DEPORTES › LA CURIOSA HISTORIA ENTRE EL TERRORISTA Y EL ARSENAL INGLES

Osama en las tribunas

Antes de ser el hombre más buscado del mundo, a Bin Laden se lo podía ver en el viejo estadio de Highbury. Ahora tiene la entrada prohibida en el Emirates Stadium, la nueva casa del club, una joya arquitectónica con criterio antiterrorista.

 Por Pablo Vignone

Si el hincha más conspicuo que tiene Arsenal de Sarandí es Julio Humberto Grondona, ¿qué decir de su versión original, el mítico Arsenal FC, nacido en Woolwich, de larga vida en Highbury y ahora cómodamente instalado en Ashburton Grove, en la periferia de Londres, uno de los cuatro grandes equipos de la Premier League inglesa?

Un shock ahí. El hincha más famoso –y aquí sí que fama no es sinónimo de prestigio– del Arsenal FC es Osama. Osama bin Laden. Tanto, que los hinchas han llegado a cantar, con la música de “Volare” de Domenico Modugno:

“Osama, oh, oh
Osama, oh, oh, oh, oh
He comes from Taliban
He is an Arsenal fan.”

Que más o menos traducido quiere decir “Osama, es un talibán, es un hincha del Arsenal”. Arseweb, una página web de los Gooners, los hinchas del Arsenal, subraya que otras grandes celebridades, como la reina madre o Fidel Castro, también sienten debilidad por el equipo que ahora dirige Arsene Wenger. Quizá Nick Hornby, el popular escritor británico que ha hecho una bandera literaria de su amor por el Arsenal FC, pueda integrar el círculo selecto. Lo de Castro es dudoso; en cambio, lo de Osama es incontrastable.

Todo comenzó en 1994, cuando Bin Laden vivió tres meses en Londres, antes de ser sospechado como el autor intelectual del atentado contra el World Trade Center de Nueva York en 1993, presumiblemente reuniendo fondos para su posterior raid terrorista. Lo vieron en la vieja cancha de Highbury durante al menos dos y máximos cuatro partidos del Arsenal en la Champions League. Se dice, inclusive, que hasta compró una camiseta para Abdullah, el mayor de sus 13 hijos, en la tienda oficial, en donde se venden desde salidas de baño hasta boxers con el escudito de los Gunners.

Se sabe que Grondona eligió bautizar, allá por 1957, su flamante creación en Sarandí con el nombre del por entonces equipo más vistoso del mundo. Arsenal FC tenía su estadio en Highbury, en el distrito de Woolwich, la zona de Londres donde se manufacturaron armas de fuego y municiones durante siglos: ¿cómo Osama no iba a preferir hacerse hincha de un cuadro así?

Según su biógrafo Adam Robinson, el fundador de Al Qaida fue capturado en Highbury por la atmósfera y la pasión del fútbol. Según otro de sus biógrafos, Yo-ssef Bodansky, ordenó el bombardeo de las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, en agosto de 1998, porque su objetivo original, la selección de fútbol de ese país en el mundial de ese año, en Francia, quedó a cubierto una vez que la policía belga descubriera el complot tres semanas antes del campeonato.

Cuando la fama de Osama se tornó mundialmente repudiada tras los atentados del 9-11, y se supo de su debilidad futbolera a través del trabajo de Robinson, los dueños del Arsenal se montaron a la ola y prohibieron formalmente que Osama pudiera poner sus pies en Highbury. Como si hubiera querido.

Por eso, Osama no conoce siquiera esta nueva maravilla, el Emirates Stadium, el estadio que reemplaza al antiguo, inaugurado en 2006 y diseñado, no tan curiosamente, con criterio antiterrorista, como explica el guía de Página/12, el sociólogo británico Gary Anderson, autor de la historia oficial del Sheffield United, otro de los clubes más populares del Reino Unido.

Al mudarse de Highbury, su terreno tradicional pero ajeno, a su nueva locación en Ashburton Grove, a una cuadra de la estación Holloway Road, en la línea Piccadilly del multitudinario subterráneo londinense, el club levantó su nuevo Emirates Stadium, con una inversión de 390 millones de libras, casi la mitad de lo que salió remodelar Wembley pero bastante más que los casi 100 millones de pesos que terminó costando el estadio Ciudad de La Plata, el más moderno de los de Primera División en la Argentina. Con la entrada prohibida (y acaso le duela más el pedido internacional de captura que pesa sobre él), Osama no lo ha visitado jamás. Eso es, por lo menos, lo que se cree.

¿Es un estadio de fútbol? Parece más bien un teatro de ópera. Con 60 mil asientos, los más afortunados –los que pueden pagarse un abono de 20 mil libras (más de 120 mil pesos) para toda la temporada (unos 30 partidos, sumando Premier League, FA Cup y Champions League)– disfrutan del lujo menor de las butacas climatizadas. Antes, han dejado sus autos estacionados bajo el campo de juego (allí sólo acceden ellos y los futbolistas) y subido por ascensor hasta sus ubicaciones.

El estadio tiene tres niveles: a ras del campo, donde un abono anual cuesta algo menos de 10 mil libras (unos 60 mil pesos); el nivel club, con mejor visión y bares y restaurantes disponibles, y que incluye en su parte superior el sector ejecutivo (Diamond Club), con 150 suites y los abonos más caros; por último, el nivel alto. Si uno quisiera ver un solo partido, sin tener abono, puede comprarle el “asiento” a uno de los poseedores. Como sea, el acceso no cuesta menos de 50 libras, algo más de 300 pesos... Se calcula que un encuentro como local le deja al club como beneficio unos 3 millones de libras esterlinas. ¿Parece mucho? Con los niveles de dispendio de la Premier League, resultan moneditas.

La dirigencia del Arsenal se ufana de que, aun con 60 mil asientos disponibles, nunca se forman colas para ingresar al Emirates Stadium. Es una cuestión de imagen, pero también de seguridad: no quieren ser blanco de ataques terroristas. Y aunque el tenor de las precauciones no se difunda para evitar el pánico, lo cierto es que asombran.

El estadio está levantado varios metros sobre el nivel del piso y tiene tres accesos. El más grande, Big Clock Entrance, termina en el viejo reloj, ese que se transplantó desde Highbury porque es el pedazo de historia más grande que conserva el Arsenal: fue el primer reloj puesto en una cancha, a pedido de Mr. Herbert Chapman, el legendario estratega del equipo en la década del ’30, creador de la W-M, para que los jugadores pudieran saber por su cuenta cuánto tiempo faltaba para terminar el partido y, como se estila decir ahora, poder cerrarlo... Ese reloj estaba en uno de los ángulos de Highbury, allí donde se lo vio a Osama en los partidos contra el Torino y el Paris Saint Germain en 1994.

Para acceder a esa parte del estadio, se construyó un viaducto por encima de las vías del ferrocarril (como para acentuar los parecidos con Sarandí), con anchura suficiente para el paso de varios camiones con explosivos, pero en la entrada unas enormes letras de concreto, de más de dos metros de alto, formando el nombre del club, incitan a la gente a esperar allí el comienzo del partido. “Es muy inteligente –explica Anderson– porque se forma entonces una barrera humana asociada a la obra de ingeniería, esperando amigos o sacándose fotografías, que impide que cualquier atentado suicida pueda llegar hasta el estadio propiamente dicho.”

Desde la boca del subte, en Holloway Road, a la entrada principal del estadio, The Armoury, donde está la tienda de recuerdos, media sólo una cuadra. “Otro camión con explosivos podría venir por esta calle, Hornsey Road, y meterse dentro de la tienda –señala Anderson–. Sólo que al llegar al playón de entrada estos asientos para que la gente se siente y aguarde a sus amigos para entrar juntos al estadio, son en realidad barreras antitanque. Se necesitan cien hombres para moverlas un milímetro.” A la tercera entrada, Highbury House, próxima a la estación Arsenal del subterráneo, no se puede acceder con vehículos. Y para introducir un camión con explosivos en el estacionamiento debajo del campo es necesario dar un rodeo tan largo y a la vista de tantos que elimina el factor sorpresa.

Adentro, todos sentados y seguros en las butacas pintadas de rojo. No hay alambrados y el cerco bajo tiene al menos 20 portoncitos que dan al césped: en caso de inconvenientes, los espectadores están invitados a introducirse en el campo de juego. Es tan prolija la escenografía que parece tratarse de otra actividad. En el entretiempo, los plateístas (o sea, el aforo completo) puede entrar a los bares dentro del estadio y ver cómo les escancian la pinta de cerveza. Eso sí, no se puede llevar alcohol al asiento. Y cuando el partido termina, para evitar que se produzcan aglomeraciones en las bocas del subte, la cerveza se vende la pinta una libra esterlina más barata que en el pub, mientras bandas tocan música. Cinco o seis mil personas prolongan su fiesta.

“El espíritu del fútbol tal como lo conocimos –cuenta Anderson, cerca de los 50– no vive más en los estadios sino en los pubs”, como lo muestra la reciente Looking for Eric, la última película del afamado realizador británico Ken Loach con la participación del ex delantero francés del Manchester United Eric Cantona, elegido por los hinchas del ManUtd como su favorito de todos los tiempos. Anderson cuenta que un conocido sacó unos 12 abonos en la parte alta para toda la temporada, con la idea de revenderlos de partido en partido, y amasar un provecho de unas 20 mil libras, aproximadamente.

¿Será Osama, alguna vez, uno de sus clientes?

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