VERANO12

El cuento por su autor

Al concluir los estudios en la Escuela de Náutica, era obligatorio pasar un año navegando sin desembarcar para obtener el título de piloto. Ese requisito es común a todas las marinas mercantes del mundo para homologar de manera internacional el título, habilitante para navegar por cualquier océano, mar o río. La elección de buque, supuestamente regida por el orden de mérito, se prestaba a discusiones, peleas y tráfico de influencias. Para evitarme todo eso, preferí irme a la cantina a tomar algo y leer mientras se urdían nuestros destinos para los próximos meses.

Como a mis compañeros los atraía elegir líneas marítimas que les permitieran tocar puertos de Europa o los Estados Unidos, pensaba que seguramente podría embarcar en algún petrolero de Y.P.F. que anduviera por la Patagonia. Un territorio que me sonaba a aventura desde la infancia, cuando mi tío Rafael me contaba de sus navegaciones y naufragios a bordo de lanchas pesqueras de madera que llevaban un instrumental mínimo.

Finalmente, salieron las cosas tal cual me esperaba. Un año a bordo del Capitán Constante me permitió aprenderme la costa sur argentina de memoria, recorrer rincones difícilmente alcanzables de otro modo y lidiar con uno de los mares más difíciles del planeta. Además, me sorprendió el grado de pertenencia que existía en esa flota, donde tuve la experiencia más cercana al socialismo en mi vida, dicho esto pese a haber pasado luego tres campañas de verano en pesqueros soviéticos (o quizá por eso mismo, ya que en esos barcos no conocí el socialismo sino el derrumbe de su versión burocratizada). Pero lo más importante fue la clase de personas que conocí: entre ellos el único capitán de la vieja escuela con el que me tocó navegar. Le tenía muchísimo más respeto que a las corrientes que podían destrozar el buque contra un roquerío, a las tormentas súbitas y a las olas impresionantes. A veces ya no era respeto sino liso y llano miedo. Más miedo que el miedo a los repentinos incendios de la chimenea que se daban a veces y podían hacer volar el buque si no se maniobraba adecuada y velozmente. Y no se trataba de una consecuencia de mis veinte años, sino de un sentimiento compartido con el resto de la tripulación. Sin embargo, la vez que aquel capitán me dedicó más tiempo durante los meses que compartimos a bordo fue para pedirme en préstamo un equipo de música que yo había comprado en Holanda durante un viaje de instrucción el año anterior.

En sucesivos barcos me tocaron capitanes excelentes, buenos, malos y pésimos, pero ninguno como él. Tal vez por eso, hace poco, alguien a quien preferí bautizar Gonzaga comenzó a ingeniárselas para meterse en varios cuentos. Tiene muchas de las características de aquel viejo implacable y gruñón, otras corresponden a distintos capitanes y una buena cantidad son puros caprichos de mi fantasía. En algunos cuentos aparece como protagonista, en otros como un personaje lateral pero nunca secundario, puede también ser el narrador o alguien a quien el narrador cita. A veces, como en este caso, aparece como sombra de un pasado que no se va, como huella de un futuro que tal vez jamás llegue.

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