VERANO12

Corto para dos

 Por Marina Arias

Contra la puerta de la Facultad empieza una cola que da vuelta en la esquina y sigue. Camino hacia el final escuchando fragmentos de conversaciones. Todas son animadas. Yo también cursé y aprobé con notas altas las seis materias del CBC para inscribirme en Ciencias de la Comunicación.

Aunque no tengo mucha idea de para qué. Y no me importa.

Cualquiera podría pensar que la apatía es también lo que me hace estar de novia con Esteban, un pibe con quien nunca logro tener un orgasmo y que ni siquiera me gusta demasiado. Pero lo cierto es que con Esteban estoy porque es de buena familia y estudia Bioquímica: supongo que esa combinación a mi mamá la deja tranquila.

Nota: diez escenas antes mi papá se enferma de un tumor cerebral que al principio todos confundimos con un brote psicótico. Son tres meses de estudios de alta complejidad e internaciones. Yo soy incapaz de quedarme a solas con él. La mayor parte del tiempo me la paso en la confitería del sanatorio, siempre con la excusa de que vengo de cursar y estoy con el estómago vacío.

Mi mamá cuida a mi papá sola, con alguna ayuda de mi tío y su mujer.

Hasta que nos dicen que ya podemos llevarlo a casa. Mi mamá alquila una cama ortopédica para instalarlo en el living y un tubo de oxígeno para nebulizarlo cada dos horas, la única indicación que le dan los médicos. Lo demás es una incógnita.

A los dos días está muerto.

En la cola encuentro a Viviana, la única amiga que hice en el CBC. No tenemos demasiado para contarnos. Hablamos anoche para terminar de decidir en qué materias anotarnos y estamos al tanto de los últimos episodios de nuestras vidas: yo estuve toda la tarde mirando televisión en lo de Esteban y el kiosquero evangelista con el que ella está saliendo le confesó que la mujer está embarazada.

Viviana levanta una mano y grita un nombre: Rafael. Es el de un amigo suyo que hizo el CBC en otra sede y que no hace mucho comprobó que le gustan los hombres. Sigo los ojos de Viviana y veo a dos pibes que vienen conversando. Al reconocer a Viviana, el de melena rubia sonríe y sacude la mano.

El otro es enorme. Y sos vos.

Con tu corte a lo Robert Smith y tus infaltables lentes oscuros.

La mañana no parece ser tu mejor horario pero igual todo lo que decís suena ingenioso, con el toque de nihilismo para que cualquier dictamen resulte demoledor sin sonar soberbio. Probablemente te ayude un resoplido aparentemente involuntario que soltás entre frase y frase, como si en realidad no tuvieras ganas de decir nada.

Rafael se está acostando con un diseñador de modas, y vos contás divertido que algunos del CBC creían que ustedes eran pareja sólo porque los veían siempre juntos. “El mundo está lleno de pelotudos”, decís. Después te reís con ganas. Yo también.

Nota: seis escenas después te confieso que yo había presupuesto lo mismo.

Sos músico. “Músico posta”, aclara Rafael, “no como esos que se aprenden cuatro temas con las Toco y Canto”. “Y al toque salen a levantar mujeres”, agregás vos, y te reís otra vez, y yo trago saliva: el año anterior estuve perdidamente enamorada de uno de ésos.

Mientras encendés un tercer cigarrillo aclarás que igual el conservatorio lo colgaste para dedicarte a tu banda y al estudio de grabación que pusiste con unos socios.

Para cuando llegamos a la ventanilla, anotarnos en las mismas comisiones con vos y Rafael me resulta lo más natural del mundo. Es mucho mejor entrar a la Facultad en banda.

Al mes pasamos más tiempo en el bar que en las aulas.

El instigador siempre sos vos. Entrás a la clase tarde, y sin sacarte los auriculares ni bajar el volumen del walkman, desplomás tu metro noventa en el asiento más cercano a la puerta. Quince minutos después, con uno de tus resoplidos y un cabeceo, nos arreás al pasillo. A veces estás eufórico. Otras, hecho un zombie. Nunca dormiste lo suficiente. No das detalles. Pero lo poco que contás siempre resulta mucho más tentador que cualquiera de mis noches con Esteban, que consisten en cenar con su familia y acostarnos en el cuarto de la hermana. La madre de Esteban dice que prefiere que lo hagamos en su casa antes de que en cualquier hotelucho. Hotelucho de cuarta, dice en realidad. Por eso la hermana de Esteban se ve obligada a pasarse al dormitorio que él comparte con su hermano para que la parejita de novios durmamos en el suyo. Y eso es lo que hacemos. Literalmente: yo no dejo que Esteban me toque un pelo. En realidad él tampoco insiste demasiado.

A pesar de no abrir nunca una puta fotocopia siempre cazás al vuelo los conceptos y podés decir algo mucho más interesante que yo, la que siempre sacó notas altas y responde como un autómata disciplinado a cualquier requerimiento institucional. A vos te echaron de dos secundarios. Siempre por causas colectivas y nobles. Pero te echaron. Por eso odio que con una simple pregunta desenmascares que lo mío es pura repetición.

Si el tema es la política, peor. Venís de familia peronista. Hasta podés ostentar la pérdida de tu papá por culpa de los militares: se enfermó por la tristeza de un destierro forzado en el interior. El mío, en cambio, fue un eterno simpatizante radical no asumido y tuvo una muerte mucho menos romántica.

A veces no aparecés por la Facultad durante varios días. Yo paso del alivio al aburrimiento. Y del aburrimiento a la intriga.

Pero cuando volvés no te pregunto nada.

Rafael propone quedarse la noche previa al parcial de Semiótica I estudiando en lo de su novio que está en Las Leñas por un desfile. Me sumo. Es la única manera de llegar a leer la bibliografía que me falta. Vos no leíste absolutamente nada. Eso ya te garantiza el aplazo. Igual decís que vas a ir. Eso yo a Esteban no se lo digo; tampoco le digo que finalmente Viviana consiguió un certificado médico para que le tomen recuperatorio y que en lugar de sumarse al grupo va a encontrarse con su kiosquero. A las ocho dejo que me lleve hasta la puerta del loft en el auto que el padre le acaba de comprar para que le haga de chofer a la madre, y me despido. El beso es sonoro y frío.

Como siempre, vos llegás tardísimo. Desde la puerta me dedicás una sonrisa que no entiendo. Hasta que me acuerdo de que todavía tengo puesta una peluca platinada que encontré un rato antes en el baño y me la saco de un manotazo.

A las tres, Rafael se tira a dormir. A las tres y cuarto, en medio de un párrafo de Peirce ininteligible, te recostás sobre la mesa y empezás a retorcerte un mechón de pelo con la vista perdida, como hacés cada vez que te quedás pensando, antes de soltar alguna de esas reflexiones que yo te envidio. Sigo leyendo en voz alta pero no puedo volver a concentrarme. Con un brazo barrés los apuntes al piso. Te reto y me agacho a levantarlos. Me doy contra el borde de la mesa. Soltás uno de tus resoplidos y me mirás serio. “Me explicás para qué carajo estamos perdiendo el tiempo en esto dos personas como vos y yo, amiga”, decís. Los dos nos reímos. Después te vas al baño y yo preparo café.

Cuando volvés, terminás la taza en cuatro tragos, prendés un cigarrillo y empezás a hablar. Un día tu mamá se mudó con el novio y te dejó viviendo con tu abuela en un departamento en Boedo. Te empezaste a juntar con los pibes del barrio y te volviste medio bardo. Después se murió tu abuela. Ahí te volviste un bardo del todo. No parecés escuchar ninguno de mis comentarios. Para lo único que hacés una pausa es para recalcar que todo eso ya fue. Cinco y media se me empiezan a cerrar los ojos. Vos te levantás otra vez al baño y yo digo que me tiro un toque al lado de Rafael porque necesito descansar la vista.

Lo siguiente que registro es tu voz llamándome.

Cuando estamos cruzando el hall de la Facultad decís que te quedaste sin puchos. Das media vuelta y desaparecés.

El ayudante de Semiótica I me devuelve el examen con un siete. Viviana rinde el recuperatorio. Rafael decide recursarla. Vos seguís sin aparecer.

Nota: dos escenas antes le meto los cuernos a Esteban con el coleccionista de las Toco y Canto. Esteban se entera a las pocas horas porque cuando me pregunta dónde estuve le confieso todo. Esteban se enoja por primera vez. Después dice que tengo que prometerle que no voy a volver a hacerle una cosa así.

Dos días después lo dejo.

El kiosquero evangelista de Viviana finalmente es padre y tiene un ataque de responsabilidad filiar. Así que el sábado salimos juntas. Vamos al sótano del que vos nos hablaste. El lugar está repleto. Viviana y yo bajamos la escalera y quedamos en un rincón, contra una pila de parlantes. Le grito a Viviana que tratemos de llegar a la barra para usar los vales de cerveza. Logro que el barman me reciba los dos papelitos. Tomo con el codo pegado a las costillas. Igual un flaco me empuja y me vuelco cerveza sobre la remera. Viviana está hablando con un pibe así que me voy al baño sola. Cuando estoy entrando me choco con vos que salís del de hombres. Antes de que me abraces alcanzo a ver en tu cara un gesto duro. Pero me agarrás de la mano y me llevás entre la gente hacia el fondo del lugar. Desde unos sillones que rodean una mesa baja, un tipo de traje grita tu nombre. Soltás mi mano. Dos chicas muy producidas te vivan. Saludás haciendo cuernitos y sacudiendo la cabeza. Cinco pibes adhieren con aplausos. Uno es el cantante de tu banda.

No me presentás a nadie. Te sentás pegado a las chicas y me hacés un lugar del otro lado. Me pedís un cigarrillo y me convidas algo que hay en el fondo de tu vaso. Es whisky, una bebida a la que no estoy acostumbrada. Pero sonrío y tomo un trago más antes de devolvértelo. Vos terminás de vaciarlo y decís algo al oído de una de las chicas que se acomoda la minifalda y desaparece por una puerta en la pared. Me preguntás por la facu y digo que todo en orden, que cuándo vas a volver. No me respondés.

La chica de minifalda apoya en la mesa una botella de Johny Walker y un vaso más. Ahí me doy cuenta que es una moza. Señala la puerta de la pared con un dedo y te dice algo al oído. Vos asentís y servís los vasos.

Me contás de la banda. Tienen una fecha en dos semanas y están planeando una gira para el verano. Después te levantás y decís que vas al baño. Durante el resto de la noche, mientras hablás de música con los que están en los sillones y cada vez parecés notar menos mi presencia, lo volvés a hacer tres veces. La última, ni siquiera me das una explicación. Cuando en medio de una recorrida la moza pasa junto a la mesa, la agarrás y te la sentás en las piernas. Después soltás uno de tus resoplidos.

A los tumbos logro llegar a la salida. Con el aire fresco me doy cuenta de que estoy completamente borracha. Paro un taxi y me subo. Tiro de la manija para cerrar la puerta. Algo la frena. Sos vos. Me preguntás por qué me fui así. Te digo que me dejes y tiro con más fuerza. Me preguntás qué me pasa. Te miro a los ojos y vuelvo a decir que me dejes. Pero esta vez gritando. El taxista nos mira con mala cara por el espejo retrovisor. Entonces soltás la puerta y te quedás en medio de la calle mirando cómo me alejo.

Un domingo a la tarde vuelvo de lo de Viviana y encuentro a mi mamá tirada al lado de su cama.

El médico que firma el acta de defunción dice que seguramente intentó levantarse para pedir ayuda. Y que sin duda fue un ataque cardíaco. Mientras escucho al médico dándole las explicaciones a mi tío alcanzo a preguntarme si lo correcto no sería hacerle una autopsia. Pero sigo apoyada en el marco de la puerta del dormitorio sin decir una palabra. Mamá está en camisón.

Después la ambulancia de la cochería se lleva el cuerpo. Paso la noche recibiendo abrazos y repitiendo el mismo relato para un sinfín de conocidos de mi mamá que después se sientan contra la pared y aceptan el café que una camarera les ofrece en voz baja. Esteban pasa un rato con los padres. Amigos míos van pocos. Todos tenemos alrededor de veinte años y todavía podemos faltar a los velorios. Excepto cuando la persona que muere es la madre o el padre de una.

A las nueve de la mañana mi tío sale a buscarme a la vereda donde estoy con Viviana fumando el primer cigarrillo de un segundo atado: los de la funeraria acaban de avisar que van a cerrar el cajón. Piso la colilla y lo sigo hasta el fondo de la sala.

Entonces te veo.

Le estás pidiendo permiso a una compañera de gimnasia de mi mamá para poder pasar. Tenés la solapa del sobretodo levantada y en los bolsillos te adivino los puños apretados. Nada es más importante que despedirme de mi mamá. Pero me quedo mirándote: no puedo dejar de preguntarme por qué estarás tan destemplado en una mañana de sol como ésta. Probablemente una vez más no dormiste en tu cama. Cuando te das cuenta de que te estoy mirando me guiñás un ojo. Entonces suelto el cajón y retrocedo hasta mezclarme con la gente.

Los días siguientes son una sucesión de instantáneas. Mi bolso sobre el sofacama del living de mis tíos. Un auto al que le cae un piano encima para una cámara oculta de Videomatch. Yo levantando los platos de la mesa. El dinosaurio Bernardo bailando para Tinelli. Mi bolso sobre el inodoro. Mi tía ayudándome a armar el sofacama. Una. Dos. Seis veces. Tinelli metiéndose el alfajor entero en la boca. Una. Dos. Diez veces. Mi bolso en un rincón del living. Mi tío preguntándome por la facultad y sacando plata de su billetera. Una bombacha sucia en el fondo de mi bolso. Dos bombachas sucias en el fondo de mi bolso. Un pelado que se agarra la cabeza y manda un saludo para Marcelo. La sombra del árbol de la vereda a través de las rendijas de la persiana. Tres bombachas sucias y un tampón envuelto con mucho papel higiénico. Lluvia contra la persiana. Los ruidos de mi tía en la cocina tratando de no hacer ruido. Una mañana. Dos. Quince. Un mes.

La tarde en que te llamo estoy desbordada por la contención familiar. Trato de sonar casual e invento que justo voy a andar por la zona del estudio pero que si estás hasta las manos lo dejamos para otro día. Vos me decís que pase a eso de las ocho. Que a vos también te va a venir bien cortar un toque porque estás quemado.

Pongo un pie en el descanso de mármol, toco el único timbre que hay en la pared y vuelvo rápido a la vereda. Sé que son las ocho y cuarto pero igual vuelvo a mirar el reloj. Detrás de los vidrios de la puerta de hierro forjado alcanzo a ver un pasillo largo. Sigo esperando con la vista en el tránsito. Toco un timbrazo más largo. Entonces te acercás por el pasillo, con un gesto inexpresivo en la cara. Como yendo a recibir el correo o un pedido de la rotisería. Como si no te importara quién es.

Entramos al estudio, lleno de cables y consolas y máquinas amontonadas. Me contás que las tres agencias de publicidad más grosas les encargaron laburos al mismo tiempo. “Una cosa de locos, man”, decís encantado. Me hacés escuchar la primera versión de un jingle que tenés que entregar al día siguiente. Me proponés ir al bar de la esquina a tomar una cerveza.

Nota: en varias escenas posteriores siempre decimos “una” y al final nunca son menos que cuatro.

En el bar me contás del demo que están por empezar a grabar porque, la otra noche en el sótano, y acá hacés una pausa para mirar por la ventana y soltar uno de tus resoplidos, como si quisieras dejar en evidencia que los dos decidimos hacernos los boludos sobre aquella noche, te presentaron a un tipo de una discográfica. Después te dedicás a destrozar al cantante de la banda. Vos lo convocaste y el salame ahora se cree el dueño del proyecto, hasta pretende meter temas suyos, si fueran letras todavía, pero si de música entiende menos que Copani. Yo me río, y te digo que se están peleando como dos minitas, y me río otra vez. Pero vos te quedás mirándome serio. Supongo que la comparación te cae mal.

Nota: en una escena nunca filmada me entero que en ese momento el cantante y vos se están matando por la moza de minifalda.

Seguís hablando. Yo escucho. El alcohol me vuelve optimista y te miro como si fueras un predicador. Vas al baño seguido. Volvés más verborrágico todavía.

No me importa nada.

Una noche cuando salimos del bar, en lugar de subirme a un taxi, me invitás al estudio. Ponés música. Das dos golpecitos en tu silla para que me siente. Vas al baño. Volvés con otra silla y te sentás al revés, con las piernas alrededor del respaldo. Empezás a retorcerte el mechón de pelo y soltás tu resoplido.

Por fin me besás y me hacés levantar.

Me gusta estar acostada con vos.

Me gusta cómo me tocás.

Lo único que no me gusta es darme cuenta de que no se te para.

Pienso que entonces en realidad no te gusto.

Nota: en la escena final, entre otras cosas, me entero que uno de los efectos colaterales de la cocaína es la impotencia. Para entonces hace mucho que te fuiste a España debiéndole un poco de plata a cada uno de tus amigos, mil dólares a mí y demasiado a tu dealer, después de que tus socios te cambiaran la cerradura del estudio porque ya te habías tomado dos máquinas.

Me hacés un cunnilingus y me olvido que no se te paró.

Te sacás algo de la punta de la lengua. Prendés un cigarrillo.

Nunca más intentamos tener sexo.

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