VERANO12 › LUISA VALENZUELA

El dedo en la llaga

Tiempo atrás me encontré en un verdadero aprieto. Para la Feria del Libro de Guadalajara me invitaron a participar en una mesa redonda centrada en Los placeres de la lengua. El título de la mesa en esa oportunidad era “El dedo en la llaga”. ¿Sobre qué se espera que hable?, pregunté vía Internet. La respuesta se demoró más de la cuenta.

Entendía la metáfora, por supuesto, cualquiera la entiende, pero es sabido que la literatura está hecha para armar metáforas, no para desarticularlas.

Recordé entonces otra mesa redonda en esa misma feria bajo ese mismo rubro. Su tema era “El sexo en la lengua”. En esa oportunidad entendí bien la propuesta. Sexo explícito, más claro echémosle agua, y de hecho se la echamos, todo tipo de aguas porque durante el panel exprimimos el lenguaje al máximo y lo disfrutamos saboreando los más variados jugos y las más jugosas metáforas y equívocos que se producen entre hispanohablantes de distintas regiones del planeta.

Pero, ¿el dedo en la llaga? ¿Qué se esperaba de mí?

Lo de dedo lo tenía claro gracias a Borges, el gran referente, porque cierta vez después de una conferencia el maestro me dijo:

–Usted mencionó el falo…

–Sí, Borges, pero hablando de los cuchillos, como metáfora…

–Conozco una metáfora mejor –me contestó–. El dedo de Dios.

–¿No le parece un tanto pretenciosa? –me asombré.

–Y sí –reconoció Borges muy a su pesar–. Creo que es de Victor Hugo.

Por lo tanto lo del dedo me cerraba, pero lo de la llaga... Mejor dicho, era de esperar que la llaga cierre, claro está, y cicatrice, pero lo otro, no. Lo otro, es decir la posible metáfora peyorativa en la cual quizás ustedes también estén pensando, no es una llaga sino todo lo contrario, y una espera que no se cierre más, sólo que apriete sin por eso ponernos en aprieto alguno.

Aunque quizá, pensé volviendo al tema de la mesa anterior, quizá llaga en México signifique otra cosa. Nos vienen tan mezclados los vocablos en esta América latina nuestra. Si las palabras que en mexicano significan gorra, o dulce de leche, o caracol, son para nosotros términos groseros para designar el órgano genital femenino, vaya una a saber si “llaga” no es una forma fina de mentarlo, aunque desde el punto de vista más estricto nos resulte insultante.

Georges Bataille dijo alguna vez que “el lenguaje es una piel, y yo froto mi lenguaje contra el otro”. En cuyo caso se impuso que yo frotara el mío, mis vocablos, por la zona del mundo hispánico que habito, es decir, bien al sur. Y para hacerlo me puse el traje de exploradora de la palabra, que me sienta bien, y salí en busca de una explicación. Pero, en primera instancia, antes de salir decidí entrar, dado que hay algo implícito al respecto en esta temática. Y entré en Google y apareció un blog titulado precisamente El dedo en la llaga, que publicita a una tal Cristina “Maestra de Educación Especial, Psicomotricista, Logópeda, Kinesióloga, Reflexóloga Holo-terapeuta, Quiromasajista, Cuenta-Cuentos, Libertaria y un montón de cosas más, pero desde que tuvo a sus hijos se autoproclamó Cuidadora del Alma Infantil que todos llevamos dentro” (sic).

No me pareció un punto de partida demasiado lúcido, por lo cual decidí tomar el toro por los cuernos (tema que propongo para la mesa redonda del próximo año) y salir en busca de explicaciones médicas. Es decir, salir no en calidad de escritora sino de paciente o al menos de paisana, a pedirles, con toda humildad, consejo a los especialistas. Y me dirigí a la clínica a la que suelo acudir para cualquier emergencia, que se jacta de tener consultorios de todas las especialidades.

Por lógica en primera instancia fui al sector Ginecología. Por esas cosas del destino, quien estaba de guardia era una doctora. Es cierto que una suele elegirlas mujer para los exámenes, pero para la pregunta pertinente habría preferido la opinión menos comprometida de un hombre. A la pregunta sobre la llaga, la ginecóloga me respondió que si tengo algún problema mejor me acueste en la camilla y ponga los pies en los estribos. Pero yo los estribos sólo los uso para cabalgar, y además no suelo perderlos, por lo cual le dije “Muchas gracias, mi problema es semántico no somático”, y me dirigí a ver a mi médico de cabecera, que como el vocablo indica (médico, no cabecera que es sólo el calificativo) es hombre. Un hombre reposado, maduro (como si una fuera joven, pero para las cosas de la lengua se los prefiere pichones). Me informaron que el doctor llegaría recién al cabo de dos horas.

Esa tarde la tenía consagrada a la investigación, por lo que no me desalenté y me dirigí al consultorio del infectólogo, que me pareció el más indicado. Cuarto piso, me dijeron, y ya que no era paciente sino escritora que necesitaba algo de ejercicio de tanto estar poniendo dedos en las llagas de la computadora, decidí usar las escaleras. Subí lo más rápido que pude y sin prestar atención a los detalles. Pero la recepcionista de Infectología me detuvo en seco diciendo “Si no tiene turno va a necesitar paciencia, hay muchos antes que usted”.

Igual decidí anotarme y esperé y esperé, pero la paciencia no es mi fuerte, quizá sea mi llaga. Bajé entonces a ver al neurólogo, que tiene consultorio en el tercero. El neurólogo, que me había atendido tiempo atrás por causa de un terrible virus, se alarmó cuando supo que yo estaba allí y me hizo pasar al ratito. Para sacar el tema y no defraudarlo del todo, intenté hablarle de la llaga y la conciencia, porque de alguna extraña forma se me mezclaban los tantos. El doctor se puso a observar mis estudios previos. Su cableado está perfecto, dijo; ahora bien, lo que usted piensa no es responsabilidad mía. Tras lo cual se le exacerbó la conciencia profesional y poniéndome metafóricamente un dedo encima, no sin cierto paternalismo, me indicó la salida.

Concentrada en mis pensamientos dedo-llaguísticos volví a trepar los escalones hacia el cuarto piso, sonriendo porque mi investigación iba cobrando cuerpo. Pero cuerpo, lo que se dice cuerpo, fue el que se cruzó conmigo a mitad de camino.

¿Qué hacía por allí ese macho alfa, todo un llamado? Porque de golpe lo sentí, al llamado, y al alzar la vista mis ojos tropezaron con una mirada azul sin fondo. Y creí hundirme y me atravesó un relámpago de algo muy parecido al gozo y la mirada quedó atrás pero no el fluir de eso imposible de ser puesto en palabras.

¿Imposible? Como una llaga en el lenguaje... Pero soy escritora y siempre he sostenido que de eso se trata, la literatura, de decir lo indecible, de tocar con la punta de la palabra el borde de lo inefable. Como el dedo y la llaga. Tocar. Y fue, no me cupo la menor duda, un inefable compartido; fogonazos así se me han dado pocas veces en la vida pero siempre –me consta– fueron fogonazos compartidos.

Corrí entonces escaleras abajo y sin aliento le dije a la recepcionista del tercero que el que pasó era el neurólogo que yo debía consultar. ¿El doctor Fulano?, dijo la recepcionista displicente; es traumatólogo, atiende en el segundo piso.

A no distraerme, mi meta principal es el infectólogo, ¿de qué llagas podría hablar con un arreglahuesos? Pero como debía hacer tiempo bajé al segundo piso y me senté en la sala de espera, un no-lugar como cualquier otro, y al rato él salió de su consultorio y al pasar frente a mí me dijo “Vuelvo en quince minutos”, asumiendo que lo estaba esperando. Me dio tiempo para regresar al piso de Infectología, pero una vez allí seguían llegando pacientes y empecé a temerle al contagio. Una cosa es la seria investigación y otra muy distinta la infección. Así que pedí a la recepcionista que por favor me guardara el turno y salí en busca de otro aire. En el rellano del tercero pasé frente a un cartel que rezaba Odontología. Lo pensé un momento pero lo descarté, está bien que lo de llaga sea una metáfora vil, de ser una metáfora, pero no hay que exagerar: dientes sabemos que no tiene, no, no tiene dientes por más que algunos insistan. En cambio y dado que las investigaciones hay que llevarlas a fondo, me apersoné en el sector Oftalmología. La llaga en el ojo ajeno, pensé, o más bien todo depende del cristal con que se la mire. Enfocaré la llaga desde otro ángulo, me propuse, pero caí en el consultorio de un retinólogo que me mandó a hacer una tomografía de retina –suerte que todo me lo paga el seguro–. El técnico era un joven agradable, quien después de grabar mi examen en un CD empezó a revisarlo en la computadora. Las imágenes de la intimidad de mi retina eran bellas, coloridas, abstrusas. Iban pasando unas colinas de napas turquesa y naranja y azul añil con una banda parda en la cima, cuando de golpe apareció la depresión oscura. Me asusté. No se preocupe, es la mácula, me quiso tranquilizar el técnico. La mácula es parte constitutiva de la retina, malo sería no tenerla, agregó.

¿Y la llaga?, pensé, pero no me pareció oportuno traerla a colación. ¿Será la llaga parte constitutiva del cuerpo femenino? En cambio, me sentí liberada y le dije:

–Qué bueno, así nadie espera de las mujeres que seamos inmaculadas.

–Muy sano su ojo derecho –siguió el técnico sin prestarme atención–; ahora veamos el izquierdo.

Tengo una molestia, quise explicarle pero él ya lo sabía. “Sí –dijo como al descuido–, acá se nota: esta superficie opaca, ¿ve? pero yo atravieso lo opaco y observo el otro lado.”

Excelente lección, entendí al dejar el laboratorio. Atravesar lo opaco y animarse a mirar el otro lado.

Como si me hubiese dado el ukase para volver a ver al traumatólogo.

La mácula y la llaga, una y la misma cosa, necesarias. Cierto es que el hueso es duro, la llaga blanda, ¿entonces qué le digo al traumatólogo de los ojos azules y el cuerpazo, qué excusa encuentro?

Para reflexionar sobre el tema opté por el ascensor, las escaleras ya me habían brindado todo lo que podían brindarme. Y en el ascensor me encontré con mi médico clínico, mi favorito, y allí no tuve que jugar a la paciente. Quiero hacerle una consulta literaria, le dije, y a él se le encendió una sonrisa de alivio y yo empecé con lo de la llaga, pero me detuvo en seco:

–Llaga no es un término científico, la medicina habla de aftas, de úlceras, ampollas, hasta de chancros, nunca de llagas.

Y bajó del ascensor como si nada, dejándome en ascuas. La palabra “llaga” no existe, al menos en el terreno de su mayor incumbencia. Entonces, ¿para qué proyectarla en metáforas insultantes? Me quedaban cinco minutos antes de que la mirada azul retornara a su despacho. Tengo que saber más, reencontrar la palabra perdida, pensé. Y como estaba en el piso del sector Psicopatología, sin patologizar el caso decidí recurrir al psicoanalista. Quien por suerte pudo recibirme al instante. Sólo dos minutos, entre una sesión y otra, me aclaró. Le planteé la cuestión. El me contestó sin asomo de duda:

–La llaga es lo real abierto, sólo eso. Lo simbólico es la cicatriz.

No lo dejé embarcarse en crípticas aclaraciones lacanianas. Escapé al grito –mudo– de ¡Soy lo real abierto! Y sin respiro aterricé en el consultorio de él. El traumatólogo. Se ve que ese día había habido pocos contusos porque me recibió de inmediato. Para no asustarlo, de entrada le tendí la muñeca izquierda, que meses atrás me había quebrado. El la tomó con toda delicadeza, la palpó y me dijo: “Ya está consolidada”. Y si bien supe que me hablaba de la fractura, preferí entenderlo desde otro lugar.

–Me alegro –le contesté coqueta. Y le ofrecí mi palma derecha porque:

–Ve, tengo un nudito acá en el medio.

Pasó su dedo varias veces casi con ternura y la auscultación empezó a adquirir el cariz de la caricia. El nudo no es nada, pero qué bonito se cruza su línea de corazón con la del cerebro, observó. Se lo digo porque percibo que usted es poeta, creo haber visto su foto en algún suplemento dominical.

Sonreí con misterio para no desalentarlo. Una vil prosista, soy, y para colmo abocada a esta investigación extemporánea. “Sos poeta”, insistió él, tuteándome, mientras yo dejaba mi sonrisa tintineando en el aire.

–¿Y vos? –le pregunté al rato.

–Yo también escribo mis cositas. Cosas de la sensibilidad, viste –agregó reteniendo siempre mi mano entre sus manos.

–¡Qué maravilla! –exclamé con entusiasmo–; y pensar que dicen que los traumatólogos son los carpinteros de la medicina, así como los urólogos son los plomeros...

El soltó mi mano de inmediato. “Mi padre es urólogo”, me informó, cortante, y con eso cerró la puerta azul de su mirada.

Y aquí concluye mi incursión al significante que conllevó sus buenos fracasos y un enorme éxito. De la llaga sólo logré saber que se trata de lo real abierto, que no existe. Cuándo no, sobre todo si se piensa en términos de género no precisamente narrativo. Pero me fue confirmado que al falo se lo puede apropiar cualquiera. El dedo lo tuve yo, en su momento, y me hizo sentir poderosa y feliz; la macana fue meterlo donde no debía.

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Imagen: Ana D’Angelo
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