VERANO12

La inspiración

A Juan Manuel Lima

El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna sustancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.

El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas –entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados “crímenes del dragón”– Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.

Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba sellar sus composiciones.

–Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta y que sus poemas se contaban por miles –dijo Feng–. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?

–Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

–Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador –dijo Feng apenas despertó–. ¿Tenía Siao enemigos?

El consejero imperial demoró en contestar.

–La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo “el poeta celestial”, le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.

–¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?

–La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.

–¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

–Sí, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!

–¿Un rayo?

–Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.

–“Cometa en llamas” –leyó el consejero–. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración?

–Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.

–Imagino que la otra fue la cometa –dijo el consejero.

–Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:

Una cometa en llamas sube al cielo negro.

Brilla un momento y se apaga.

Así la injusta fama del mediocre Ding.

–Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao –Feng limpió con cuidado el pincel–. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.

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