“Quiero caminar sobre la nieve y no dejar huella”. La frase de Richey James Edwards, guitarrista y letrista de la banda Manic Street Preachers que desapareció en 1995 y fue declarado muerto a fines de noviembre de 2008, podría ser subvertida. Hay personajes que dejan huellas significativas en la literatura argentina, como Matías Kovac, el adolescente de Cómo desaparecer completamente, de Mariana Enriquez, novela publicada en 2004, que se vuelve a reeditar en la colección 8M y saldrá mañana con la edición de PáginaI12. Lo distintivo no es que sea un joven averiado con una tristeza profunda que nunca termina de hundirlo en la depresión. Ni siquiera tiene el consuelo de la cocaína. El no toma merca porque le da taquicardia. Matías, dañado por el abuso de su padre, tiene que liberarse de una madre monstruosa –“le bajaba el volumen mentalmente, hasta que Mamá era solo una mujer gorda que gritaba en el medio de un living casi vacío”– y de su hermana, que tuvo la desgracia de fallar en su intento de suicidio, después de que mataron a su pareja, y quedó con la cara desfigurada y sin lengua. El quiere imitar a su hermano Cristian, que se fue a Barcelona y le dejó tres cuadernos con fragmentos de poemas, canciones y citas que le abrirán la primera puerta para poder ser otro.

“La novela transcurre en un lugar en la zona sur del Conurbano bonaerense. La escribí después de 2001, cuando vivía en Valentín Alsina-Lanús; la casa estaba en el límite. Pero no quise localizarla de manera realista, con demasiada evidencia. La zona sur es el Conurbano que conozco y el que vi descomponerse por una cuestión muy sencilla: crecí ahí, me fui de adolescente a La Plata y después volví a Lanús y pude ver el cambio. No escribo novelas autobiográficas porque no me interesan, pero sí me gusta observar y tomar elementos de la realidad –cuenta Enriquez–. Esa descomposición no es específicamente lo que pasaba en mi barrio, pero la zona cambió brutalmente. Crecí en una zona sur sin fábricas. La fábrica Campomar, muy cerca del Puente Alsina, hace rato que la quieren tirar abajo y no pueden porque creen que pudo haber sido usada como centro clandestino de detención. Hay un paisaje que se va degradando, encarnado en el cuerpo de una familia”.

–¿El paisaje y la familia de Matías se van degradando a la par?

–Sí, hay una relación. Es una familia que no tiene un mango, pero ese no es el problema fundamental. Es una cosa de otro orden.

–Quizás el problema sea el desamor. Matías ya no recuerda cuando fue la última vez que su madre lo abrazó o lo besó. Y cuando se refiere a ella dice la “gorda”, la “vaca”...

–La odia. Ni siquiera es una familia disfuncional, es un desastre. Tenía ganas de escribir algo anti familiar. Esa época era muy desesperanzada, muy dura, muy cínica, muy hostil; no tenía mucho lugar para el amor en un sentido tradicional. Después termina salvado por los afectos, pero de una nueva familia, de una nueva comunidad. Los lazos tal como los conocemos no nos sirven. Todos estábamos muy rabiosos en contra de todas las instituciones tradicionales. Yo era muy punk en ese sentido, quería destruir la familia y armar nuestras propias comunidades. 

–¿Cómo desaparecer completamente es la primera novela que tematiza sobre el abuso a un chico?

–Creo que sí... Yo venía leyendo literatura que trataba el tema y me interesaban mucho los textos de Dennis Cooper, que estaba traducido en Anagrama. También había leído a Edward St. Aubyn, un escritor británico de clase alta al que su papá lo violó y que ahora se va a hacer famoso porque están haciendo una serie sobre sus primeras novelas con Benedict Cumberbatch. Me fascinaban las novelas sobre la crueldad en el cuerpo de los chicos. Me interesaba el abuso en un sentido amplio. No sólo leía sobre abuso sexual, sino también sobre abusos de drogas o alcohol. Me parecía que con estos temas se estaba haciendo una literatura muy poderosa. Sabía de lo que estaba escribiendo porque había conocido a personas cercanas que habían sufrido abusos; entonces no era una cosa solamente imaginativa, literaria, aunque el interés venía primero de por ahí. Pero en español no había nada. Siempre hago el mismo procedimiento, que no es tan diferente al que hice después con el terror, o incluso en Bajar es lo peor con otras narrativas. Hay cosas que estoy leyendo, que no encuentro en mi idioma y que termino “traduciendo”. ¿Cómo sería esto si lo contara en el Conurbano bonaerense? Ahora me doy cuenta de que no se trataban estos temas en la literatura argentina que se publicaba en esos años. Ahora estamos hablando del tema, pero del abuso en mujeres. No en los chicos.

–Matías es abusado por su padre. Se podría decir que el enemigo está en la propia familia, ¿no?

–Sí, además quería que fuese en la propia casa, porque me interesaba la crueldad intrafamiliar y la posesión del cuerpo de ese chico por parte de su padre. No quería que fuera un incidente que viniese desde afuera. La descomposición de esa familia es muy bestial. No quería que fuera una novela delicada. En ese momento no tenía ganas de escribir nada delicado. Era todo muy impiadoso de mi parte, ya sé... Pero es literatura (risas).

–Otra cuestión que aparece en la novela, a través de Carla, la hermana de Matías, es la figura de la suicida que fracasa y sobrevive con el rostro deformado, queda como un monstruo. Y para colmo enloquece. ¿De qué manera quería trabajar lo monstruoso?

–No me acuerdo bien como trabajé lo monstruoso, entre otras cosas porque no volví a leer la novela. Siempre quise escribir terror y estaba trabajando con la idea del monstruo. Los monstruos de la novela son ogros, los padres sobre todo. La hermana es otro tipo de monstruo, es la mujer gótica, la mujer encerrada en su locura. Ella es más un monstruo Frankenstein, obligada a vivir incomprendida, y por eso furiosa porque sus creadores la abandonaron: sus padres y su pareja. Los padres son personajes muy unidireccionales. No sé si quería que fuese así o tiene un poco que ver con mi impericia. La novela es bastante grotesca, los personajes que son malos no tienen muchas más dimensiones.

–La dimensión religiosa, el hecho de que los padres sean evangelistas, quizás amortigua lo unidireccional.

–Pero a mí eso me parece un horror (risas). Es gente desfigurada, cruel y cínica rezando en esa situación.

–Hay una escena crucial en la novela, cuando la madre entra a la habitación y ve a Matías con el padre, ve que su hijo es víctima y no hace nada. ¿Por qué a veces las madres son cómplices?

–No lo sé, pero me interesaba ponerlo así para que no se salvara nadie. La única persona que quería que se salvara era Matías. Aunque estuviese dañado. Por más roto que estuviera psicológicamente, él sí tiene una oportunidad. Los demás no.

–En el título utiliza la palabra “desaparecer”, con una carga política tan fuerte, una palabra del horror argentino, pero le cambia el sentido y la significa de otra manera. Ese desaparecer de Matías es la posibilidad de vivir, no está del lado de la muerte. ¿Cómo se le ocurrió el título?

–El título es una canción de Radiohead. Después, con el tiempo, me di cuenta de que ningún título es inocente. Me di cuenta de eso leyendo “Caer es no caer”, un poema que había escrito Angela Urondo, que compara palabras con palabras: “cantar no es cantar”... Le quita la carga semiótica a las palabras del horror. A las palabras hay que exorcizarlas, no pueden estar como siempre atadas a un significado que no es el significado que tienen. O sea que hay que liberarlas de ese significado. Hay que quitarle las palabras al enemigo. No son de ellos. No tengo por qué pensar que si desapareció el teléfono celular no puedo usar “desapareció”. Ellos cometieron ese crimen. La palabra no tiene nada que ver con el crimen que cometieron. La sangre está en las manos de ellos, no en mis manos. Me di cuenta mucho tiempo después de que a las palabras había que recuperarlas. Pero en ese momento no pensaba en estos términos. Pensaba más en la crisis económica, en vivir en un país en loop, con mucho malhumor y agobio generalizado. No estaba pensando en la corrección en el nombrar. Mi generación se había desprendido de ese otro significado de la palabra desaparecer. No siento ninguna responsabilidad en ese sentido. Hay que nombrar con más conciencia y no con tanta corrección.

–Matías se encuentra con gente de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina) y a través de una serie de personajes que conoce pareciera que se siente contenido. ¿Qué encuentra en ese ambiente alternativo?

–Los ambientes de militancia gay siempre me parecieron los más sanos posibles. Los más libres. No lo digo desde un lugar idealizado. Había algo muy festivo y doloroso al mismo tiempo, pero no hipócrita. Lo que me parece hostil es la familia. Lo que nunca me parece hostil es cualquier tipo de comunidad afectiva alternativa. Las comunidades afectivas alternativas a la familia convencional son más sanas. La idea principal era contraponer a la familia estos afectos que me parecían más legítimos, más contenedores y elegidos.

–¿Esta afectividad alternativa se podría pensar desde la sexualidad de Matías? A Matías le gustan las chicas, pero está aterrorizado ante la posibilidad de tener sexo con ellas. 

–No armé a Matías como un personaje gay. Cuando tenés un abuso infantil tan prolongado en el tiempo, es probable que tenga una sexualidad conflictiva. No se habla de la sexualidad de una persona que sufre un abuso. Una de las cosas que puede pasar, como en el caso de Matías, es evitar el sexo porque le revive el trauma. En muchos casos no pueden o no quieren tener sexo, que termina siendo lo mismo. Esto es doblemente traumático en una sociedad que elige insultar a una persona como “mal cogida”. O elige estigmatizar a una persona porque tiene poco sexo o no le interesa el sexo. Esas frases típicas “acá se garcha poco”, como si siempre tener sexo estuviera asociado a lo placentero. Y no es así. Matías elige evitar tener sexo porque es revivir el trauma, es volver a sentir lo que sentía con su abusador. La persona que no disfruta del sexo está terriblemente estigmatizada. Para mi generación, el mandato para el sexo era disfrutar, el goce. Si había algún tipo de objeción a eso, eras raro. A Matías no le basta con alejarse de su padre. Pero lo primero era sacarlo de la casa, que es de lo único que trata el libro. 

–¿Por qué Matías, más allá del espanto familiar en el que vive, es tan bueno?

–Quería que Matías fuera ridículamente noble. Me parecía importante que él no fuera nunca cínico. Matías está permanentemente dolorido; es un cuerpo dolido, filo anoréxico, un cuerpo terriblemente tenso. Después no sé cuánta tensión le dio eso al libro. Mi idea era que Matías fuese lo más tenso posible y lo más noble posible, aunque tampoco quería que fuese tan bueno como para no poder traicionar, porque él termina quedándose con una guita. Sé que es una novela complicada de leer porque Matías sufre todo el tiempo, no solo por lo que le hacen, sino físicamente. Pero necesitaba que ese sufrimiento fuera epidérmico, no quería un chico reconcentrado y oscuro. Matías me hace acordar mucho al protagonista de Este es el mar. También abusan de él de chico, el padre muere en una cocina de paco, la madre es muy violenta con él, es una adicta irrecuperable. No quería que Matías fuese un vengador, un tipo furioso, sino un chico bueno y triste. Mis varones tienen un aire de familia.

–Los cuadernos que le dejó el hermano, ¿ayudan a Matías a salir de la casa, a liberarse de la familia?

–Sí, Cristian es de esa generación de la clase media baja conurbana que tiene todavía un interés y un acceso muy evidente a la cultura. Los cuadernos son las pistas hacia el mundo de la literatura, del rock, del cine, que en un punto son tablas de salvación que vienen en cápsulas a descifrar, lo cual le agrega a Matías una especie de desafío que lo hace más interesante. Y quiere saber qué es eso. Además, esos cuadernos se los dejó porque lo salvaron a él, porque le permitieron imaginar algo. Muchas cosas me interesan de la literatura, pero una de las que más me interesa es la posibilidad de imaginar algo diferente. Cristian le deja letras de rock, poesía, le deja algo de la belleza de las palabras que permite nombrar las cosas y volverlas bellas, sacarlas del horror en el que está viviendo. La novela es extrañamente optimista porque tiene una confianza en estos jóvenes que no son hipócritas, que son afectuosos, que están preparados para aceptar. Como el resto de la novela es tan oscura, yo también necesitaba un final con un poco de esperanza.