VERANO12

Apuntes de un carrero patagónico

 Por Asencio Abeijón

El ataque del puma en Río Chico

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Esa noche, el arreo maltrecho por casi cuatro meses de marcha acampó en el bajo de unos elevados cerros que formaban como una especie de corral gigantesco. En ese lugar, la ronda parecía innecesaria, pero los reseros veteranos aconsejaron reforzar la vigilancia, porque habían notado rastros de puma. Además, la nerviosidad demostrada por perros y caballos más la presencia de alguna osamenta de guanaco “descogotado” indicaban en firme la presencia del “león” en la zona. También se dispuso que la hoguera permaneciese encendida en el campamento.

Fue después de la medianoche cuando un súbito movimiento de espanto en la hacienda quebró la aparente tranquilidad: miles de balidos atemorizados, crujir del monte aplastado por el ganado en fuga, ladrar enfurecido de los perros, bufar de los caballos, y de inmediato agudos silbidos y gritos de apaciguamiento lanzados por los reseros, quienes, tomados de sorpresa, saltaron de entre las pilchas y, con los “winchesters” en la mano, corrieron hacia el rodeo dando tumbos entre los matorrales espinosos y en medio de maldiciones y malas palabras. ¡El león en el rodeo!, anunció la voz de los baqueanos y de inmediato sus estridentes silbidos azuzando a los perros aumentaron la confusión en la oscuridad.

Los reseros se abren en amplio semicírculo tratando de tomar en medio al rodeo en confusión. Algunos han alcanzado a montar a caballo “en pelo” y otros corren a pie, llamando a gritos a los perros para evitar que, en su afán de perseguir al puma, se mezclen entre la hacienda aumentando el desparramo y la confusión. En las tinieblas, no se ven unos a otros.

En la oscuridad fue difícil contener al ganado enloquecido de miedo, pero se logró con la ayuda de los perros y lo adecuado de la rinconada donde acampaban. Los reseros novicios se hallaban intranquilos: pese a lo mucho que habían oído hablar a los veteranos respecto de la cobardía del “león”, trataban de andar en pareja lo más cerca posible de los baqueanos y de los perros y sin atreverse a internarse solos en la oscuridad.

Al borde del rodeo, dos ovejas agonizaban, desangrándose por la vena yugular abierta por la tremenda garra cazadora del puma. Las retiraron para que no fueran motivo de inquietud al recién aquietado rodeo y de inmediato efectuóse una prolija revisión por los alrededores de la hondonada, “cortando rastro” con los perros, pero sin hallar la más mínima huella que delatara al “león”. Aunque extrañados, los gauchos atribuyeron esto a que tal vez la rastrillada del ganado en fuga pudo borrar los rastros de la fiera.

Los nerviosos perros porfiaban por meterse en el rodeo, lo que se atribuyó a desorientación y a su afán nato de defender a la hacienda. Considerando alejado al león, se abandonó su búsqueda, aumentando por las dudas el número de rondadores y la intensidad de la fogata en el campamento, situados a unos cien metros del rodeo.

Mientras tomaban mate antes de acostarse, comentaban en rueda de fogón los daños y costumbres del puma. Un hombre incorporado al grupo de reseros esa misma tarde contó que había poblado con ovejas esa región del Río Chico, pero en menos de un año unos “leones cebados” le destruyeron más de la mitad de la majada y todos los potrillos y terneros. Fracasó en su intento de destruirlos mediante el envenenamiento de las reses muertas y luego enterradas por el “león”, porque éste en su desconfianza nunca vuelve a comer un bocado de los animales muertos por él, si luego de muertos han sido tocados por la mano del hombre, cosa que descubre siempre su fino olfato. También le resultó ineficaz la persecución por medio de los perros. El puma es caminador y resistente y los perros no pueden matar a uno ya desarrollado. Su misión consiste en atacarlo hasta que “se empaca” y entonces resulta fácil al hombre matarlo a balazos y aun con un garrote. Las trampas también son ineficaces, porque nota en ellas la mano del hombre y las rehúye.

En la imposibilidad de “limpiar” su campo de “leones”, que incluso llegaron a matarle dos de sus mejores perros ovejeros mientras los atacaba en su refugio, optó por vender todo e incorporarse al grupo de reseros sin cobrar nada, prestando su valiosa ayuda de hombre conocedor y con la esperanza de hallar en el trayecto algún campo que le resultara más conveniente... Bruscamente la conversación fue cortada por un nuevo movimiento de espanto en el rodeo, que los hombres, ya alertas, pudieron contener con rapidez. Una nueva recorrida por los contornos se realizó sin el mínimo rastro del puma y, sin embargo, una nueva oveja que agonizaba sangrante en el lugar del rodeo daba la prueba de una nueva incursión contra el mismo.

Los gauchos tuvieron la certeza de hallarse frente a un “león” ya muy “corrido” y en esas condiciones la fiera adquiere notable astucia para eludir la persecución del hombre y aun de los perros. Aquietada la hacienda y sin rastros del puma, volvieron al campamento resueltos a esperar el día despiertos. Los rondadores casi cercaban el rodeo, dando la impresión de que ni aun un gato podría acercarse al mismo sin ser notado.

Pero antes de quince minutos, un nuevo y ruidoso entrevero en la hacienda anunció el tercer ataque del “león” y aunque la llegada de los reseros al lugar fue casi simultánea, sólo hallaron dos nuevas ovejas caídas que se desangraban moribundas, pero total ausencia de la fiera.

Los reseros, aun los más conocedores, se hallaban asombrados: nunca habían tenido noticias de un “león” tan misterioso. Parecía atacar desde el aire y evaporarse de inmediato. Luego de una rápida batida por los contornos, se reunieron nuevamente en torno del rodeo llamándoles mucho la atención la actitud de los perros reacios a participar en el rastreo campo afuera y tenaces en su persistencia de aproximarse al rodeo.

A la tenue claridad del alba que llegaba, el capataz notó en medio de la majada un círculo vacío, formado por ovejas que se apretujaban con miedo desesperado, tratando de subirse unas sobre otras, como tratando de evitar un peligro. En este movimiento, abrieron como una callejuela que comunicaba con el círculo hueco y por ella lo vieron: bien agazapado a ras de tierra para ocultarse a la vista de hombres y perros, pegado a un matorral cuyo color combinaba con el color de su pelo, se hallaba un puma de excepcional tamaño. El misterio quedó aclarado.

Después de cada atropellada, en la que alcanzaba a matar uno o dos animales, al notar que los reseros se aproximaban el astuto “león” se ocultaba entre las mismas ovejas a las que la estrechez de la hondonada y el empeño de los reseros en mantenerlas reunidas impedía abrirse como para que el escondrijo quedara al descubierto. La oscuridad de la noche, por su parte, impedía a los reseros notar ese hueco en el interior del rodeo, lo que también podía atribuirse a la existencia de algún peñasco en el lugar.

Ello también explicaba la falta de rastros del puma en los contornos y, en la nerviosidad del entrevero, pasó inadvertida a los baqueanos la insistencia de los perros a los que su fino olfato indicaba la presencia del “león” escondido entre las ovejas.

Al grito de “¡Guarda, que aquí está el león!”, dieron paso a la hacienda, que se retiró en avalancha veloz. Al verse descubierto, el puma trató de escapar, pero la arremetida furiosa y simultánea de siete perros furiosos que lo rodearon lo obligó a “empacarse”. De un tremendo salto se arrimó a un elevado peñasco de pared vertical y de espaldas al mismo, de forma que le cubría la retaguardia, afrontó el ataque de la jauría que lo atacó por tres lados atronando el amanecer con sus ladridos de coraje y furor. Con las armas listas los hombres se ubicaron de forma que el “león” no pudiera huir, pero don Ceferino, el dueño del arreo, ordenó no disparar las mismas porque en la semipenumbra reinante podía herirse a los perros.

Semirrodeado de enemigos, pero ya con protección del peñasco a sus espaldas, el puma comenzó a defenderse como un verdadero maestro de la pelea.

Sentado sobre sus patas traseras, para tener más libertad de movimiento en las garras delanteras, gachas las orejas en forma que casi no se le notan, la boca a medio abrir mostrando sus formidables colmillos, alerta los ojos, como midiendo puntería y meneando lentamente su larga cola en señal de furor, lanzaba de improviso cortas arremetidas hacia adelante, acompañadas de velocísimos zarpazos de izquierda y de derecha, y de bufidos atemorizantes, hacía retroceder a los perros.

Al retroceder, la jauría, organizada y “canchera” lo hacía con rapidez pero en ordenado semicírculo, manteniendo la formación de combate y siempre tan cerca del puma que sus peligrosos zarpazos casi les rozaban los hocicos. En sus fugaces arremetidas, el puma nunca se alejaba tanto del peñasco protector como para que los perros pudieran atacarlo desde atrás.

Al retroceder, siempre lo hacía dando frente, semisentado con pasitos cautelosos hacia atrás hasta tocar con el anca el peñasco que le impedía ser rodeado y llevando medio en el aire una de las manos con las garras chispadas, aunque al dar el zarpazo, lo hacía simultáneamente con las dos, a la izquierda, a la derecha, hacia arriba y hacia abajo, con rapidez de saeta y estirando el cuerpo en forma notable con elasticidad de goma.

Balanceaba ligeramente su esbelto cuerpo, como si fuera a dar un salto, para mantener en alternativa la atención de los perros. Al bufar abría la boca sonando sus tremendos colmillos, manteniendo los ojos sin el más leve pestañeo que pudiera ser aprovechado por los perros, pero sin dejar de vigilar fugazmente a los hombres, en los que notaba a sus principales enemigos. Se notaba en sus peligrosas arremetidas con bufidos, zarpazos y chasquear de dientes, su intención de asustar a la perrada para que ésta le abriera camino, pero éstos, adivinando sus intenciones, no le daban calce para intentar la escapada. Como si leyeran las intenciones en los ojos de la fiera, en cuanto ésta se aprestaba a saltar al frente, los perros de los costados arreciaban su ataque y sus ladridos, llegando casi a morderlo en los flancos, con lo que lo obligaban a concentrarse en la defensa.

Repetidamente se dejaban casi alcanzar por sus arremetidas como buscando que éste, entusiasmado en el ataque, se alejara del peñasco y así poder rodearlo totalmente, pero el puma por lo visto no era la primera vez que actuaba en esa clase de entreveros y ponía especial cuidado en no descuidar su retaguardia. Era un espectáculo de una heroicidad imponente, ese animal que ya casi sin esperanzas se batía sin aflojar contra enemigos diez veces superiores.

Desaparecida ya la oscuridad protectora, acosado cada vez con mayor brío por la jauría y con los hombres listos para intervenir con las armas de fuego, el puma estaba irremediablemente perdido. En el revolear de sus ojos como atisbando la más remota posibilidad de fuga, se notaba que él lo sabía, como sabía también que no podía esperar cuartel, pero no cedía en la defensa. Caería en su ley. Los reseros sujetaban a los perros novicios, para evitar que su inexperiencia los hiciera fácil presa de las garras y colmillos del “león”. No chumbaban a la jauría para no enceguecerla en el ataque. La pérdida de un buen perro es un grave inconveniente para un cuidador de ovejas; pero un galleguito, resero novicio, imprudentemente arrojó un palo contra el puma (que en el aire lo desvió de un zarpazo) y al mismo tiempo azuzó a gritos a los perros, lo cual estuvo a punto de motivar la salvación del puma y el desastre para algunos perros y tal vez hombres. La jauría enceguecida, en una acometida imprudente se arrimó tanto al puma levantando una nube de polvo, que la fiera en un movimiento desesperado, pero con control perfecto, tomó de un zarpazo a uno de los perros arrojándolo bajo de sí mismo.

Ni siquiera miró al perro atrapado. Atentas sus garras y colmillos a la defensa, lo metió entre su barriga y patas posteriores y siguió enfrentando a sus atacantes. La vacilación de un segundo en éstos habría bastado al puma para destrozar de una dentellada la cabeza de su prisionero, pero los hombres advertidos del peligro estallaron en un coro de gritos y silbidos, que concentró en ellos la atención del “león”, salvando así al perro de las mandíbulas mortales. El pobre animalito atrapado recurrió a su instinto de conservación. No estaba mal herido ni realizó el menor movimiento de defensa o fuga. Conocía la táctica del puma y sabía que el menor movimiento le significaría una dentellada de muerte.

De lomo al suelo, las patas tiesas hacia arriba y la boca medio abierta como con miedo a cerrarla, desde su incómoda posición observaba de soslayo el ataque cada vez más persistente de sus congéneres y los movimientos de los hombres que podían salvarlo. A su vez la jauría, como sabiendo que un titubeo de su parte podía ser la muerte de su compañero, arreciaba en sus furiosas acometidas, cada vez más ruidosas, cada vez más audaces... No eran aún oportunas las armas de fuego; podía herirse al perro atrapado o a otro y si el disparo no resultaba fulminante, el puma en su salto agónico podía herir de paso a algún resero, y un zarpazo en tales circunstancias podía ser de gravedad...

Provisto de un largo garrote y amparado en el ataque bullicioso de los perros, uno de los veteranos se va aproximando muy lentamente y con extrema cautela por un costado del apremiado puma. Este no deja de advertir ese nuevo peligro que sabe el más grave y lo demuestra en fugaces miradas de inquietud. Parece medir la posibilidad de dejarlo acercar para amagarle un zarpazo, o jugarse todo tratando de romper en un salto gigante el cerco de perros cada vez más envalentonados por la proximidad del hombre, pero ya la luz del día y la presencia de tantas personas parecen convencer a la acorralada fiera de la imposibilidad de una fuga por sorpresa, decidiéndola a caer en su reducto.

Bombardeando a sus atacantes con bufidos, zarpazos y dentelladas sonoras, su anca contra el peñasco hábilmente sin soltar al perro atrapado en la presión de sus verijas y patas traseras, centímetro a centímetro se va corriendo hacia el costado opuesto al que ve avanzar al hombre. Pero también por el otro costado un hombre avanza con disimulo, revoleando con lentitud unas boleadoras avestruceras. Ya la vista veloz del puma no alcanza a cubrir todo el espacio desde el que es atacado, pero se sigue batiendo sin la más leve señal de agotamiento o miedo. Al fin el hombre provisto de las boleadoras, desde una distancia de tres metros y aprovechando una violenta arremetida de los perros, desde un costado aplicó un golpe de bola en la nariz del puma, su parte más vulnerable. Con un bufido cortado el “león” dio un salto sin control y cayó a tierra hecho un ovillo, recibido por las dentelladas ya inútiles de la jauría. Un nuevo golpe, “por las dudas”, y el cuerpo fue pasando a la naturalidad que da la muerte.

El perro que pasara por tan amargo trance se unió a sus compañeros ladrando su alegría, insensible ya al dolor del zarpazo, por la dicha de haber salvado la vida. El puma muerto era de tamaño poco común y en buen estado de gordura y desarrollo propio de los que se crían cebados en la matanza de ovejas. Medía un metro y cincuenta desde el hocico al nacimiento de la cola. Al cuerearlo, le hallaron viejas mordeduras de perros y dos cicatrices de bala, que daban la clave de su gran veteranía en la pelea y su astucia para eludir la persecución de hombres y perros adquirida en distintos entreveros.

Los pumas ya “cebados” en la matanza de hacienda matan incluso potrillos y terneros bastante desarrollados. Es animal que huye de la presencia del hombre y sólo puede ser peligroso cuando, empacado y acorralado, atropella para abrirse paso repartiendo tremendos zarpazos y dentelladas.

Cuando matan varias ovejas sólo les sorben la sangre y comen la parte delantera y grasosa del pecho. Tienen la costumbre de enterrar la res para alimento de reserva, pero sólo en circunstancias de apremio vuelven a comer de ella y nunca si notan que en la misma anduvo un hombre.

Cuando actúa solo, mata una oveja o dos para comer y beber sangre, pero si se trata de una hembra con cachorros, luego de comer prosigue la matanza con el fin de adiestrar a sus crías en el arte de la caza para que aprendan a bastarse solos. En tales casos pasan horas ensayando en la matanza y se ha dado el caso de que en una sola noche una “leona” con dos cachorros ya desarrollados hayan matado más de treinta ovejas y, como actúan en silencio y en la oscuridad de la noche, sólo de casualidad o por el “venteo” de los perros se puede descubrirlos en su depredación. Incluso se allegan hasta el corral a matar ovejas como en el caso relatado. Hemos dicho ya cómo su desconfianza los hace casi invulnerables a la trampa y al veneno. La forma más fácil para cazarlos es encendiendo fogatas en la entrada de su cueva y luego taponarla para que el humo los asfixie. En cautividad desde cachorros llegan a domesticarse, pero siempre son peligrosos debido a su mal humor y sus terribles garras. Son gatos gigantes. Río Chico, desierto y con sus serranías de piedra e innumerables cuevas, era lugar adecuado para los pumas.

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