SOCIEDAD › UNA PERFORMANCE CON MODELOS QUE PROMETIO MAS DE LO QUE DIO

Jugadas por la paz, pero no tanto

En lugar de 60 modelos desnudas, sólo aparecieron 30, con bombachas y los pechos cubiertos. Decepción en la nutrida platea.

 Por Andrea Ferrari

Se había anunciado que un batallón de mujeres se desnudaría en un parque a modo de manifiesto por la paz y, tal vez por eso, cuando tras una larga espera unas treinta modelos se mostraron con unas telas blancas que parecían amplios bikinis la sensación generalizada fue de desencanto. La idea, que pretendía generar un impacto mediático antiguerra, surgió de Fabián Pereyra y Luizo Vega, dos artistas que vienen de un estilo bastante más duro y provocador, como una serie de fotos con desnudos en iglesias o las imágenes de una adolescente que años atrás se paseó sin siquiera un pañuelo encima por las calles de Santiago de Chile. Al parecer, ahora optaron por un camino más liviano y fashion en busca de una ansiada repercusión internacional.
Aullaban los perros y no era porque previeran que iban a ver chicas desnudas sino porque es zona de paseadores: como no obtuvieron el permiso para realizarlo en las escalinatas de la Facultad de Derecho, el evento finalmente tuvo lugar en un parque, junto al Museo de Bellas Artes, entre las avenidas del Libertador y Figueroa Alcorta. La escenografía se limitaba a unas telas blancas puestas en forma circular en el césped y un signo de la paz gigante forrado en tela violeta y montado en una base de hierro. A un costado, se había dispuesto el backstage: unos cortinados rojos atados entre tres árboles que armaban un triángulo para que en su interior se cambiaran las chicas.
La invitación había sido convocante: sesenta modelos iban a desnudarse, ayudadas apenas por unas gasas a soportar las miradas acuciantes de la multitud. Y la multitud fue nutrida: periodistas, fotógrafos y camarógrafos fueron llegando sin prisa ni pausa. Pero no sólo ellos: estudiantes de la cercana Facultad de Derecho, paseadores de perros, empleados en su hora de almuerzo y curiosos se fueron sumando a la masa que esperaba que de una buena vez salieran las chicas. Hasta apareció el cocinero de un restaurante vecino, con delantal y gorro, en busca del patrón que se había venido a ver el espectáculo sin darse cuenta que tenía consigo unas llaves imprescindibles.
–¿Acá van a estar las chicas en bolas? –preguntó un recién llegado, con bolsito a cuestas. Contó que lo había escuchado por la radio y que tenía media hora para quedarse a verlas. Otro que había salido en su hora de almuerzo de la oficina explicó su problema: aún no había comido, pero si lo hacía ahora, tal vez se las perdía.
–¿Y por qué se desnudan? –quiso saber un estudiante.
–Algo de la paz –le respondió otro, que reflejaba el sentir mayoritario, sobre todo del sector masculino: no importaba tanto el porqué del asunto sino el asunto en sí mismo. O sea: que salieran de una vez. Pasaban los minutos y la multitud crecía, y con ella crecían los ratones internos, que no se veían pero eran bien evidentes.
Finalmente, aparecieron los organizadores con unas telas rojas con las que rodearon el “escenario” y allí se metieron las modelos que venían con unas batas puestas. Ya para entonces era notorio que no eran las sesenta anunciadas, sino apenas unas treinta. Pero para la masa que esperaba, el número era lo de menos. Adentro, las señoritas se quitaron las ropas y prepararon la pose. Entonces cayó el telón y fue perceptible la decepción de la multitud: todas las chicas tenían una suerte de bombacha o, incluso, pollerita hecha de tela blanca. Algunas llevaban un corpiño de similar confección y las que no lo tenían se tapaban los pechos con las manos. Sólo una audaz dejó su pecho al viento. “Más se ve en la playa”, dijo un hombre de la masa, y tenía razón.
Atrás de las chicas ardió el signo de la paz. Lo cierto es que en lugar de tener impacto, o fuerza de provocación, el tono general del evento pareció el de una producción de modas. Las chicas eran demasiado lindas, estaban demasiado cubiertas y demasiado estáticas para que su presencia tuviera el peso de un manifiesto. Alguien reclamó un aplauso que sonó tibio y nadie pareció demasiado compenetrado con el asunto de la paz. Dos minutos alcanzaron para las fotos y todo se había terminado.

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Las morochas, se sabe, son las más comprometidas por la paz, y ayer se volvió a comprobar.
 
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