Villa La Carcova se ubica en José León Suárez, partido de San Martín, provincia de Buenos Aires, apenas a unos metros del Ceamse. Como el predio recibe la basura de la Ciudad y de otros 36 municipios, los vecinos aprenden a convivir con un paisaje nauseabundo: mientras los olores se vuelven cotidianos aprenden a reutilizar los desperdicios ajenos. En este escenario nació y creció Waldemar Cubilla, que señala: “Aunque nunca fui un ciruja de profesión, de chico revolvía la basura y viajaba como podía a Capital para pedir algo de comida. Ibamos en manada, todos juntos, y casi en un tono recreativo vivíamos nuestra aventura”. 

Ir a la montaña de basura implicaba agudizar los sentidos. Se trataba de trepar esa geografía de montaña para hallar los tesoros descartados por otras familias con mejores posibilidades. Encontrar zapatillas cortadas al medio (porque las fábricas las desechan de ese modo) y que su madre las remiende; cazar palomas que inundaban el lugar para comerlas en un guiso, envueltas en empanadas o tostadas a la plancha; localizar salchichas y festejar de la alegría; constituían los ejes de la experiencia ciruja. “Esa parte de mi vida de ir a buscar comida al basural no se borra nunca más. Era un nene y recuerdo mi espalda manchada con sangre porque cargaba a las palomas que cazábamos. Las atábamos con un hilo para que no se pierda ninguna en el camino”, describe.

A los 14 años comenzó a delinquir y a los 18 fue preso por robo. En la villa, la posibilidad de acceder a un trabajo digno, salvo contadas excepciones, nunca aparece; los adolescentes se enfrentan a una disyuntiva: la delincuencia o la venta de drogas. “El inicio lo feché a los 14 años por una necesidad cronológica, pero en verdad la delincuencia no tiene comienzo, Se vive con esa lógica preponderante hasta que se naturaliza”. Sin embargo, la realidad ofrece matices: “en mi familia son todos laburantes; se mataban trabajando aunque el sacrificio no movía la aguja de los ingresos. Pronto, la vida se convierte en una pena, en un pesar que nunca se resuelve”, relata.

Incluso, como Waldemar sostiene, “en el ambiente de los pibes chorros, el trabajador, el ciruja y el transa” son tildados de “giles”. Por ello, insertarse en el mundillo criminal era la única chance concreta que tenía para proyectarse sin perder el respeto de sus compañeros. Fue recién cuando estuvo preso y comenzó a devorar libros de sociología e historia que advirtió que su generación “era hija de obreros sin fábrica”. Así, su conflicto personal pudo ser observado a la luz de un problema estructural que caracterizaba no solo a su villa, sino también al país y a Latinoamérica en el marco que ofrecían los gobiernos neoliberales. 

En el secundario, Waldemar era un alumno ejemplar. Por aquella época preparaba los robos de autos y camionetas a contraturno de la escuela para no perderse las clases. En su mochila sus útiles se mezclaban con un revólver. Desde esta perspectiva, “es fácil que la gente piense en las masacres de los colegios en Estados Unidos, pero la verdad es que noso- tros siempre estuvimos muy lejos de eso. Por vergüenza, ni siquiera se lo mostraba a mis compañeros”.

En 2001, con un país en erupción, Waldemar estuvo preso por primera vez, en medio de un secuestro exprés y una recorrida por cajeros automáticos. Fue interceptado por la policía en un episodio que, según recuerda, adquirió ribetes cinematográficos. Tenía 18 años y quedó frustrado porque no había podido culminar el colegio. Pero vivir en la cárcel le permitía optar por la educación. “La cárcel fue el único lugar donde mi cara me favoreció, porque el estereotipo de negrito y pibe chorro es positivo. En cambio, en la sociedad, la gente se cruza de vereda si me ve con una gorra”, dice.

Desde el penal de máxima seguridad de General Alvear se armó una rutina deportiva y educativa. Debía demostrar disciplina y construir un nombre para ganar tranquilidad, un valor nada desdeñable en un ecosistema carcelario conflictivo. “Corría dos horas por día para estar bien de salud y para que el resto viera que tenía resistencia a los golpes. También leía muchísimo porque era el momento que tenía para mí mismo. Además, la instancia de lectura también genera respeto: mis compañeros lo pensaban dos veces antes de interrumpirme, la concentración es sagrada”, narra. Como su familia conocía su curiosidad y su gusto por la lectura, cada visita era acompañada de comida y libros. Necesitaba alimentar su físico pero también su mente. A Waldemar se le encienden los ojos mientras recuerda de memoria el discurso que García Lorca pronunció en 1931 en el acto de inauguración de una biblioteca popular en Granada. Toma aire y recita un fragmento: “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro”. Más tarde, junto a otros colegas que vivían el encierro como una oportunidad para la educación, fundó bibliotecas y programó el dictado de talleres y clases de oficios. Había que poner en valor los pequeños saberes que cada uno tenía y compartirlos. El, mientras tanto: engordaba su nombre como “el bibliotecario”. 

Al cumplir su condena, a los 23 años, se anotó para cursar Derecho en la Universidad Kennedy de San Isidro, tal vez, una de las instituciones más caras de Buenos Aires. Estudió dos años y obtuvo un promedio superior a ocho. No obstante, todo se nubló cuando volvió a caer por robo. La matrícula era carísima y había que costearla. 

Comenzó a cursar Sociología en la Unidad Penal 48 de José León Suárez (Centro Universitario San Martín), por su iniciativa y la de un grupo de compañeros que conformaban “el palo académico de la cárcel”. En 2008 le enviaron una nota a Carlos Ruta, en ese entonces rector de la Universidad Nacional de San Martín, manifestándole su derecho a estudiar una carrera de grado. 

Así fue como se construyó un relato alrededor de Waldemar, sus libros, su biblioteca y su disciplina. Entonces, cuando llegó el momento del pedido de estudiar en la cárcel, lograr el consenso con la jefatura del Penal no supuso un proceso complicado. Quien actuó como mediador fue Lalo Paret, ciruja también universitario, que llevó la carta a la universidad. “Aprovechamos una tradición cultural que destaca afortunadamente a nuestro país: el derecho a la educación. Si aquí la educación no hubiera sigo pública y gratuita, jamás se nos hubiese ocurrido pedirle a un rector que nos garantizase ese derecho. Estábamos presos, era una locura”, confiesa (ver páginas 2/3). 

Cuando salió de prisión por última vez, el 9 de noviembre de 2011, tenía el mejor promedio; no sólo de los reclusos que estudiaban junto a él sino de todos los estudiantes que cursaban sociología en el campus que la Unsam tiene en Miguelete. En su primer día de libertad, gracias a la ayuda de su compañera Anaïs Roig, conoció al sociólogo Eduardo Rojas. “Su gesto fue muy fuerte. A los villeros, cuando salimos de prisión nos reciben con un revólver, es como un ritual para nosotros que, paradójicamente, nos reinserta en la vida de libertad. Eduardo, apenas me conoció sacó una computadora para que en vez de disparar tiros, mi arma fueran las palabras.” Con este acto lo invitó a integrar el equipo de SEP-TeSA (Sociedad, Economía y Política. Teoría Social Aplicada) y a iniciar su camino en la investigación.

En enero del año siguiente, como no podía ser de otra manera, tomó un pedazo de tierra de su antiguo vecindario y fundó la Biblioteca Popular La Cárcova para que los pibes del barrio dejen un poco las drogas y las pistolas, y puedan conocer los libros. “En las villas, las casas no tienen bibliotecas. Un día me llamaron y me avisaron con preocupación que alguien se había robado varios libros. Me puse muy feliz, no hay nada mejor que los vecinos se los lleven, que los usen con atrevimiento, que falten el respeto a los autores”, afirma con orgullo. 

Con su historia en los hombros recorrió canales de tevé y hasta se dio el lujo de conocer al Papa en el Vaticano. En la actualidad, Waldemar busca desmarcarse de cualquier pizca de heroísmo que envuelva su figura. “Siempre que me presentan en la tele o en los diarios, lo hacen como si fuera un héroe y la realidad es que en todos los proyectos de los que participé estuve acompañado de gente muy valiosa. Desde los guardia-cárceles, pasando por mis compañeros del penal, hasta los amigos de la UNSAM; la vida siempre nos propone planes colectivos”, dice. Y completa: “Sé que puedo funcionar como un ejemplo para los pibes. Sin embargo, quiero que la gente me valore por mi trabajo como investigador y no como un ex pibe chorro que estudió y se convirtió en héroe.” 

Hoy realiza un doctorado en Sociología, es ayudante de cátedra e  investiga las dinámicas de aquellas experiencias laborales que no tienen reconocimiento social. Su tesis de Licenciatura abordó el trabajo ciruja y se propone abrir el abanico de interés hacia el estudio de otras formas de productividad no-formales.   

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