VERANO12 › MARíA ROSA LOJO

Reinas de la noche

I

Las botas y el sombrero tejano, el chaleco desflecado y el cinturón con el Colt que lanza balas de salva lo esperan en el armario del camarín. Hoy, Miguel aportará un lazo con el que piensa capturar a cualquiera del público que se preste al juego. No escatima complicaciones ni audacias. Lo importante es el embellecimiento del número, al que consagra, con obsesivo perfeccionismo, casi todas sus noches.

Duerme durante las mañanas, que otros gastan en calles y oficinas. Los sueños lo llevan siempre a paisajes exóticos, pero que le resultan conocidos, como si los hubiese frecuentado en otras vidas. Así será –piensa muchas veces–, sin resignarse a creer que sólo podemos tener una existencia, donde desempeñamos siempre el mismo oficio. Tampoco le es posible admitir que los humanos –apenas una espuma sobrante y díscola de la creación desmesurada– sean los únicos habitantes racionales de tantos mundos, superfluos y desiertos. Quizás, en esos mundos, los seres inteligentes tengan forma de surtidor traslúcido, capaz de acomodarse a cualquier molde o de pulverizarse en agua de lluvia para no ser capturado y encerrado como el ganado en el brete, al que se le impone a fuego la marca de un dueño.

Miguel no admite dueños en asuntos de trabajo. Nunca se queda demasiado tiempo en un club nocturno, ni acepta fácilmente contratos con los mismos empresarios. Cuando puede, viaja a otras ciudades o a otros países, aunque en los últimos tiempos eso le ha sido más difícil. Tiene responsabilidades y preocupantes cargas de familia que ejercen, ellas sí, cierta forma irresistible de la posesión. Cuando piensa en eso, un ramalazo de dolor casi lo quiebra, pero se rehace. Ahora la única vida posible es la del show. El dolor afloja como si le aplicaran morfina, se disuelve lentamente en la irrealidad.

Está habituado, por lo demás, a insistir y a resistir, desde muy joven. Su carrera como transformista ha sido también una carrera de obstáculos. Cuántos le siguen reprochando que haya malgastado una buena voz de tenor y una vasta cultura musical en las extravagancias ambiguas de una drag queen, perturbadora reina de la noche. Su última impostación es esa “Texas Ranger” femenina que cuelga de la percha. Se coloca las medias, las botas, la falda y el chaleco. Gira sobre sí mismo varias veces, para apreciar mejor, ante el espejo, el caleidoscopio tornasolado de las lentejuelas. Se aplica las pestañas y la cabellera postiza que lo hacen pensar en Annie Oakley, la mejor tiradora del Oeste, aunque duda de que alguien recuerde todavía a ese legendario personaje de su infancia. Luego se empolva y se pone de pie, satisfecho de su estatura, que le permite lucir auténticas botas vaqueras, y no las de taco aguja de doce o quince centímetros, casi zancos prostibularios, que usan otras estrellas. Pero odia la repetición, el aburrimiento. Aunque con este número de cowgirl y canciones country ha cosechado éxitos incontestables, ya tiene ensayada una nueva rutina para los próximos meses. Se vestirá de Sirenita o espíritu de las aguas. Ha diseñado la malla enteriza, de color verde lago, con una larga cola que disimula los pies, y el corpiño recamado con cuentas que imitan incrustaciones de coral. La mayor innovación será la música. Por primera vez incluirá en su espectáculo una genuina aria de ópera: la “Canción a la Luna”, de Dvorak, donde Rusalka la Sirena pide ser convertida en un ser humano. Admirador fanático de Monserrat Caballé y de la voz angelical de Freddie Mercury, fantasea con la ambición de subir a los teatros líricos, aunque no para hacer las cosas que ya se han hecho, sino para crear otras distintas. Lo que más le gusta de la ópera de Dvorak es que no muere la Sirena, como en el cuento de Andersen, sino el príncipe. Miguel imagina, sin embargo, otro final mejor, donde el príncipe pueda amar a la Sirena tal como es: con sus escamas y su cola sensitiva de delfín imperial y su voz prodigiosa.

Pronto lo llamarán a escena. Sale del camarín y se desliza hasta el pasillo para asomarse a la sala. Hay público suficiente, aunque no pueda parangonarse con la multitud que atesta el enorme salón de la bailanta, a sólo unas cuadras de distancia. Miles de personas se empujan allí los viernes y los sábados para ver bambolearse sobre el escenario caliente a varones jóvenes, aun delgados y pelilargos, y a divas excesivas y convencionales, la mayoría de ellas con pechos naturalmente abundantes, que no han requerido trabajo ni fantasía para parecer lo que son. Ni ellos ni ellas, por lo general, saben cantar. Sólo una, entre las recargadas diosas de strass, quiebra la regla: Gilda, de voz discreta, pero dulce y afinada, que en su existencia anterior (o tal vez paralela) se llamaba Miriam Alejandra Bianchi, y vestía uniformes de maestra jardinera o de empleada administrativa, reemplazados luego por botas y minifalda. Miguel ha recortado su foto de una revista y la tiene colgada en la pared, junto al espejo. A veces se mide con ella –que también ejerce, a su modo, un estilo de transformismo– aunque el sombrero tejano tapado por lentejuelas parezca incomparable con las flores frescas –fresias, violetas y rosas blancas– que coronan la cabeza de la otra, y aunque nada haya en común entre el vestido de seda azul que envuelve sin oprimir y descubre sin provocar, y el top de su “Texas Ranger” que estalla ingeniosamente bajo la elaborada chaqueta con flecos. Ambas, se dice, son sólo ideas que la Noche tiene sobre ella misma y desaparecerán, borradas, cuando se las lleve el Día.

II

La señora mayor mira hacia la calle detrás de la ventana. Nadie sabe que está allí, vigilándolo todo, como dicen que Dios vigila a sus criaturas sin ser visto, porque ha tenido buen cuidado de apagar las luces antes de sentarse en su sillón de espía. No puede evitar el pensamiento de que, muchos años atrás, otros la miraban a ella desde una sala en penumbras. Todavía, en las paredes del cuarto, hay memorias de esos ojos mudos que eran el coro imprescindible de cada espectáculo. Así lo atestiguan los programas enmarcados de Tosca, La Bohème, Rigoletto. Pero ella prefiere sobre todos a Mozart, y de Mozart, La flauta mágica. Los fragmentos del aria de la Reina de la Noche aparecen todavía entre sus sueños. No recuerda el significado de muchas palabras, pero el canto sobrevive por sí mismo a todo sentido y a todos los sentidos, que se anulan y caen y se dispersan como hojas muertas bajo el poder absoluto de la música. No le importaba ser la Reina de la Noche, la mala de la película. La voz que domina la tiniebla es siempre la más fuerte. ¿O no nace toda luz de la oscuridad?

Esas horas solitarias, cuando nadie puede verla ni oírla, cuando acecha, como si fuera un fantasma, el mundo de los que se mueven todavía en la calle, bulliciosos y vivos, son las mejores de su tiempo. Sigue habitando la misma casa de la infancia, en un barrio antes apartado que ahora acumula cada vez menos espacios verdes y más edificios. No le molestan, sin embargo, las novedades. Curiosa, ve desfilar a los que llegan a la bailanta. Avanzan en largas hileras donde se mezclan botas y zapatillas, minifaldas y jeans ajustados como medias, cabezas oscuras y claras y teñidas, rastas y rulos ensortijados de gitano, que algunos varones dejan caer hasta la cintura. Parecen los peregrinos de una procesión, y tal vez sean los mismos, en efecto, que cubren los kilómetros hacia Luján todas las primaveras, y por una vez limpian las calles y los caminos de máquinas malolientes y devuelven su antigua supremacía de nómades a las plantas humanas. También los ha visto en esa procesión, lado a lado, cargando niños, mochilas, equipos de mate, y sobre todo radios y grabadores, porque sus oídos –no menos que los de ella– son animales que respiran música, aunque no sea precisamente la de Mozart, sino la de otros ritmos plebeyos y otras voces. La señora mayor se toca la medalla que lleva al cuello desde muy niña. Es la Virgen de Luján, pálida y dorada, inofensiva, acaso, para el bien tanto como para el mal. ¿O sirvió de algo, a pesar de su fe, para evitarle el tumor que le quemó las cuerdas vocales, y truncó su carrera de lujosa vagabunda por los teatros del planeta? La perturba una brusca tentación de arrancarse la cadena del cuello, pero se reprime. ¿A qué agregarse enemigos en el más allá? Con las penurias de la tierra ya tiene bastante. Ocurre tal vez, sencillamente, que los oídos a los que hasta ahora ha dirigido su plegaria son inadecuados. ¿Qué tienen en común ella y María Santísima, salvo el hecho tan extendido y vulgar de que ambas han sido madres? Hay madres y madres, así como hay hijos e hijos. Ella había llevado al suyo a todas partes, de teatro en teatro, y le había dado la Tierra redonda por juguete. Esa no era la mejor educación para un niño –pontificaron, hasta el cansancio, amigos y familiares–. ¿Cómo podía convertirse en un hombre de bien, o al menos, en un hombre serio, un chico sin padre que lo corrigiera, educado en los camarines, mirando vestirse a coristas y prima donnas, espiando romances clandestinos detrás de los bastidores, envenenándose con olores mezclados de sudor y perfumes, aprendiendo los más sonoros idiomas, pero con palabras calcinadas por pasiones impúdicas? Piensa, inaudible y blasfema, que a la otra, a la Santísima, no le ha ido mejor con ese Hijo nacido tan intempestivamente, y que desde temprana edad (los doce años, si no recuerda mal el episodio del Templo y los doctores de la Ley) había renegado de las virtudes domésticas y se había escapado de su casa para dedicarse a actividades por completo impropias de niños normales, hasta terminar, como era público y notorio, colgado de un madero por meterse a redentor de la incorregible Humanidad, sin importarle que a su madre se le rompiese el corazón del disgusto.

El suyo, en cambio, con todos sus defectos (o peculiaridades, según se lo mire), es hoy un hombre adulto, incapaz de abandonarla a su suerte, y que vive honradamente de su trabajo sin hacerle daño a nadie. Le ha dado, también, un nieto maravilloso, su único motivo de preocupación y angustia. No por culpa del niño mismo, desde luego, sino de la enfermedad que lo empuja, cada vez más, hacia el mundo de los muertos donde lo debe estar aguardando su madre, una jovencita frágil e irresponsable, que se dejó llevar prematuramente por las drogas y la melancolía.

¿A quién recurrir cuando nadie da esperanzas, cuando todos los medicamentos y todas las súplicas parecen inútiles? Hay alternativas –se dice–. Sin duda una nueva Reina de la Noche comprenderá mejor los ruegos de otra reina más antigua.

Los ojos quedan clavados en la puerta de la bailanta, como si de esa puerta por donde la gente no acaba nunca de entrar, fluyera el remedio de todos los males.

III

El hombre se abre paso despacio entre la muchedumbre. Lleva a un chico de la mano, que no parece asustado por la aglomeración y el ruido. Al contrario, lo mira todo con ojos indagadores, y es quien ahora avanza decididamente, quien arrastra al adulto que lo sujeta hacia el escenario central donde la música emerge.

Hay otros chicos, sueltos, que vienen para ser iniciados en la fiesta o porque sus padres no tienen dónde dejarlos. Le gustaría deshacerse de la mano que lo aferra para unirse al ritmo, pero la mano no lo soltará fácilmente. Lo tiene apretado como para que no se pierda entre los miles de pies extraños. Si consiguiera liberarse y encajar en otra mano, entraría tal vez por la puerta de otra vida, en otra casa, otro barrio y otro colegio, se volvería invisible para los ojos de la abuela que ya casi no sabe hacer otra cosa que mirarlo. También para los ojos del padre que le aprieta los dedos a cada rato, como para estar seguro de que no se ha desvanecido en el parpadeo de las luces.

Tocan cumbia, salsa, cuarteto, merengue. Las parejas bailan y a veces corean devotamente las letras y la música. El hombre las mira distraído, sin unirse al coro de pasos ni de voces, pero el chico se mueve y habla por su cuenta, mientras van ganando terreno en el salón enorme.

Por fin, cuando anuncian a Gilda, se acomodan a los pies del escenario mismo. Porque tengo el corazón valiente, voy a quererte, voy a quererte, porque tengo el corazón valiente, prefiero amarte después perderte. Corazón valiente es una película de Mel Gibson, y la mujer que canta –delgada, de pelo fino y oscuro– no tiene nada de guerrero escocés. El padre se detiene. Luego lo toma en brazos y lo levanta hasta que sus ojos y sus bocas quedan al mismo nivel, y las mejillas se juntan. No es un gesto común. Hace tiempo (desde que empezó la escuela) que no lo alza para que pueda ver el mundo desde su estatura. Esperan pacientemente a que el show termine, a que se hayan cantado todas las canciones. Algunas mujeres, con otros hijos, están aguardando como ellos. Muchas voces aúllan por Gilda, la del corazón valiente. Las mujeres con hijos, que no gritan, le rozan las botas, las medias, suben hasta el ruedo de la falda, tocan el pelo suelto, que flota con los movimientos. Y sobre todo, piden que ella pose los dedos sobre las cabezas de los chicos enfermos que le presentan. Como lo hace, también, el tipo alto y flaco que lo tiene alzado y al que nada le cuesta levantarlo un poco más para que ella le acaricie apenas la frente, bajo el gorro que le cubre el cráneo desnudo, mientras lo mira, a pesar de la velocidad del contacto, con ojos cálidos y precisos, capaces de distinguir una cara entre miles.

–¿Ya está? –pregunta, extrañado, cuando el padre da vuelta la espalda al escenario y enfilan hacia la puerta.

–Ya está. Vinimos para esto. Es lo que pidió tu abuela.

–¿Vos no querías?

–Yo sólo quiero que estés bien. Si esto sirve...

Su papá no hablará más. Es inútil preguntarle. Sin embargo, mediada la tarde del día siguiente, hablarán de otro modo, cuando escuchen juntos, sentados sobre almohadones, Don Juan o Medea o Madame Butterfly. El chico apoyará a veces la cabeza sobre el pecho del hombre, y sabrá cómo el corazón desbocado salta y aplaude. El será entonces quien tome al padre de la mano para guiarlo de vuelta a la tierra firme, fuera del océano de la música.

IV

El show de Rusalka ha resultado un éxito contundente y continuado. La combinación de ópera y kitsch ha unido en un solo aplauso a los espectadores más propensos a la irreverencia, tal vez porque hoy día –piensa Miguel– la ópera no puede entenderse sino como un género kitsch.

Se sienta frente al espejo, agotado, para volver a transformarse en otra cosa.

Cae la cola de raso verdelago, cae el pesado corpiño con incrustaciones que imitan el coral, y emerge un cuerpo largo y fibroso que ya sólo tiene de Sirena la ostentosa peluca.

Golpean a la puerta.

Se desembaraza de la peluca y toma con las dos manos el jarro de té casi helado que le están ofreciendo. Es lo único que logra compensar la brutal deshidratación de esas dos horas bajo los reflectores.

Lo bebe despacio para no dañar la garganta, envuelto en la bata, mientras se quita las pestañas, el rouge, la base de maquillaje. En la luna del espejo sólo queda la cara lisa de un varón todavía joven, una cara quizá tan común que nadie la recordaría después de verla.

Empieza a vestirse y mira con pena y no sin cierta perpleja reverencia la foto de Gilda colgada en la pared. Ha muerto hace poco en un accidente sobre la ruta 12, con algunos de sus músicos y familiares.

Sin embargo su hijo, ése al que Gilda ha rozado apenas con los dedos una noche de bailanta, sigue aún increíblemente vivo, y ahora sano. Otros padres alegan milagros parecidos. Es difícil saber si en el futuro se recordará a Gilda por su voz melodiosa y sencilla o por los poderes curativos que se le adjudicaban en vida, y que parecen haberse multiplicado después de su muerte. Nadie sabe –se dice– quiénes somos, cuántos seres guardamos escondidos.

Cuando llega a la calle amanece en Buenos Aires, y el aire, aliviado de coches durante las horas nocturnas, está ligero y azul.

Acaricia suavemente las escamas de dragón o de sirena que relumbran, ocultas como brasas, en los bolsillos de su campera, y se dice que ya es hora de instruir a su hijo sobre las artes mágicas de convertirse en otros.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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