VERANO12 › POR JOSé MARíA BRINDISI LA VIDA REAL

La vida real

Me cago en Joyce. Me cago en Kafka y en la pelotudez de sus obsesiones de enfermito, me cago en el forro de Faulkner que a cada rato nos refriega en la cara las seis semanas, apenas, que le llevó escribir Mientras agonizo; me cago en el pelotudo de Nabokov y sus bermuditas y sus fotos vergonzosas con las que logró engañar a un montón de imbéciles haciéndonos creer –yo fui uno de ellos, por un tiempo– que cazar mariposas era una aventura llena de misticismo e, incluso, valor; me cago en Burroughs, que se pasó la vida con un sombrero porque de lo contrario no era nadie; me cago en Wilde y sus veinte mil elegantísimas maneras de decir cuánto le gustaban los machos. Me cago en Poe, pensé, y en Lovecraft y Maupassant: uy, qué miedo. Me cago en Rulfo, pensé: los muertos no piensan ni hablan ni mantienen vivo nada. Están muertos. Punto. Me cago en la deformidad del Finnegans Wake, sólo por cagarme dos veces en Joyce. Me cago en todas las trilogías de Dos Passos, en los cuartetos y quintetos y octetos de Durrell, y a propósito de obras ambiciosas o pretenciosas o como se les cante llamarles, me cago en la mierda de los siete tomos de Proust, pensé. Me cago en Proust. Me cago en Proust, pensé.

Pero no pude. El hijo de puta es tan pero tan bueno, tan inteligente, tan sensible y sobrio y agudo, tan encantador que no puedo evitar creerme todo, disfrutar todo, sentirme abrumado y comer una magdalena con la ingenuidad de una virgen y recordar: pero es ese verbo, precisamente, el que me lastima. Si es por recordar, pensé, recuerdo: todas las posturas de tipo interesante que nunca nadie advirtió, todos los gestos, todas las chicas increíblemente hermosas y maduras que pasaron de largo porque yo estaba muy ocupado en parecer no lo que no era, porque lo cierto es que me tomaba las cosas bastante en serio, sino lo que a nadie tenía por qué importarle. Cuando alguna noche volvía a casa temprano, apurado, mi buen amigo Sergio decía: “Lucas se va a escribir unos poemas”. Algo de razón tenía, porque sí escribía de noche –por orden del imbécil de Kerouac–, aunque eran cuentos y no poemas, y tampoco es que me fuera corriendo a escribir sino que por momentos me hartaba de tanta estupidez. Por otro lado, era uno de los pocos que trabajaban, por lo que de vez en cuando, para mantenerme o parecer al menos lúcido, necesitaba dormir seis horas.

Sin embargo, apenas puede considerárselas como excusas válidas. Era bastante tímido, así que la instrospección me facilitaba muchas cosas, o como mínimo me proporcionaba un lugar seguro a partir del cual observar y actuar cuando me fuera posible. Claro que casi nunca me era posible. No es que me mantuviese apartado, ni mucho menos. Hasta podría decirse que participaba del centro de la escena. Simplemente, creía que el misterio –en eso tenía razón– y la parquedad y la ironía me volvían más interesante. Por supuesto que Freud estaba en lo cierto: la literatura –y el cine, aunque en menor medida– me interesaba, pero la verdadera causa de todo, en particular a los quince o dieciséis o diecisiete años, eran las chicas. Que mi estrategia no diera resultados visibles debió haberme llamado la atención; supongo que pensé, con todo, que nada se logra sin perseverancia.

Pero yo llevaba las cosas al extremo. Pese a que mis padres vivían felices con la promesa de que su hijo iba a estudiar ingeniería, había decidido, mitad por convicción y mitad porque no era necesario a esa edad responsabilizarme por nada, hacerme escritor. Decir que iba a ser escritor; como ya escribía, podía considerarse que no se trataba de una perspectiva a futuro sino más bien de un proceso en marcha, las preliminares de una carrera que –eso era evidente– parecía llevar la marca del destino. Lo mío era un acto de coherencia. Incluso mi abuelo, poco antes de morir, me llamó al borde de su cama y me regaló una cantidad de billetes nada despreciable para que me comprara los clásicos, que como ambos sabíamos era imprescindible que leyera cuanto antes. Pero si digo que iba demasiado lejos es por eso, porque exageraba, porque me iba al carajo: los otros se fijaban en la ropa y yo en los libros; los otros hablaban de Duran Duran, Phil Collins y Michael Jackson, Charly García y Soda Stereo, mientras yo me encerraba en la lujuria de Frank Zappa o la calma expansiva de Miles Davis y gritaba a viva voz que el rock en castellano era una blasfemia; los otros volvían una y otra vez a películas como Mad Max, que subrayaban su masculinidad y su sentido del humor, o confesaban su amor incondicional por Andie MacDowell, lo que los hacía encantadores –aunque mintieran descaradamente y todos atesoraran alguna delicada imagen de la Cicciolina en la profundidad de sus armarios–, mientras que yo defendía ciegamente a Bergman, cuyas películas jamás había visto, y a Woody Allen, del que sí había visto un par pero me resultaban, salvo algún que otro chiste, insoportables. Mis amigos iban al gimnasio el sábado a la tarde, mi día y hora favoritos para fumar marihuana y leer a Dylan Thomas o a Maiakovski. Ellos hacían el ridículo con un, podríamos decir, sano impudor, bailando cualquier cosa; yo prefería el tango, que en la segunda mitad de los ochenta nadie de mi edad escuchaba ni, muchísimo menos, sabía bailar.

Eso sí: beber, bebíamos juntos. También compartía con mis amigos otras cosas: el fútbol, en realidad los deportes en general, la idolatría por Peter Sellers, y en voz baja algunos fetiches inconfesables como, por ejemplo, el nombre de casi todas las modelos conocidas. También algunas mentiras: el gusto por el whisky, los boleros y, claro está, el deseo de irme a vivir en algún momento al campo o junto a la montaña, a la orilla de algún lago.

El cambio se produjo –el comienzo de ese quiebre, más bien– en el cumpleaños número dieciocho de Ana. Era la última semana de febrero y como todos los años significaba para muchos el momento del reencuentro, luego de las vacaciones. Ana había sido, supongo que no es demasiado tarde para que lo diga, el centro de todas mis obsesiones, y de mis angustias. Casi todo lo que hacía lo hacía no por una idea abstracta de la mujer ideal, sino por ella. Ese verano, por otra parte, bronceada y en una etapa floreciente de su desarrollo, su presencia adquiría para mí casi el carácter de un mito. En otros términos: apenas me animaba a mirarla, y desde ya que jamás le dirigía la palabra.

Aquella noche iniciática llegué a casa tan perturbado que comprendí que debía imprimirle a mi vida un inmediato y rotundo cambio de rumbo. Adiós Whitman, pensé. Bye bye. Adiós a Joyce y Kafka y toda esa manga de pervertidos. Adiós, adolescencia: la vida real era otra cosa, me dije. Recuerdo que esa noche, las pocas horas que le quedaban a esa noche, apenas pude pegar un ojo. Apenas lo intenté. Había sufrido una revelación y me sentía, como es lógico, iluminado. Era ya de día cuando bajé a prepararme café y regresé a mi habitación excitado e inquieto. Empecé a amontonar papeles y guardar libros; relegué más de la mitad de mi ropa a la parte superior del placard y luego tuve un lapso de introspección en el que me senté al borde de la cama, serio y compungido, y de algún modo vago o no muy ortodoxo le pedí perdón a mi abuelo. Más tarde, cuando abrieron los negocios, fui corriendo a renovar todo mi vestuario. Cambié a Cicerón por Sun Surf, a Catulo por Wrangler (a su manera también un clásico); Aristóteles se transformó en un reluciente par de Nike, Homero en Friends, Virgilio en Adidas. Yo mismo, todo yo entero, me convertí en un idiota, pero eso sólo lo pensé la primera tarde, sentado en mi cama, con una decena de bolsas rodeándome. Me observaba en el espejo de la puerta y de pronto –no me avergüenza decirlo– solté unas lágrimas en memoria de mi abuelo. Después me calmé, pensando en que esos libros estarían ahí, esperándome, para cuando juntara otra vez la plata y pudiera comprarlos. Por algo eran clásicos: estaban ahí desde siempre, y seguirían estándolo.

Dormí una siesta antes de la cena; comí con mis padres, vimos un poco de televisión y decidí regresar a la cama. Había pasado la noche anterior en vela, así que otra vez volví a dormirme casi de inmediato. Al día siguiente, cuando me levanté, era otro.

Descansado, con la mente limpia y vacía de remordimientos, emprendí mi nueva vida. Mis padres no hicieron demasiadas preguntas pero, demás está decirlo, el cambio les agradó muchísimo y de seguro alentó sus esperanzas. También me corté el pelo, a la manera de Richard Gere en Reto al destino, como muchos de mis amigos: una especie de militarote tibio y algo afeminado.

La prueba de fuego fue el sábado siguiente; algo así como el estreno oficial. Hacía una semana que no tocaba un libro y me sentía sumamente liberado. En el fondo, comenzaba a creerme el papel. Eso me volvía más seguro. Había empezado a fumar, también, o al menos a representar la misma comedia de mis amigos: un par de bocanadas y el resto del tiempo el cigarrillo haciendo equilibrio entre el índice y el mayor sin acercarse ni remotamente a los labios.

Mario y Sebastián pasaron a buscarme poco después de cenar, como solían hacer. Ya habían incorporado mi transformación, pero, en cambio, era yo el que me chocaba con una sorpresa: los dos llevaban remeras rosas. Era indudable que iba un poco atrasado. Por lo demás, estábamos en sintonía. Llegamos al quiosco de Rivadavia y Nazca. Tomamos unas cervezas baratas y después fuimos para Cerebro, el pub que últimamente era como nuestro nido (se llamaba igual que una disco de Bariloche, y el recuerdo del viaje de egresados todavía nos encendía con facilidad). Seguimos con las cervezas, ya no tan baratas, y fueron llegando los otros hasta que, por fin, vi aparecer a Ana; esperaba un impacto, y lo tuve. O lo tuvo ella. Pensé que jamás me había prestado atención, pero de inmediato comprendí lo equivocado que estaba cuando noté la violenta transformación de su rostro. Eso fue de lejos, cuando entró con Lucía, Carmen y algunas más y comenzaron a buscarnos con la mirada. A mi lado, en cambio, se mantuvo incólume; me besó en la mejilla, casi seguro sin mirarme, y se sentó con sus amigas a herirme, a herirnos a todos con su belleza eruptiva.

Yo trataba de mantener una postura sobria, superada, en pleno dominio de mis actos; pero era evidente que algo había ocurrido. Pensé que debía tratarse de las remeras rosas, que dos o tres más de los chicos llevaban. Pensé que en eso la había decepcionado. La idea, sin embargo, aun para esa edad y ese contexto, era ridícula. Terminé de entenderlo no por un ataque de lucidez fortuito sino, muy por el contrario, a causa de uno de esos electroshocks con los que a veces se divierte el destino. Varias horas más tarde, en el momento de despedirse, me dedicó un beso más ligero y más prolongado, a la vez que aprovechó para decirme en el oído: “¿Qué te pasó, tonto? Me gustabas más antes...” Suspiró y luego: “Los hombres nunca entienden nada”.

¿Qué hombres? ¿A esa edad podía hablar ya de hombres, así, en plural?

Ahora bien: que al menos yo no entendía nada estaba clarísimo.

Me cago en Proust.

Después de eso entré en lo que podríamos denominar, sólo para darle algún tipo de seriedad a mi vida, “mi período oscuro”. Lo de oscuro era literal: escondí todos los trapos de colores y despilfarré lo que quedaba del legado de mi abuelo en una serie de conjuntos negros, personalísimos y a la vez fácilmente combinables. El cambio no fue arbitrario sino más bien producto de mis nuevas amistades. Había empezado el Ciclo Básico, y dentro de las infinitas variables que me brindaba surgió una suerte de empatía espontánea con dos chicos que debían estar tan perdidos como yo pero, es justo reconocerlo, se les notaba mucho menos. Como fuera, me cayeron simpáticos. Al poco tiempo estábamos mimetizados: camperas de cuero, jeans negros, remeras negras con alguna consigna antipolítica, desprecio por casi todo. Y nos pasábamos el día –en realidad las noches– borrachos. Debo decir que yo había disfrutado siempre de un grado de libertad llamativo respecto de mis amigos del colegio, pero el día que papá me encontró dormido en el garage, encima del capó del auto, supongo que fue demasiado. No lo supongo: me lo hizo saber.

Tuve la suerte de no cruzarme a Ana durante esos meses, porque mi imagen debió ser lamentable. Ahora, a partir del nuevo régimen que me habían impuesto en casa (mi orgullo me impide entrar en detalles), intentaba ser el de antes. Desempolvé los libros que se escondían debajo de la cama y con ellos las viejas ideas, los viejos ropajes, las marcas inequívocas de una vida anterior que parecía antiquísima y que sin embargo se circunscribía a menos de un año atrás. Asimismo, volví a escribir; una consecuencia natural del cosquilleo que me produjo el retorno a la lectura. Lo que de ningún modo me resultó natural fue el hecho de sentarme a escribir poemas. Simplemente, así sucedió. Por supuesto, no se lo conté a Sergio, ni por el momento a ninguno de los otros. Lo cierto es que tampoco salí mucho; prefería encerrarme a estudiar y a calmar el ánimo de mis padres, y por qué no, el mío.

Seguí resistiéndome al ritual de los sábados, pero con la primavera también retornaron las fiestas, o empezaron a darse cada vez más seguido. Aguanté imperturbable hasta que Sebastián programó un fin de semana en su quinta. Era demasiado prometedor. Y pensándolo bien se trataba, incluso, de una nueva oportunidad: después de todo, Ana me había dicho que “le gustaba más antes” (¿Había sido ella? ¿Era a mí a quien le hablaba?). De lo cual podía sacar dos conclusiones irrefutables: le gustaba, y le gustaba como era antes, es decir, como era ahora. Ahora que había resuelto ser el de antes.

No entendí, entonces, el porqué de su indiferencia, de su silencio y su distancia durante todo ese fin de semana. No lo entendí hasta la tardecita del domingo, cuando la pileta estaba casi vacía y decidí ir a dar unas brazadas. En algún momento fue como si perdiera noción del tiempo, o como si tuviese más aire en los pulmones. Me sumergía y nadaba como si fuese el Hombre de la Atlántida, sobre todo porque como él, aunque no sé si es pertinente que lo diga, como él también yo añoraba algo.

De pronto, cuando ya estaba cansado, me asomé a la superficie y la encontré sentada al borde de la pileta, esperándome, parecida a una sirena, igualita diría a Lauren Bacall en alguna película que no recordaba pero seguro debía existir, o de lo contrario era preciso inventarla con urgencia. Caminé hacia ella. No era mi intención pero debía notárseme la alegría, o el alivio, o todo junto –también la excitación–, la certeza de haber llegado al final del camino. No era así. No en el sentido que yo lo imaginaba. Las palabras de Ana, su cantinela morbosa, me arrastraron sin que tuviese tiempo de reaccionar al fondo de un abismo: mi propia personalidad, a la que simplemente estaba tratando de retornar, no era más que una pose, decía el demonio, y me reprochaba mi falta de convicción, mi endeblez, mi falta de pasión, mi absoluta infidelidad para con mis ideas o mi modo de sentir. (¿Cómo explicarle que, salvo respecto de ella, no tenía ninguno?)

En adelante, ¿cómo decirlo?, todo se derrumbó. Me volví un payaso. Olvidé todo lo que sabía y no aprendí nada nuevo. No sé cuántas veces fui de un extremo a otro, cuántos personajes inventé, cuántas mentiras me creí. Sí sé que dejó de importarme casi todo. Menos Ana: ya no estaba tan seguro de mi amor por ella pero en el fondo era, antes que nada, un objetivo, y ahora que no me quedaba ninguno también era mi único desafío. Aunque ya no frecuentaba tanto al grupo del colegio –salvo a los dos o tres más cercanos– nos encontrábamos lo suficientemente seguido como para que pudiera hacer el ridículo con Ana con bastante frecuencia. Nobleza obliga: jamás me dirigió la palabra. No estoy muy seguro, pero es posible que también ella volviera a sus orígenes y no me dedicara una sola mirada durante todo ese tiempo.

Al final todo se fue apagando. Y sobre ese desierto creció mi gusto por la escritura. Empecé a leer a los clásicos, también; no podía comprarlos, aún, pero siempre encontré alguien que me los prestara con la emoción de estar compartiendo un secreto o, incluso, un milagro.

Volví a ver a Ana después de casi dos años, la madrugada de un Año Nuevo. Estaba sentado en un bar y la vi bajarse de un descapotable lujoso, de una marca que ni conocía. Vino hasta mí, me dio un abrazo fraterno y dijo –por supuesto– en mi oído: “Gracias. Me enseñaste muchas cosas”. Después se fue, en algún sentido más hermosa que nunca, y yo me quedé pensando en todas las cosas que uno puede llegar a hacer sin proponérselo. Incluso asesinar. No sabía qué podía haberle enseñado, pero tampoco me convenía ya averiguarlo. Se la veía feliz, si uno cree en la felicidad de las niñas tontas sentadas en descapotables. Yo soy capaz de creer. Con todo, no creo haberle enseñado nada. Nada bueno. Nada duradero.

Ella me regaló, en cambio, el tema para una serie de poemas. Me puse a escribir como loco, pero luego de releerlos muchas veces comprendí que me había dado sólo eso, el tema; el tono no funcionaba. Debían estar bañados de melancolía y de una ambigua oscuridad, y sin embargo transmitían un optimismo reluciente, casi pegajoso. En otras palabras: eran malos.

Pero a pesar de mi primer fracaso, ya no pude abandonarlo. Sentí que se lo debía a ella, de algún modo, y aunque ya comenzaba a olvidarla pensé que todo ese sufrimiento había servido para algo: terminé de convertirme en un poeta, supongo. O algo como eso.

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Imagen: Luciana Granovsky
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