VERANO12 › ANGELA PRADELLI

El sentido de las palabras

Ese viernes Sara llegó a casa más tarde. Yo la había estado llamando durante el día para avisarle que había conseguido dos entradas por Internet para ir al teatro a ver Rey Lear, pero ella no me había contestado los llamados ni el mensaje de texto. No bien entró, Sara se sentó en el sillón doble del living y me dijo que se tomaría una semana de vacaciones.

Sara es una mujer hermosa. Tiene un rulo rubio que le cae sobre la frente, un mechón abundante que cada tanto ella tira hacia atrás. El mechón se le acomoda en el casco pero en esos breves instantes, con su frente grande y despejada, Sara no parece ella sino otra mujer. La vi tirada en el sillón y parecía tan cansada que no me animé a decirle que teníamos que salir apurados para el teatro.

El lunes ella empezó sus vacaciones y yo me fui preocupado a trabajar. La llamé varias veces durante el día. Volví temprano a casa y la encontré cocinando una tarta de pescado. Abrí una botella de vino blanco y comimos los dos con ganas.

–¿Qué hay de postre? –le pregunté.

Sara se levantó, fue hasta la cocina y volvió con las manos vacías.

–¿A qué te referís, Mario?

–Sara estaba nerviosa–. ¿A qué te referís cuando me preguntás por el postre?

Ya estábamos en la cama y con la luz apagada cuando le pregunté si quería que sacara entradas para ir al teatro.

Sara se hizo la dormida y no dijo ni que sí ni que no.

El miércoles el jefe de Sara me llamó al celular. Estaba preocupado y quería saber si ya teníamos el diagnóstico y si Sara había empezado algún tipo de tratamiento. Tragué saliva y la llamé por teléfono.

–Me estás mintiendo –le dije–. No estás de vacaciones, ¿no? Estás de licencia.

–No, Mario –dijo ella–, licencia en qué sentido. ¿Licencia?, por favor, Mario, ¿qué querés decir?

Sara, ya lo dije, es una mujer hermosa. Pero algo había empezado a cambiar en ella, en su aspecto. Además, hacía días que estaba un poco callada, como apichonada. Esa noche, ya en casa, mientras tomábamos el café me preguntó:

–Mario, ¿vos me ves enferma a mí?

–No –le dije. Enredé mi dedo en su rulo y me acerqué para besarla–. Te veo hermosa.

Ella me miró, estábamos cada vez más cerca.

–Ese mechón... –dije, y nos besamos.

Todavía estábamos abrazados cuando Sara me preguntó al oído.

–Mario –dijo–, ¿qué es un mechón?

Pero recién cuando encontré la libreta y el diccionario en su mesa de luz entendí la gravedad de lo que estaba pasando. En la segunda hoja Sara había hecho un listado de palabras y había buscado los significados en el diccionario.

Postre: dulce o golosina que se sirve al final de las comidas.

Mechón: porción de hebras de pelos que se separan del resto.

Fuimos juntos a la primera consulta con el neurólogo. Sara se sentó sola al escritorio y yo me quedé unos pasos más atrás. Desde allí me pareció verla todavía más apichonada.

–¿Cómo se siente, Sara? –le preguntó el neurólogo.

–¿Yo? Bien, doctor.

–¿Tiene alguna molestia?

–No, estoy bien. A veces me canso un poco.

–Y cuando habla con los demás, ¿nota algo diferente con respecto a un tiempo atrás?

–Puede ser, a veces no entiendo bien lo que me dicen.

–Ajá... no entiende lo que le dicen.

–A veces, doctor, no siempre, algunas cosas nomás. Y a veces tampoco me salen las palabras, doctor, algunas palabras. Quiero decir algo y no puedo.

–¿Cómo se llama usted? –preguntó el neurólogo

–Sara.

–¿Cuántos años tiene, Sara?

–¿En qué sentido me lo pregunta?

–¿Podría decirme los números del uno al diez?

Sara me miró.

–¿Los números me pregunta el doctor, Mario?

–Sí –dijo el neurólogo–, uno, dos, tres.

–Ah, sí –dijo Sara–, perdone, doctor, es que no le había entendido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez.

–¿Sabe sumar, Sara?

Ella volvió a mirarme pero enseguida bajó la cabeza como buscando una respuesta.

–No, doctor, sumar no sé –dijo–. ¿Usted a qué se refiere cuando dice sumar?

–¿Cuánto es dos más cuatro?

–Seis.

–Muy bien, ¿y seis más siete?

–Trece.

–¿Y sabe sumar usted?

Ella dudó.

–Sumar era..., –dijo–, qué era sumar, Mario –me preguntó.

–¿Usted trabaja, Sara? –le preguntó el neurólogo.

–Sí.

–Y ahora está de licencia, ¿no?

–¿Qué vendría a ser una licencia? –preguntó ella.

–¿Trabaja en un laboratorio?

–No, no, que yo sepa no, pero trabajo, sí, trabajo. ¿Qué sería un laboratorio para usted?

–¿De qué trabaja?

–Soy la secretaria del presidente.

–¿Y cómo se llama el presidente?

–Se llama...

–¿Es su jefe?

–Sí, es mi jefe. Se llama...

–¿Cuánto hace, Sara?

–¿Que es mi jefe?

–Sí.

–Ocho años ya.

–¿Y cómo se llama su jefe?

–Cómo se llama ...

Yo permanecí callado durante toda la consulta, sólo interrumpí una vez y fue porque me parecía importante que el neurólogo supiera lo de la libreta.

–¿Y qué anota? –le preguntó a Sara–. ¿Hace listas de palabras que se olvida?

–No, no me las olvido, doctor, es más bien que no sé lo que quieren decir, no las entiendo.

–¿Cuánto hace que hace listas de palabras?

–Desde el invierno pasado.

Después de varias consultas supimos el diagnóstico.

–Demencia semántica –dijo el neurólogo.

Y en ese momento no supe cuál de los dos, si era Sara o era yo mismo el que no terminaba de comprender del todo el sentido de las palabras.

El neurólogo dijo que la demencia semántica no tiene cura, es progresiva y que no hay ningún tipo de medicación.

Esa misma semana le pedí otra consulta al neurólogo, pero fui sin Sara. Yo no podía perdonarme no haberme dado cuenta antes de lo que le estaba pasando. Porque ahora, mirado desde acá, Sara había tenido muchos signos que yo había dejado pasar porque los confundí con olvidos lógicos o cansancio. Lo primero que le pregunté al neurólogo fue por qué. Por qué a ella, por qué ahora, por qué. Le conté al neurólogo algo que había pasado hacía un mes con el repartidor de diarios. El pibe me advirtió que no iba a dejarnos más el diario porque Sara no le quería pagar.

–¿Cuánto te debe? –le pregunté

–Tres semanas –me contestó el pibe.

Le pagué y le dije que se quedara con el vuelto.

–Está rara su señora –me dijo–. Cuando vengo a cobrar, me dice “Ah, ¿a cobrar?, ¿te tengo que cobrar?”. No, le digo, usted tiene que pagarme, y ella me pregunta “¿qué me querés decir?”.

Le dije al doctor que la notaba más callada los últimos días, como ensimismada por momentos. El me dijo que lo peor de la enfermedad ni siquiera es la falta de comprensión ni los olvidos, sino la tristeza. No dijo tristeza, en realidad, dijo depresión. Que los pacientes se olvidan el nombre de las cosas, me explicó el neurólogo, y por otro lado también van perdiendo el sentido de algunas palabras, pero que intelectualmente siguen funcionando muy bien y por eso la enfermedad los deprime. Que lo más difícil para estos enfermos, dijo, es que son conscientes del propio deterioro en el lenguaje. Y aunque no se lo conté ese día, pensé que tal vez aquel episodio de Sara en las últimas vacaciones también tenía que ver con la enfermedad. Estábamos en Mar del Plata y a Sara se le ocurrió ir a la peluquería. Yo me había quedado esperándola en el hotel y estaba leyendo en uno de los sillones del hall cuando Sara volvió de la peluquería con el nuevo corte. Entró al hotel pálida y atravesó el hall con la vista perdida. El peluquero le había rasurado el mechón, y no era que le quedara mal ese corte, pero con la cara despejada no era ella, la verdad, sin el mechón partiéndole en dos la frente no era ella.

–Ese peluquero me dijo una cosa y me hizo otra.

–¿Por qué te cortaste así? –le pregunté.

–Me explicó mal –dijo Sara–. No se le entendía nada cuando hablaba y mirá cómo me dejó.

–Es un corte moderno –le dije–, te hace más joven.

–Mario, por favor –me rogó como si yo pudiera hacer algo–, necesito mi mechón.

Llamé al jefe de Sara para avisarle que el neurólogo había extendido la licencia por un mes más. El me dijo que hacía bastante que notaba cierta dificultad en Sara para comprender lo que le pedía, pero que a él nunca le había parecido algo demasiado grave hasta que tuvo el episodio aquel viernes. Estaban los dos yendo en auto a una reunión anual. El le pidió a Sara que lo comunicara con el asesor del ministro de Salud de la provincia. Sara llamó desde su celular: “Habla la secretaria del doctor..., del doctor... del doctor...” Y ahí se quedó bloqueada hasta que apartó el celular y le pidió a su jefe: “Perdone, doctor, recuérdeme su nombre, por favor”.

Hay momentos en que a Sara la veo muy triste. Me da miedo que de a poco vaya perdiendo la alegría por las cosas y que se transforme en una persona completamente triste por la pérdida de las palabras.

Su jefe la llama siempre para saber cómo está. También sus compañeros.

Las listas de palabras y definiciones de Sara son cada vez más largas. A veces son palabras que ella escucha en algún programa de televisión, o en una charla con algún vecino o que lee en los libros. Hijos. Anteojos. Sumar. Rey Lear.

Hay días en que la enfermedad de Sara no parece algo tan grave. Quién no se olvida de algunas palabras, me digo, y me ilusiono con que todo puede ser manejable, que podemos seguir teniendo una vida, nuestra vida. Pero eso no me dura mucho. La mayor parte del tiempo vivo amargado.

A veces reviso a escondidas la libreta de Sara. Hace ya unos meses, Sara empezó a intercalar algunas poesías que ella misma escribió hace dos años, cuando participó en un taller de escritura.

Cuando escribo, /cada oración es un banco /de niebla que atravieso.

Cómo puede ser, me pregunto cada día, que una persona que escribió poesías tenga problemas con las palabras.

Lo del robo fue hace dos semanas. Era domingo y Sara había ido hasta el shopping a comprarme un regalo para nuestro aniversario. Quería comprarme unos zapatos con suela anatómica que a mí me gustaban mucho. Para colmo era temprano, a esa hora las calles están vacías. Sara fue caminando por la calle de atrás para cortar camino. Dice Sara que el chico no tendría más de catorce, quince años. Se le cruzó y la amenazó con una navaja. Le clavó la punta de la navaja en la cintura y la llevó así hasta el cajero que está a tres cuadras del shopping. Cuando llegaron, Sara abrió la cartera y sacó la tarjeta de débito de la billetera dispuesta a darle todo lo que tenía en la cuenta, pero el pibe estaba muy nervioso.

–Poné la tarjeta y marcá los números –le dijo el chico, y le clavó la punta de la navaja en el cuello.

Sara opera en el cajero normalmente, pero cuando el chico dijo la palabra números, ella no supo qué tenía que hacer. Números es una de las primeras palabras que Sara perdió.

–¿Qué me estás diciendo?

–Marcá los números, te digo, ¿o no me oís?

Alguien habrá pasado por la vereda, habrá visto algo raro y habrá avisado a la policía, no sé, pero cuando el chico oyó la sirena la agarró de la nuca y le empujó la cabeza hacia adelante hasta golpearla contra el filo de la pantalla.

–Me boludeás, hija de puta –le dijo, y volvió a golpearle la cabeza contra el filo del cajero–, te pido los números y me boludeás.

Después el chico salió corriendo con la cartera de Sara.

En la guardia le cosieron la frente y le dieron un tranquilizante para que pudiera descansar, pero esa noche Sara no quiso acostarse hasta no volver a escribir en la libreta la palabra números y su significado. A mí me tiene preocupado esa herida en la frente, que le supure a pesar de los antibióticos que está tomando, que tarde tanto en cicatrizarle, si por momentos hasta pareciera que no se le fuera a curar nunca. Ella la tapa con el mechón pero no es la estética lo que me amarga sino la herida, y el riesgo que corre Sara cada día en la calle y en todos lados.

Hace bastante que no vamos al teatro. Por las noches nos quedamos mirando un rato de televisión o nos acostamos temprano.

Cada día vamos organizando la vida como podemos.

–Alcanzame la cosa blanca, Mario –me dice ella.

Y si estamos en la cocina yo le doy la sal, el azúcar, la harina. Si estamos en la habitación le alcanzo una crema que se pone en la cara. Otras veces no, otras veces me desespero y no sé qué hacer.

Unos días antes del robo, mientras leíamos en la cama el último de sus listados (lluvia, cielo, peras y espinacas), encontré otro de los poemas que Sara había escrito cuando iba al taller. Esa noche lo hicimos por última vez.

–No sé qué va a pasar con todo esto –me dijo Sara.

Hay días en que se hace difícil entenderla por sus frases, cada vez con menos palabras.

–¿Todo esto?

–Sí, si sigo perdiendo palabras ya no voy a poder hacerlo, ¿sabés?

Lo dijo mientras nos desnudábamos, y no se puso triste ni nada, solo lo dijo.

–No entiendo lo que me querés decir, Sara.

–Eso, que sin palabras no voy a poder hacerlo.

Que para el sexo también necesitamos las palabras, así me dijo, y que quizá ya no iba a poder seguir haciéndolo. No le contesté, qué tiene que ver el sexo con las palabras, por favor, qué tiene que ver. No le contesté. Pero después, mientras le acariciaba los pechos, me pregunté si Sara ya había olvidado la palabra pechos. Y mientras la besaba me pregunté si Sara recordaría aún las palabras pezón, cuello, entrepierna, labios. Qué palabras buscaría Sara al día siguiente en el diccionario para entender el significado de lo que habíamos hecho, para comprender el sentido de lo que nos había pasado la noche anterior.

Hace apenas una semana Sara salió del baño desencajada. Se había terminado de duchar y llevaba una toalla atada a la altura de los pechos, tenía el pelo todavía mojado.

–Mario –me preguntó sosteniéndose el mechón en la mano–, ¿cómo se llama esto que me cae sobre la frente?

No pude contestarle, me quebré. Lloramos los dos, pero esa tarde ni siquiera pudimos abrazarnos y tuvimos que llorar separados.

A la mañana siguiente me levanté mientras Sara todavía dormía. Busqué su libreta en la cartera y leí lo último que había escrito.

No hay palabras.

Y en la página siguiente Sara corrigió, o escribió una nueva versión, no sé, o simplemente volvió a escribir.

No tengo palabras.

Ayer fue nuestro aniversario. Fuimos a cenar a un restaurante que está frente a la plaza. Antes de salir nos dimos los regalos. Ella me regaló un reloj. Después del robo había vuelto al shopping a comprar los zapatos anatómicos pero cuando el vendedor le preguntó qué número, Sara se fue del local y terminó comprando un reloj en el negocio de enfrente. Yo le regalé un par de peinetas.

–Lleve éstas –me había sugerido la empleada–. Son francesas, nacaradas y tienen las pequeñas perlas, ¿no son finísimas?

A Sara le gustaron tanto que se las quiso estrenar esa misma noche. Elegimos una mesa en el parque. Una cantante mexicana cantaba boleros acompañada por dos hombres en guitarra y una mujer muy mayor que tocaba el violín. A Sara no le gustan las canciones de amor porque dice que son cursis y machistas, sin embargo seguía el ritmo de la música con el movimiento de los dedos sobre la mesa y parecía alegrarse con los boleros de la mexicana.

Pedimos champán bien helado. Mientras el mozo nos llenaba las copas, Sara leyó en voz alta las tres sugerencias del día y le preguntó por la primera.

–¿Ostiones y merluza verde? Parece que tiene buen paladar la señora –dijo el mozo y le describió el plato, los ingredientes, la preparación, las guarniciones que podíamos elegir.

Nos reímos cuando el mozo se fue.

–Te las estás rebuscando bastante bien –le dije.

–¿Por qué brindamos? –preguntó ella.

–Decí vos.

–No, decí vos.

Chocamos las copas en silencio. Ella hizo con la cabeza ese gesto tan suyo de tirar el mechón hacia atrás para despejar la frente. A pesar de la cicatriz y a pesar de todo, sigue siendo una mujer hermosa.

–Sara –le dije–, yo te quiero como el primer día.

–¿En qué sentido, Mario?

–En el sentido del amor –le contesté.

Esa noche también hablamos con la luz apagada antes de dormirnos. A Sara le habían gustado los ostiones y que el champán estuviera bien frío.

En el silencio de la noche se oía nuestra respiración.

Que todo había salido muy bien, me dijo, pero que yo le había dejado poca propina al mozo.

–¿Cómo poca?

–Poca, Mario, poca –me dijo.

Tanteé a oscuras su mechón.

–Sara.

–¿Qué?

–¿Vos me amás a mí?

–¿Qué me estás preguntando? –dijo ella y suspiró–. ¿A qué te referís?

–Al amor, Sara –le contesté–. Me refiero al amor.

Mientras hablábamos en la oscuridad del cuarto yo tenía los ojos abiertos y no sé por qué me imaginé que ella también. Que, aunque a oscuras completamente, los dos hablábamos con la mirada clavada en el techo.

–No sé, Mario –dijo–, no sé.

Sentí el cuerpo de Sara tan cerca del mío.

–¿El amor cómo? –me preguntó.

A mí me hubiese gustado tanto encontrar otra manera de preguntárselo.

Sara me insistió:

–Explicame por favor de qué hablás.

Yo hubiese querido tener más palabras para poder preguntarle lo mismo de otro modo.

Ella puso su mano sobre la mía.

–Mario, ¿en qué sentido me lo estás diciendo?

No dije nada, ya no pude, tampoco hay tantas maneras de decir la misma cosa.

Sara volvió a suspirar. Fue un suspiro tan largo esta vez que me pareció que iba vaciarse.

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