una ciudad como Buenos Aires. Les puedo asegurar que la mayoría de ellos dejaría de verlas como dos almohadones excitantes. Yo, como todos los hombres trans, viví durante un tiempo de mi vida obligado a convivir con ellas en buenos términos. Desde que inicié mi transición conocí muchos otros como yo, y descubrí que tenemos muchas coincidencias. Por nombrar una de ellas: la mayoría somos enemigos naturales de las piletas públicas. Yo en lo personal adoro el agua, pero desde muy chico me privé de ello. Cada invitación a nadar fue para mí proveniente siempre de una especie de Ursula de La sirenita que me ofrecía contacto con el mar a cambio de exponer mi cuerpo en público. Desnudar las partes del cuerpo que más me avergonzaban e intentaba ocultar a cambio de unas horas de orgasmo marítimo nunca me parecieron buen negocio. Por supuesto que me metí en pelopinchos propias y de parientes con remera y short. Y una vez fui al mar, con toda la vergüenza del mundo, disfrutándolo sólo de a ratos, cuando lograba olvidar que todos esos ojos me estaban mirando. Claro que había muchas cosas más interesantes que ver que mi cuerpo, verde de tan pálido, así que muy probablemente nadie posó sus ojos en mí más de unos instantes, y si me detengo a pensarlo un minuto, nadie, ni yo mismo, ve a nadie más que durante un breve lapso: en la playa estamos tan entretenidos tomando sol o en el mar, que lo que menos importa es lo que está haciendo el resto.

Natación es una tarea pendiente para mí, así que en cuanto pueda me pondré al día. Una vez, hablando con otros chicos trans sobre la mastectomía (operación que consiste en extirpar las glándulas mamarias y en nuestro caso masculinizar el pecho), uno de ellos entre risas contó que ya le había advertido a la novia que en cuanto se opere no iba a volver a usar remera en verano. Bueno, a mí tendrán que rastrearme, siguiendo mis huellas de agua, para encontrarme sumergido en alguna pileta o trocito de mar.

Inicio laboral como hombre trans

Con mi autoestima elevada por el inicio del cambio de voz y otras sutilezas, imprimí varios curriculums y recorrí la avenida más cercana. Llevaba tanto tiempo sin trabajo que ya no me preguntaba si me gustaba el empleo, o al menos me sentiría cómodo haciéndolo. Veía un cartel donde necesitaban gente y me ofrecía sin preguntas.

Ayudante de cocina. Necesitaban ayudantes de cocina en un restaurante chino. “Bueno, a mí me gusta cocinar, y al menos no le tengo que tratar de encajar nada a nadie”, pensé, rememorando mis tiempos como vendedor a comisión. Entré y me ofrecí. Dónde vivo, mi edad y si tenía experiencia fueron las únicas preguntas que me hizo la señora de la caja. Le expliqué que nunca había trabajado de eso, pero cocino para mí desde muy chico. “Bueno, acá va a aprender”, dijo sonriente. Y agregó: “Se trabaja de lunes a sábados, diez horas por día. Primero, diez días a prueba. Si se queda y va bien, después te digo el sueldo. Primero paga poco, cuando aprende más, paga más”.

“¡Guau, pareces un guacho!”, me dijo uno de los pibes cuando les respondí que tengo 28, y ya en el primer almuerzo escuché chistes transfóbicos referidos a las chicas, pero eso no fue lo que me alejó del lugar. En mi primer día, sábado a las siete de la mañana, quince cajones de brócoli estaban esperándome.

No llego al metro sesenta y peso poco más de cincuenta kilos; todo en aquella cocina era monumental para mí. Yo, que tenía la fantasía de que sería una pesadilla pelar cientos de papas, cuando me tocaba hacerlo me sentía en Disney. Creo que en mi breve paso por ese local transpiré más que en toda mi vida. Cuando me vi adentro de una cámara frigorífica, haciendo equilibrio entre dos torres de cajones de verduras, hombreando uno de ellos con todas mis fuerzas y rogando que nadie entrara, me pregunté qué estaba haciendo ahí. Al salir, una vez más, me encontré con la bolsa de basura esperándome para que la cierre y en su lugar ponga una nueva. El tacho me llegaba a la cintura, por más esfuerzo que hiciera me resultaba físicamente imposible sacar la bolsa. No me quedaba otra opción más que atarla, acostar el contenedor, trabarlo con mis pies y, agachado, empujar con los brazos. Toda esa coreografía hacía cada vez que se completaba una bolsa, unas seis u ocho veces al día. La cosa empeoró cuando además de pelar las papas tuve que guardarlas. Era un tambor igual que el de la basura, pero lleno de agua, que debía cambiar cada vez que lo recargaba con papas nuevas. Tendría unos ochenta litros, no pude moverlo más que unos metros por más esfuerzo que hice. Llegando al final del período de prueba, decidí contarle a la encargada que tenía problemas en la espalda y no podía hacer fuerza. Dijo comprenderme, pero a los pocos días me relegó a la limpieza, para luego despedirme sin más.

El vigilador. Conseguí trabajo en una agencia de seguridad. “Por nada del mundo digas que sos trans”, me dijo el chico que me recomendó, que casualmente también era trans (aunque él todavía vivía de una manera ambigua). Esto no me gustó de entrada, pero realmente necesitaba el laburo y, más allá de ser muchas horas, era bastante bien pago.

Los que me entrevistaron hicieron algunos chistes sobre mi tamaño corporal pero, como iba recomendadísimo, no pasó más de eso. Fui a buscar el uniforme con cierto temor, ya que para la entrevista me había costado mucho conseguir una camisa de mi talle hasta que recurrí a una tienda para niños y adolescentes. Al verme al espejo con el uniforme completo, más allá de la satisfacción por usar corbata, noté que la camisa era tan transparente que se me notaba la faja que usaba para ocultar mi pecho. El desarrollo fue bastante pobre en mi caso, como si mi cuerpo se hubiese negado a producir los cambios que correspondían a la adolescencia biológicamente femenina que me había tocado, así que me saqué la faja y corroboré que no se notaba lo que minutos atrás trataba de ocultar. Otra prueba a superar fue la revisación médica. Después de mucho pensarlo y recibir consejos, fui al centro médico sin faja, buscando no hacer más obvio lo evidente. Para mi sorpresa, la mujer que me atendió no notó nada, o es buena jugando al poker, o eligió no preguntar. Una vez superado esto, por fin entré a trabajar. Me tocó como objetivo un galpón, caja de cemento gigante atestada de mosquitos, así que, además de soportar el calor de diciembre y las picaduras, no hacía mucho más que aburrirme y estar despierto toda la noche. Todo iba bastante bien, hasta que intentaron abrirme la cuenta para depositarme el sueldo: saltó mi nombre anterior. Por ley, la rectificación de nombre y género comprende al DNI y la partida de nacimiento, pero para cambiar el nombre en otros documentos hay que ir banco por banco, institución por institución. El supervisor increpó a quien me había recomendado, quien alegó no saber nada, y luego sugirió que no le gustaba la idea, a lo que mi amigo respondió con la ley que nos ampara. El hombre se quedó en el molde, pero yo, al enterarme de que no me querían ahí adentro, decidí renunciar. Teniendo en cuenta que lo que me habían asignado era estar completamente solo de 18 a 6 en un galpón sin cámaras, donde ante cualquier tipo de ataque u hostigamiento no tendría forma de pedir auxilio, sentí miedo por mi seguridad física, no pude evitar recordar la escena de la violación de la película Boys don’t Cry. Siendo un ámbito tan cerrado y machista, ¿qué pasaba si alguno de mis compañeros veía a una mujer en mí? Después, a llorar a la iglesia o a los noticieros, pero el daño ya estaría hecho. Decidí no quedarme en la boca del lobo. Mucha gente no entendió mi decisión, pero estoy más que acostumbrado a eso. Mi integridad tanto física como mental vale más que cualquier otra cosa.

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El 18 de marzo de 2012 moría la activista trans Claudia Pía Baudracco, meses antes de la sanción definitiva de la ley por la que tanto había luchado. En su homenaje, las organizaciones pidieron al Parlamento nacional declarar este día como “Día de la promoción de los derechos de las personas trans”.
Imagen: Sebastián Freire
 
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