VERANO12

Las manos de mi abuela

 Por Ariel Magnus

El cuento por su autor

Pese a que mi abuela es un gran personaje, este texto que la tiene como protagonista no es un cuento, sino el relato verídico de una visita que me hizo cuando yo vivía en Berlín, hace ahora diez años. No de toda aquella memorable visita, sino sólo del día de su llegada. Corresponde originalmente a un capítulo del libro La abuela (Seix Barral, 2006), donde a la crónica de su visita la complementa un largo reportaje que le había hecho unos años antes en Brasil, su país de residencia desde 1946. Allí la abuela me cuenta, caóticamente, cómo siguió de manera voluntaria a su madre ciega a los campos de Theresienstadt y Auschwitz, para ser liberada de milagro en Bergen-Belsen y recalar vía Suecia en Porto Alegre.

La crónica de aquella visita, que duró diez días, terminaba así: “Durante los meses posteriores habló maravillas de su estadía con nosotros, cosa que me llenaba de orgullo pero a la vez me inquietaba. Supe por qué hace poco: durante un llamado telefónico, me confesó que, si Dios se lo permitía, dentro de poco iba a volver”. En el inmediato epílogo, sin embargo, me vi obligado a darle al lector la triste noticia de que eso no iba a ocurrir jamás: “Pese a las amenazas, la abuela no pudo volver a visitarnos en Alemania. Tampoco tendrá oportunidad de hacerlo. Ya nunca más volverá a subir los cuatro pisos de nuestro departamento en Neukölln. Los que nos volvimos fuimos nosotros”.

El chascarrillo surgía de la convicción de que la abuela era eterna. Con 84 años seguía pareciendo de 70, y así se mantuvo hasta los 90, al punto de que jugamos con la idea de llevarla a Alemania cuando en 2010 el libro se tradujo al idioma en que realmente podía entenderlo. Eso no ocurrió, y lo de la eternidad tampoco: este octubre, a los 93, Dios recordó que se la había olvidado.

“Vas a venir sólo para asegurarte de que me entierren”, se quejaba la abuela de que no la iba a visitar todo lo seguido que hubiera querido. Y en efecto, viajamos en familia a verla unirse a su marido, fallecido hace tantas décadas que hubo que sortear varias lápidas para llegar a ese sector ya casi sin vacantes.

Con mi abuela se va cerrando no sólo esa parte del cementerio judío de Porto Alegre, sino también la generación de quienes guardan un recuerdo directo del Holocausto. Ahora queda en forma de libro, como corresponde. Me alegra que lo haya llegado a leer, aunque en su momento me pidiera que ocultara su identidad bajo un seudónimo. Su nombre verdadero (sabrás perdonarme la traición, abuela) era Ella Mayer.

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