VERANO12 › JUAN BAUTISTA DUIZEIDE

Distancias

“...los que comercian
en las grandes aguas,
ésos ven las obras de Dios y sus maravillas en los abismos.”

Salmos, 107


A Laura Valencia

No quedaba rastro de viento, de aquel viento, húmedo y salobre, que los acompañó desde la zarpada, más fiel que las gaviotas.

Ya no había horizonte.

Los remolcadores –gordos, enanos, poderosos– habían arrastrado al barco por agua encerrada, hasta abandonarlo contra un muelle, en medio de construcciones que lo rodeaban como centinelas impertérritos. Quieta la hélice tras diez singladuras, sobre la agitación de los tripulantes creció el rumor de la ciudad.

A popa, sobre un puente, a menos de media milla, relumbraban los autos.

El cielo, bajo y encapotado mientras navegaron el canal, se había ido coloreando. Hora tras hora, grietas de claridad resquebrajaron el gris uniforme que escondía las boyas y disfrazaba a los barcos de vuelta encontrada. Un celeste inapelable reinaba en lo alto. La luz volvía más real la prisión.

Por los ojos de buey se entrometía el olor impuro y picante del puerto.

Una vez más, habían llegado.

Apenas firmes a bordo las amarras, antes de que el contramaestre, de regreso de la proa, con el cuerpo aún tenso por la maniobra, lograse arriar junto a un par de marineros la planchada, el capitán comenzó a sentirse acorralado.

Había que ir cediendo a un tiempo y a un ritmo que ya no eran los del mar, había que despedir al práctico sin mostrar fastidio por sus comentarios envenenados de jactancia o sus recomendaciones obvias, había que recibir a esa comitiva, hermanada en la avidez, que invade los barcos en puerto con argumentos comerciales, contables, reglamentarios, legales, sanitarios, aduaneros. Atender con paciencia a una multitud de oficiales y suboficiales de la Prefectura, enviados de la agencia marítima, proveedores, peritos, operarios del taller naval, raschines, expertos en algo. Convencidos, del primero al último, de estar haciendo contribuciones indiscutibles para que el barco se mantenga a flote y navegue. Todos con anécdotas en las que son héroes providenciales, todos con recetas infalibles, todos con explicaciones originales de cómo deben hacerse las cosas a bordo aunque no se hayan aventurado, en el mejor de los casos, más allá del Pontón Recalada.

Apenas el barco se encontraba en posición, tenía que mandar a hacer las conexiones para la descarga y, en cuanto le avisaban que todo estaba listo, comenzar a preguntarse a cada rato por el circuito de bombeo, el funcionamiento de las válvulas, la forma en que succionaban las bombas, la contrapresión en punta de manguera y jodidas cosas por el estilo, pero conformándose con las respuestas que le acercaran, siempre dudosas y provisorias, porque ir a ver lo que pasaba con sus propios ojos hubiera sido desconfiar de la tripulación por él mismo instruida. Una debilidad intolerable a bordo.

Después tocaba firmar y sellar papeles, recibir equipos y repuestos, supervisar la provisión de agua, de alimentos, de combustible. Y después controlar la llegada de los relevos, y despedir a los que se tomaban licencia sin equivocarse con el nombre de ninguno, firmarles la libreta, entregársela. Y después revisar el arqueo junto a un contador de la empresa que marea del olor a colonia. Y atender al inicio de las reparaciones encargadas y de otras que no se sabe quién mierda habría pedido. Y dejar instrucciones para el jefe de cubierta y el piloto de guardia.

Siempre faltaba algo.

Y algo más.

Durante décadas lo había agobiado esa clase de ceremonias. No idénticas en los cientos de puertos que tocó, pero sí con algo que era mucho más que una semejanza y contribuía a mezclar esos lugares en la erosión de la memoria. Así había aprendido que no es el mar, con su máscara de infinito, lo que pone a prueba la intrepidez, la pericia y el equilibrio de los navegantes.

Hoy, todo eso pesaba más que nunca.

Recién horas después del amarre pudo atender al heredero, unos veinte años más joven, contarle algo del barco, ponerlo al tanto de sus fortalezas y de sus debilidades, entregarle papeles, llaves, secretos. Y al fin, desearle suerte.

Ya sin nada que hacer a bordo, se paró con la intención de irse. El capitán nuevo se paró ante él y se quedó mirándolo a los ojos. ¿Qué era lo que brillaba en esos ojos, heridos para siempre, como los de él, por la luz del mar? ¿Reconocimiento? ¿Lástima? ¿Impaciencia?

Se negó a que lo ayudaran con su única valija y lentamente encaró hacia la planchada. Llegó un poco agitado, pero manteniendo la espalda recta y la cabeza alta. El piloto de guardia le extendió la mano. Aunque dudó un momento, no se negó a esa despedida. Un marinero, firme al lado del piloto, sonreía. Quizá también deseara estrechar su mano sin decidirse a hacerlo, o quizá sintiese que esa forma de estar parado ahí, esa forma de mirarlo, esa sonrisa franca que excedía lo que la etiqueta de a bordo prescribe, resultaban el homenaje más adecuado para uno que probó hasta el fondo el vino de la distancia. Todavía eran demasiado jóvenes para entender que vivir es mucho más difícil que navegar.

Sobre el muelle, a unos metros de la planchada, lo esperaba un Mercedes color gris metalizado con el escudo de la agencia marítima: dos águilas coronadas que rodeaban la inscripción Martinez Nielsen & Sons. Ltd. El chofer, trajeado como para una recepción en alguna embajada, corrió a abrirle la puerta. Sin decirle gracias, sin mirarlo siquiera, entró dificultosamente al auto y más dificultosamente se acomodó. Sin cerrar todavía la puerta, giró de a poco la cabeza, y admiró por última vez al Capitán Constante: el petrolero de ciento ochenta metros de eslora con el que había maniobrado, bajo cualquier condición de viento y marea, sin cometer ni siquiera un mínimo error, en cada uno de los puertos o cargaderos entre San Lorenzo y Bahía San Sebastián. Lo recorrió de proa a popa con la mirada. Al principio, le costó aceptarlo visto así, desde afuera. Las letras del nombre estaban manchadas. Había que pintar pronto la obra muerta. El oficial de guardia seguía pendiente de él. Los pocos marineros aún atareados en cubierta a esa hora se detenían para ser testigos de su retirada. Bajó la vista, y cerró la puerta.

–Cuando usted quiera –dijo el acompañante.

El se limitó a inclinar la cabeza.

Con un ronroneo de tigre el auto arrancó.

Había zarpado por primera vez, una mañana de calima y promesas de viento, a bordo del Larisa, el carguero que inauguró su historial de navegante. Hoy, medio siglo después, le había tocado amarrar a cuadras nomás de esa encrucijada de sus recuerdos. Desde un alerón del Constante, mientras terminaban la maniobra, recorrió las dársenas con los Zeiss Ikon 7 x 50 que lo habían acompañado en tantas recaladas. Vio los muelles colmados de turistas rubios que tomaban cerveza en lata una tras otra, vio a los japoneses que fotografiaban al falso Maradona, a las milongueras con medias de red a la puerta de cantinas típicas for export, a las casas pintadas de todos colores y vacías, vio el mástil que había pertenecido a la corbeta Uruguay en el que flameaba una bandera deshilachada, vio a los maringotes de ronda con la nariz fruncida por el tufo que el sol arrancaba del barro. Distinguió las bitas a prueba de cataclismos a las que ya ningún barco amarraba, las grúas amarillas quietas hacía décadas, los adoquines con pasto crecido entre las junturas, y arriba de un galpón abandonado, el cartel a medio borrar de Zanchetti. Y más allá, rojos, verdes, azules, apilados sobre el dock, contenedores y contenedores como piezas de un juego monstruoso.

Había atravesado millones de olas por distintos mares, miles de ellas de una majestad que ni se concibe fuera de los barcos, y todo para terminar de vuelta en ese paisaje de óxido desbocado y ruina pertinaz.

Con la voz cansada, con las palabras indispensables, le fue indicando al chofer cómo alejarse de la zona de muelles. Fueron por calles angostas y rotas, entre casas bajas, miradas esquivas de vecinas que conversaban en las veredas, autos a medio desguazar, gatos esqueléticos, perros sarnosos y adolescentes reunidos en las esquinas alrededor de fogatas hechas con basura. Después de atravesar la toponimia indecisa del suburbio, desembocaron por la avenida Almirante Brown. Con la mano derecha señaló hacia el lado de Buenos Aires. En la esquina con Olavarría, valiéndose de una voz que no era mucho más que un susurro grave, pero con esa electricidad que a bordo se imponía sobre las tripulaciones peor dispuestas, ordenó detenerse. El chofer, tan joven como para ser nieto suyo, acomodó el auto en el tráfico lo más rápido que pudo, ubicó un lugar, se acercó a la vereda y estacionó.

–Señor, en la agencia... –empezó el acompañante.

–Señor, nos dijeron... –salió en su apoyo el chofer.

–Señor un carajo –contestó él–. Por más que me retire soy capitán hasta que reviente.

Se bajó, pegó un portazo y los despidió con un gesto que no admitía réplica.

Sin esperar a que el semáforo cambiase a rojo, cruzó la avenida al trote, ganándose bocinazos frenéticos y puteadas. Ya desde la vereda reconoció al otro. Apenas entró al bar, alzó la vista como si él también lo hubiera reconocido.

Estaba acodado a una mesa al fondo del local, sonreía con la boca cerrada, y más que con la boca sonreía con los ojos, dos luces mínimas detrás de los párpados, apretados como si un sol ecuatorial flamease contra su cara curtida. Al tope de su cabeza de huevo, una cresta desordenada de pelo blanco parecía un resto de espuma sobre una roca. Cuando él estuvo a unos metros, se paró y lo recibió apartando una silla de la mesa para ofrecérsela.

–Parece que todos los caminos del mar conducen al Roma.

–Si usted lo dice, capitán... –le contestó el recién llegado de un tirón.

Apoyó su valija en el piso y se quedó parado mirándolo. Respiraba rápido y hondo.

Sin derrochar cordialidad, se dieron la mano.

–Sabría que hoy ando de franco...

–Y usted sabrá que yo ando de franco para siempre.

Una vez sentados, se acercó el mozo. En silencio, ubicó sobre la mesa una botella de vidrio oscuro, dos vasos que parecían de juguete, un servilletero con servilletas de papel que decían Bar Roma en tinta azul, y tan rápido como había llegado se fue. El otro esperó a que se alejase para servir. Levantó luego su vaso, miró al recién llegado, guiñó el ojo izquierdo y le dijo:

–Tantos años... Bienvenido.

El recién llegado tomó de un trago la medida entera de ese líquido espeso y claro.

–Cuánto hace que no probaba uno... –comentó después de pasarse la lengua por los labios–. ¿Todavía contrabandea un poco?

El otro sonrió con la boca cerrada, con dos chispas detrás de los párpados tendidos en una línea estrecha y tensa. Pero no contestó nada.

Volvieron a cargar y descargar los vasos varias veces. Fue vaciándose la botella de ese brebaje de un color parecido al río que a esa hora crecía a pocas cuadras, fue menguando la luz rojiza del sol sobre los ventanales, y al vaivén de las palabras y el alcohol se fue entibiando aquella confianza vieja.

El recién llegado trajo a la conversación lugares lejanos y sensaciones que comenzaba a creer para siempre perdidas: el Estrecho de Magallanes, donde vio a una ballena rascarse el lomo contra el casco del granelero en el que iba de tercer piloto, el faro Evangelistas entre niebla y espuma señalando, como un gigante, la entrada al Pacífico, el Cabo de Hornos iluminado por el último sol de una tarde ventosa a través de una mínima grieta en un cielo de granito negro, miles de toninas jugando alrededor de su barco mientras navegaban entre el faro Querandí y el faro Quequén, una línea verde tan brillante como si no fuera de este mundo avistada desde el Canal de la Mancha, la costa inglesa, y como premio después de miles de millas en un carguero demasiado lento, la luz de Oriente que encendió su juventud.

El otro, que lo había escuchado sin una sola interrupción, sin un solo gesto, habló del esplendor de las mañanas de verano, del blanco de las lunas llenas invernales y del misterio de las lluvias de estrellas que vio algunas primaveras, habló de los miles de colores del agua que cada día atravesaba, algunos irrepetibles, algunos sin nombre siquiera, habló de las tormentas del sudeste que a veces duraban semanas y de los ventarrones del oeste repentinos y fugaces anunciados por nubes en forma de cigarro, habló de crecidas y bajantes que parecían de cuento, de lloviznas tibias como caricias del cielo al final de una tarde entera de agobio, y de aguaceros que duelen contra la cara como perdigones, recordó voces, miradas, asombros, recordó miedos, alegrías, contrariedades, también golpes de suerte o de pena.

–Me parece que hubiera vivido mil años –concluyó después de quedarse pensativo un momento.

Con lo poco que la botella guardaba hicieron el último brindis.

–Por los muchachos...

–Sí. Por los muchachos... La reputa madre que los parió.

Y entonces sí, con toda la boca, bien abiertos los ojos, se rió el de la cresta de pelo como espuma.

–Va a faltarme el agua –dijo el capitán recién desembarcado tras navegar, en toda clase de barcos, por todos los océanos de este planeta de agua llamado Tierra.

–Podrá tenerla de alguna otra manera –le dijo su colega, que había comenzado a navegar al mismo tiempo que él, una mañana remota y calimosa, que había zarpado de esos mismos muelles, y en el mismo medio siglo había dado el equivalente en millas náuticas a varias vueltas al mundo, siempre al comando del Atrevido, y con frío o con calor, con lluvia o con sol, había cruzado hombres y mujeres, chicos y perros, gatos y gallinas, de la Boca a la isla Maciel, de la isla Maciel a la Boca, de la Boca a la isla Maciel, trabajadores y vagos, chorros y putas, curdas y monjas, contentos y amargados, de una orilla a la otra, de una orilla a la otra, de una orilla a la otra, y seguiría haciéndolo mientras pudiera mantenerse parado y empuñar los remos.

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