A partir de una experiencia de investigación-acción en una escuela pública de nivel medio en la provincia de Buenos Aires, este artículo busca compartir algunas visiones sobre problemas de violencia e intervenciones que se realizan en la escuela para abordarlos. Una serie de experiencias consiguió un análisis “in-situ” a partir de las perspectivas y posicionamientos de diversos agentes educativos –docentes, directivos, integrantes de equipo de orientación escolar y personal auxiliar–, que dan cuenta de ciertas variables contextuales, útiles para reflexionar sobre la actividad escolar. Los resultados fueron articulados con indagaciones realizadas en otras escuelas del área metropolitana; pero aquí se comparten reflexiones en torno a una de las experiencias en particular. 

Currículum, orden disciplinario y poder 

A diferencia del supuesto que vincula la violencia y la hostilidad gestada en escuelas a la falta de vigilancia y aplicación de las normas, existe la visión de que las situaciones de violencia se presentan con mayor probabilidad cuando predominan formas disciplinarias rígidas y mecanismos fuertes de control. También, la existencia de currículums competitivos, prácticas individualizadoras, pedagogías basadas únicamente en el logro personal y la cristalización de agrupamientos estudiantiles basados en el “rendimiento”, serían algunas de las situaciones institucionales y pedagógicas que actúan en desmedro de formas no violentas de relación social. Al respecto, Eric Debarbieux (2012), menciona la importancia del efecto-establecimiento, que propone al ámbito de la institución y de los planteles de directivos, como el lugar donde se deciden las acciones más significativas, desestimando los determinantes estructurales y externos como única explicación del origen la violencia. El efecto-establecimiento actúa así como variable interviniente y explica un porcentaje importante de los fenómenos de violencia que acontecen entre alumnos, docentes y/o padres. Éste incluye también al tratamiento de los problemas organizativos, la comunicación entre alumnado, padres y personal escolar, y del personal entre sí y con sus directivos. Los ejemplos aquí no alcanzan, pero remiten elementos institucionales que generan efectos en las conductas, actitudes y vivencias de sus participantes. 

Estas ideas, propias de la corriente socioeducativa nacida en Francia en los años 70, insisten que existe una forma de violencia ejercida por el propio dispositivo escolar, definida a través de las disimetrías de poder, la arbitrariedad del currículum y el uso de clasificaciones que redundan en procesos de estigmatización en las prácticas escolares. Charlot (2002) distingue así a las violencias DE la escuela, para delimitar esas manifestaciones con una categoría común, y diferenciarlas de la Violencia EN la escuela y HACIA la escuela, muy estudiadas en nuestro contexto. Describe así un conjunto de prácticas como micro-penalidades, (que a veces incluyen humillaciones y exposiciones) en las prácticas que la escuela, como institución disciplinaria, ejerce sobre el alumnado.

Estos aportes trabajaron alrededor de nociones ligadas al concepto de violencia simbólica (Bourdieu, Passeron, 1977), para explicar la reproducción de lo instituido, generada en la invisibilización-naturalización producida en el discurso, en la percepción y en las acciones del proyecto escolar moderno, basadas en el disciplinamiento y gobierno de los sujetos estudiantiles. Violencia simbólica es aquella en la cual las víctimas desconocen la ilegitimidad de las asimetrías implicadas en una relación, la consienten como necesaria y no visibilizan la arbitrariedad del ejercicio del poder y la dominación violenta de los victimarios. La dimensión simbólica de las problemáticas de violencia implica a su vez una lucha simbólica para caracterizarlas, definirla y diferenciarla de la “no violencia”, y por ende, adjudicarla a ciertos individuos y grupos (Kaplan 2006). Por eso, importa indagar los sentidos del nombramiento de la misma en los espacios escolares, a través de las voces y perspectivas de los agentes educativos, incluyendo la importancia de lo que se omite o permanece silenciado. 

Las voces del trabajo escolar

Un dato llamativo es que en las voces de los distintos agentes educativos, la noción de violencia no fue relacionada con el dispositivo pedagógico, sino que éste, ante el contexto que caracterizaron, fue visto como un espacio de ayuda, contención e inclusión. Cabe señalar que “el afuera”, según informaron, es un entorno con condiciones muy precarias de vida, en el que existen peligros que los actores sociales enfrentan: “estamos en territorios confinados a la desocupación, al gatillo fácil, a la contaminación, al hambre, al paco y a la violencia”, señaló el vicedirector. En ese marco, los directivos resaltaron que las situaciones de violencia que enfrentan no suelen ser extremas o graves: “No veo grandes situaciones de violencia, no hay armas de fuego y eso que salís a la esquina y ves un montón”, mencionó la directora. También el vicedirector señaló: “Violencia en sí, no hay. Violencia física me refiero. Pero hay insultos, faltas de respeto, desobediencia. Afuera sí hay mucha violencia, pero en la escuela no”.

Esta significación también fue verbalizada durante una serie de talleres de “Reflexión sobre la Práctica” que coordiné y realicé junto a los docentes y otros agentes educativos de la escuela. Allí, algunos dijeron: “hay conflictos del barrio, del fútbol, y otros que se trasladan a la escuela”. “Cuando hay un problema de conducta siempre, siempre, hay un problema detrás de fondo”; “Ya vienen estigmatizados de la casa... Y del barrio, los amigos ya los tienen junados”. Así, lo nombrado y significando como “violencia” se asoció fundamentalmente a sufrimientos y victimizaciones sufridas por estudiantes, vinculados a factores sociales, económicos y culturales. En ese marco, “en comparación con el afuera, la escuela es un lugar seguro”, sostuvo una docente.

Acto seguido, al re-preguntarles por las situaciones que ocurren “dentro” la escuela, las situaciones señaladas como frecuentes por los participantes, refirieron más bien a incivilidades y micro-violencias (Debarbieux 2012) y no a violencias extremas, en contraste con lo que suelen graficar los medios masivos de comunicación: “siempre hay situaciones de peleas entre alguno, o con un docente (...) pero son situaciones manejables, donde la autoridad escolar tiene incidencia”, mencionó la directora. En ese contexto, los agentes identificaron conflictos en los confines de lo escolar, para los que se sienten preparados, pues cuentan con recursos y experiencia. Estos suelen ser más bien denominados como “problemas de convivencia” y se trata de “problemas comunes con soluciones conocidas”, tal como sostuvo una docente.

En ese marco, una de las indagaciones en las entrevistas y talleres se centró en la identificación, por parte de los agentes, de las acciones, procedimientos e intervenciones que se realizan ante los problemas de violencia que caracterizaron como tales. Una serie de informaciones permiten advertir que nombraron acciones referidas al “efecto establecimiento” para el tratamiento de los problemas, en la medida en que describieron programas y acciones educativas, entramadas con la convivencia escolar. Dijo el vicedirector: “Hay una realidad muy difícil, una forma aprendida de ganarse un lugar en el barrio, a través de la violencia (...) Pero se fueron logrando cambios con programas de inclusión, ampliando la oferta de la escuela, buscando ideas que los convoquen”. En ese punto, las voces de los agentes se centraron en la existencia de proyectos artísticos, talleres a contra turno y una serie de actividades que la escuela organiza a modo de “oferta alternativa”, en el sentido de su diferenciación con el formato tradicional de enseñanza. Estas acciones fueron significadas como espacios donde canalizar conflictos, emociones y desarrollar aptitudes para forjar otras forma de vida futura, distintas a la de los barrios y comunidades de origen.  Ideas coincidentes con su visión acerca la escuela como espacio para la inclusión y contención de los jóvenes.

Sin embargo, la información recabada cobró un giro interesante con el siguiente aporte de la directora: “Acá hubo que hacer algo mucho más profundo, un proceso de construcción de normas elementales. Acá no había ni actos, no se formaban filas para entrar al aula, no se izaba la bandera, no se cantaba el himno; ningún ritual. Hubo que construir todo eso (...) porque la escuela tiene que tener su identidad (...) o sea, institucionalizar la escuela para recién después des-institucionalizarla, sacar la escuela a la calle...  “Hacer escuela”, mostrar que acá hay ideas distintas a las de la calle”. 

Dicha historicidad fue visualizada como la construcción de una vida escolar que quedó en sus manos; pero hay algo más: la apuesta de ofrecer a los estudiantes una experiencia del orden de “lo común”, contra la re-producción de la idea de una educación “alternativa” para los sectores cuyas condiciones de vida están signadas por la pobreza y la precariedad, idea que suele insistir en el discurso psico-pedagógico de quienes hallan dificultades para la escolarización de los sectores no hegemónicos. Así, lo dicho da cuenta de un proceso de construcción de normas que excedió ampliamente la construcción de la normativa escrita, con indicios de construcción de legalidades en un sentido subjetivante, al decir de Silvia Bleichmar, que se evidencian en una de las frases mencionadas por el vicedirector: “porque sino parece que la norma la puse yo, o que a los docentes se nos antoja pedirles cosas, pero no, somos parte de un mismo país (...) Después eso irá tomando forma diferente en cada uno”. Y para ello se valieron de acciones que operaron sobre el propio dispositivo escolar, sobre su formato y su organización interna; idea que también contrasta con aquellas intervenciones que suelen centrarse únicamente en acciones sobre sujetos individuales, muy extendidas en la bibliografía psicoeducativa. 

Sin embargo, acerca de las formas de violencia DE la escuela (Charlot 2002), los agentes no identificaron posibles causas o factores vinculados a variables institucionales, como productoras y/o reproductoras de las situaciones. A su vez, se destaca la ausencia de verbalizaciones, sentidos y/o conceptos que refieran a formas específicas de violencia simbólica, que se vinculen con sus experiencias e intereses. Al contrario, al preguntarles en contexto de taller por el rol de la escuela ante los problemas de violencia, la cuestión más bien interpeló a la práctica concreta de los docentes, y no tanto al problema institucional. Los docentes, denunciaron sentirse “en el ojo de la tormenta” ya que se “se les exige todo”. Si bien lo ocurrido amerita un análisis más profundo, los agentes denunciaron presiones que los exceden respecto de su rol, en un contexto en el que el sistema educativo es el que debe soportar el peso de las expectativas y exigencias de toda una sociedad para la cual la educación es la última reserva. Ello se evidencia en los dichos producidos por una profesora, acerca de sentirse “la única oreja, el único apoyo”. Las condiciones en las que los docentes se desempeñan, sobreexigen las cargas en su tarea, tradicionalmente vinculada a la transmisión de conocimientos.

Por ello, acto seguido, en el taller re-pregunté: “entonces... ¿qué es lo que sí se puede hacer desde la especificidad docente, desde su rol?...”. A lo que un docente respondió: “Nuestra tarea es la enseñanza...”. A partir de allí se generó un debate en el que comenzaron a referir su quehacer pedagógico entramado con formas de respuestas a los problemas de violencia. En ello se destacan frases tales como “Trabajar lo vincular, ver que ante cada tarea estemos fomentando respecto y compañerismo”, “hacer actividades fuera del aula (...) barajar y dar de nuevo”; “El trato cotidiano contribuye el clima”. Así, aparecieron referencias al rol de lo estrictamente pedagógico ante los problemas señalados, aunque no se problematizaron causas y/o determinantes de las violencias, que continuaron ubicadas en el contexto extra-escolar. 

Reflexiones post-experiencia

Los elementos del sistema escolar-institucional permanecieron invisibilizados en la reflexión y problematización realizada acerca de las causas y orígenes de los problemas de violencia en la escuela. Así, entre los antecedentes más significativos de los problemas, los agentes solían mencionar acciones relativas al pasado del comportamiento disciplinar-escolar y/o civil de los estudiantes. Incluso, cuando se enunció la pregunta explícita acerca de cómo la escuela participa (o no) en la generación de esos problemas, las respuestas se personalizaron en lo que hacen o no hacen los docentes, sin ser remitidas al dispositivo pedagógico.

Al respecto, vale señalar que la violencia simbólica es la más difícil de identificar, debido a su invisibilidad y al desconocimiento de su ejercicio. La escasa referencias a esta dimensión de la violencia podría ser resultado de la interiorización y naturalización de las relaciones de poder desiguales que regulan las formas de transmisión de la cultura escolar. La naturalización de las situaciones habituales hace que las formas de violencia simbólica pospongan en mayor medida su adjetivación de violentas. Pero además, el presente análisis permite formular algunas hipótesis acerca de posibles procesos específicos que operan en la invisibilización de la misma: es probable que en determinadas condiciones institucionales y de trabajo, las situaciones vinculadas a la violencia simbólica no sean las que tengan más peso en los problemas cotidianos.    

La gravedad y urgencia que poseen las situaciones de violencia provenientes del contexto extra-escolar operan como principal fuente de preocupación y conflicto, llevando a que se desestimen otros ejercicios de la violencia. El peso de los procesos de fragmentación, crisis y vulnerabilidad social, en las perspectivas de los agentes operan en la invisibilización de los procesos ligados a la violencia simbólica e institucional. 

No obstante, desde la perspectiva con la que aquí se investiga, se considera relevante la posibilidad de que la temática sea problematizada, y abrir estos temas de discusión en la agenda educativa. Pues abordar la violencia como elemento constitutivo del orden escolar permite reconsiderar su rol en la conservación de un sistema de desigualdad social estructurado y reproducido en las prácticas escolares, intrínseco al proyecto escolar. Pues la violencia institucional no se limita a determinadas prácticas desplegadas por docentes y otros agentes escolares-individuales, sino que se entrama en la constitución y funcionamiento del propio dispositivo pedagógico, cuya reproducción en las prácticas de los agentes escolares no es más que el resultado de su imposición y naturalización. Estas formas afectan no sólo a estudiantes, sino que generan una serie de sufrimientos para docentes, directivos y otros agentes que, en el ejercicio de la autoridad pedagógica deben imponer –o resistirse a– la selección arbitraria de la cultura contenida en el curriculum y en el orden disciplinario, que oculta relaciones de fuerza subyacentes a su selección, asegurando la reproducción cultural y social. 

Al respecto, Bourdieu plantea que las instituciones escolares someten a los sujetos a una competencia feroz: (...) el orden social que garantiza el modo de reproducción escolar somete hoy en día, incluso a aquellos que más se benefician con él, a un grado de tensión absolutamente comparable al que la sociedad de la corte, tal como la describe Elías, imponía incluso a aquellos que tenían el extraordinario privilegio de pertenecer a ella. (Bourdieu 1997:42). Ello suele reflejarse en la dificultad de los docentes de “hacer valer” un orden disciplinario que no siempre reconocen como propio, en los imperativos y esfuerzos de los directivos en ser comprendidos y ayudados, y en el anhelo que expresan de que sus colegas reconozcan la importancia de las tareas institucionales colectivas. Por eso, la problematización del dispositivo escolar es una apuesta a la construcción de nuevas formas de escolaridad, que se propongan tensionar las violencias naturalizadas y construir nuevos formatos que habiliten el despliegue y fortalecimiento de las vivencias estudiantiles. Y dicha problematización puede ser mucho más potente si proviene de la reflexión crítica de la propia comunidad educativa. 

* Licenciada en Psicología, docente e investigadora de la UBA.