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Viernes, 13 de mayo de 2016

HOMO Y TRANSFOBIAS EN TIEMPOS DE DERECHOS

 Por Adrián Melo

El domingo pasado, un extranjero entrevistado en el flamante programa “Día Cero” conducido por Juan Di Natale señaló que su experiencia más terrible en Argentina fue cuando llevado en son de broma por un amigo a la Zona Rosa se percató de que la persona que estaba delante de él no era una mujer y se asustó porque, palabras más o menos “no existían esos seres en su país” aunque “lo digo con todo respeto”, aclaró. La escena parecía digna de aquellos programas de los noventa en los cuáles el mismo Di Natale se rodeaba de muchachones cancheros y homófobos y se burlaban particularmente de las mariquitas y de otros muchachos que “comían” travestis. Pero remite a una transfobia más arcaica: la que relega a la travesti a una “especie”, como en el bestiario diseñado por Richard von Krafft-Ebing a fines del siglo XIX. Esa transfobia sigue vigente aún con las mejores intenciones de tan interiorizada que está. Hace unos años en un capítulo del dibujo animado “Las chicas superpoderosas” se recurrió a la metáfora del caballo que quiere ser unicornio para dar cuenta de la transexualidad. No solo se pretendía hacer una analogía entre lo trans, un animal y una criatura imaginaria sino que se remitía directamente a un paradigma cis que piensa que ser trans es intentar ser lo que no se es.

Pero así como Evita alertaba que le tenía “más miedo al frío de los corazones de los compañeros que se olvidan de donde vinieron, que al de los oligarcas” sin duda las peores homofobias y transfobias son la de los propios, al interior de la comunidad LGTBIQ. En ese sentido, por largo tiempo circuló en redes sociales y otros espacios informativos el discurso de que Caitlyn Jenner se había arrepentido de “hacerse mujer” y que quería “ser hombre otra vez”. Como si la transexualidad fuera un capricho y un juego, y reforzando esas ideas falaces prevalentes que hacen de la transexual un hombre “engañado” que quiere ser mujer. El trasfondo era las álgidas luchas por la “Ley de los baños”, aquella que prohíbe a las personas transgénero el uso de los baños públicos y vestuarios del género con el que se identifican. Paradójicamente Caitlyn Jenner apoya la campaña pre-presidencial del antediluviano Donald Trump porque éste defiende el derecho de Caitlyn  a ir al baño de damas eso sí mientras a él se le permita deportar negros e inmigrantes, mínimamente.

Asimismo hemos festejado como un corolario el casamiento de Segundo y Tony en la novela Viudas e hijos del rock and roll. Pero la imagen televisiva argentina no nos ha brindado otro modelo que el gay sano, de tez blanca, enamorado y amante de un solo hombre como la heroína mujer de las telenovelas clásicas. La novela fue valiosísima para contribuir a la aceptación social de los gays y de los derechos adquiridos. Pero a la adquisición del derecho viene la crítica de ese derecho. Entonces, ¿para cuándo una telenovela con un personaje principal gay que viva placenteramente de disco en disco o de sauna en sauna o una lesbiana promiscua pero ambos con una enorme solidaridad social, una alegría intensa de vivir o una invencible capacidad de amar? De la misma manera aún cuando un alto porcentaje de la comunidad convive con el virus no hemos visto aparecer al menos en una telenovela un gay o una lesbiana con sida, que contribuya desarticular las tenebrosas metáforas sociales que ya denunciara Susan Sontag y que matan más que la enfermedad. Si bien Viudas… se atrevía con el amor entre diferentes clases sociales, ¿para cuándo el amor y el sexo de los “cabecitas negras”, de los choripaneros, de los chongos trabajadores que supieron hacer las delicias de Kavafis, Pasolini, Perlongher, Hermes Villordo o Urdapilleta? Sería una poética tan liberadora en tiempos de sexo tan aburguesado, de gay tan prolijo, chic, bien peinado y domesticado.

Hace pocas semanas, entre las descalificaciones que sufrió el periodista Luis Novaresio al ser descubierto en las redes consultando una página gay de internet, estuvo presente el tema de la edad. Es decir, a los maduros, ¡ni hablar de los viejos!, no le está permitido ni siquiera la contemplación a lo Mann en Muerte en Venecia (¡Viejo verde!), ni la caridad cristiana que permite tocar o rozar la piel de los jóvenes en los saunas.

Así se ha construido una especie de rating donde el gay con sida vale menos que el que no es promiscuo (porque el sida es producto de la promiscuidad, ¿qué duda cabe?), el gay casado y con hijos vale más que el viejo puto; tortas jóvenes son libres, tortas viejas son desagradables; que remite a viejas y que construye nuevas formas de homo y lesbofobia.

Y alrededor de la comunidad, mientras los hermanos no son unidos se los devoran los de ajuera y vuelven los mismos discursos científicos que nos construyeron como seres patológicos: los de la medicina, el derecho y la psiquiatría. Y ahora los aceptamos no solo mansa sino alegremente porque prometen llevarnos al camino de la normalidad en tiempos de matrimonio y adopciones. Sería interminable citar los centenares de pseudointelectuales y el alud de médicos, psicólogos y psiquiatras desfilando por los programas de televisión remontando viejos argumentos de paradigmas biologicistas y binaristas opinando sobre las consecuencias de un hijo criado en una familia “gay o lesbiana” y reafirmando la necesidad de que uno de los miembros ocupe un rol masculino y otro femenino dentro de la pareja.

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